El gobierno y los militares se han visto envueltos en una lucha por el poder, en un país que generalmente se considera uno de los ejemplos destacados de democracia de América Latina. Efectivamente, en Uruguay, Guido Manini, jefe de las fuerzas armadas del país, criticó recientemente “la parcialidad del poder judicial” en la investigación de las violaciones de los derechos humanos durante la dictadura militar.
En un informe reciente, se hacía referencia a sus acusaciones a los tribunales por haber desatendido las garantías procesales debidas y dictado sentencias contra el personal de las fuerzas armadas sin pruebas suficientes. Manini ya había afirmado públicamente que “a nadie le importa lo que pasó hace 40 años” y también había interrumpido repetidamente la búsqueda de los restos de las víctimas “desaparecidas” por la dictadura, dando información falsa a sus familiares. Pero la última acusación ha resultado ser la gota que colmó el vaso.
El Presidente Tabaré Vásquez respondió de inmediato al informe, convocando a Manini a su oficina y destituyéndolo en el acto. Era la primera vez que ocurría algo así en Uruguay, y resultó ser una especie de arma de doble filo, que posicionó a Manini como candidato de la oposición para las elecciones presidenciales de este otoño. Los medios de comunicación del país pronto se unieron a la iniciativa, escribiendo al general despedido como “el Bolsonaro de Uruguay” en referencia al vecino jefe de estado de la extrema derecha brasileña con formación militar.
Fernando Botero, La Familia Presidencial, 1967
Una tendencia latinoamericana
La creciente tensión entre el gobierno y los militares se originó, por un lado, en los flagrantes esfuerzos de Manini por influir en la política de la nación. Por otra parte, se ha convertido en un elemento de sospecha, dentro del ejército uruguayo, en relación a la prevista reforma de las fuerzas armadas del país por parte del partido de gobierno de izquierda Frente Amplio (FA). Es la intención del FA actualizar la formación, aumentar el número de mujeres en el servicio y reducir la cantidad de altos mandos. Además, la reforma incluye disposiciones para que el personal de servicio rechace órdenes contrarias a la Constitución del país o que representen una violación de los derechos humanos.
Manini ha resultado ser ahora el niño mimado del Movimiento Social Artiguista, una nueva agrupación política ferozmente conservadora surgida de la escena fundamentalista evangélica y católica del país. Su esposa es una política local del Partido Nacional (también conocido como Partido Blanco), y el propio Manini parece contar con buen número de partidarios en este partido de centro-derecha tradicional uruguayo. De hecho, el propio candidato presidencial del partido, Luis Lacalle, tuiteó que Manini había sido un “leal soldado y un encomiable oficial al mando”.
Si bien esto puede parecer, al principio, poco más que un breve brote en un país pequeño, en realidad es bastante sintomático de los acontecimientos que tienen lugar en toda América Latina. Después de perder recursos, influencia y prestigio tras el colapso de las juntas militares de los años 70 y 80 del siglo pasado, las fuerzas armadas del continente vuelven a levantar cabeza. Desde México y Guatemala, en el norte, hasta Brasil, se perfilan no sólo como aliados en el mantenimiento de la ley y el orden –por ejemplo, en la lucha contra los cárteles de la droga– sino que también están regresando a la política, con frecuencia con el apoyo de partidos neoconservadores, a menudo populistas, y agrupaciones evangélicas fundamentalistas.
Los “3B” en Brasil: Biblia, Balas, Buey
El ejército amplía su poder en Brasil y México
En Brasil, por ejemplo, Jair Bolsonaro y su vicepresidente son ambos militares y aliados de los partidos evangélicos. Siete de sus 22 ministros de gabinete también tienen antecedentes militares, y controlan ministerios clave como los de minería y energía, defensa, transporte, infraestructuras e investigación. Asimismo, las fuerzas armadas están tendiendo a converger hacia un poder ejecutivo genuino.
En los primeros tres meses de la administración de Bolsonaro, los militares no sólo han conseguido quedar al margen de la reforma de pensiones prevista (es decir, que mantendrán su edad de jubilación más baja sin perder nada de su último paquete salarial), sino que también frenaron al presidente en materia de política exterior, vetando la participación militar en Venezuela y la reubicación prevista de la embajada del país en Israel a Jerusalén.
En México, un país en el que los militares se sometieron al mando civil tras el fin de la revolución hace cien años, el presidente Andrés Manuel López Obrador ha cedido más poder a las fuerzas armadas que nunca. Aunque es considerado un político de izquierdas por su agenda populista de bienestar social, López Obrador es en realidad miembro de una iglesia evangélica y tiene puntos de vista bastante conservadores. La Guardia Nacional que ha creado para mejorar la seguridad interna está fuertemente militarizada, y su intento de ponerla bajo mando militar –y, como tal, fuera del control civil– sólo fue detenido por el Congreso por un estrecho margen.
Esta Guardia Nacional es, sin embargo, sólo la última manifestación de una tendencia hacia un mayor poder para los militares mexicanos que comenzó bajo el conservador presidente Felipe Calderón en 2006. A partir de su período presidencial, los militares han estado operando de facto, si no de jure, en asuntos de seguridad interna. Dotados de una serie de poderes especiales, los militares pueden bloquear las investigaciones sobre las violaciones de los derechos humanos cometidas por las fuerzas armadas, con el resultado de que las masacres en las que está implicado personal militar acaban siendo tratadas en tribunales militares o, con frecuencia, obteniendo sentencias bajas para los soldados de base en los tribunales.
Según la Oficina en Washington para Asuntos Latinoamericanos (WOLA) sólo el 3,2 por ciento de todas las violaciones de los derechos humanos que involucran a personal militar son llevadas a juicio y terminan en condena. Esto es, en esencia, una garantía de que los delitos no serán perseguidos. Sin embargo, el ejército mexicano ha sido objeto de acusaciones de tortura, ejecuciones sumarias, desapariciones y violaciones. Bajo la dirección de López-Obrador, también están ampliando su influencia en la economía, y se le encargó la construcción de un nuevo aeropuerto para la capital por razones que aún no se han explicado en su totalidad. En la actualidad, también son los contratistas de seguridad de la empresa petrolera estatal, Pemex.
Deshacer unos avances de décadas
En Guatemala, la situación es aún más dramática: las fuerzas armadas y los ex militares se han unido para formar el Frente de Convergencia Nacional (FCN), y ahora garantizan la supervivencia del presidente Jimmy Morales. Este antiguo actor evangélico y su clan familiar están acusados de corrupción y financiación electoral ilegal, y el poder judicial del país cuenta con el respaldo de la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG) de la ONU. Cuando los fiscales solicitaron el levantamiento de su inmunidad presidencial, Morales convocó una marcha de militares frente a la CICIG y, rodeado de generales, anunció el fin del mandato de la esta Comisión. Y lo remató declarando al investigador jefe Iván Velásquez persona non grata.
En el congreso del país, el FCN forjó entonces una alianza con los partidos conservadores para impedir que se levantara la inmunidad del presidente. De esta manera, Morales logró algo que su predecesor Otto Pérez no había logrado: bloquear un poder judicial que actuaba con demasiada independencia. El ex general Pérez está actualmente cumpliendo una condena de prisión por haber establecido una red mafiosa dentro del organismo aduanero guatemalteco para malversar los impuestos de importación y repartirse las ganancias entre un grupito. Este tipo de delincuencia organizada es un legado de la guerra civil y sigue agotando los recursos del pequeño Estado hasta la fecha.
Esta deriva sólo es posible debido a la crisis de la democracia en todo el continente y a la pérdida de confianza de los votantes en el sistema político. Según las últimas encuestas realizadas por Latinobarómetro, sólo el 48% de la población de la región cree ahora en la democracia, la cifra más baja desde la restauración de ésta. En las listas de instituciones dignas de confianza, los partidos políticos y los parlamentos ocupan habitualmente los últimos lugares, mientras que los militares y la iglesia encabezan las encuestas.
La exigencia de un “hombre fuerte al timón”, casi inevitable en este contexto, es una invitación abierta para una élite conservadora ligada a las estructuras postcoloniales, que busca fortalecer sus privilegios. Para los militares, se trata de mantener sus ventajosos negocios, reforzar el control de los grupos de la sociedad civil y reescribir la historia de su papel en las dictaduras. Las fuerzas armadas del continente también quieren limitar los derechos humanos y evitar “fastidiosos” mecanismos de control internacional.
Para los evangélicos y católicos conservadores defensores de sus valores, representa una oportunidad para hacer retroceder las agendas de los derechos de las mujeres y los homosexuales, algo contra lo cual, sorprendentemente, se encuentran con relativamente poca resistencia. Un poco de hábil mercadotecnia política parece suficiente para lograr que la más endeble de las campañas consiga pasar con éxito. Por ejemplo, afirmando que contenía “ideología de género”, el ex presidente de Colombia, Álvaro Uribe, en alianza con grupos eclesiásticos evangélicos y fundamentalistas católicos, fue capaz de sabotear el acuerdo de paz con las FARC y ayudó a la campaña del No a ganar el referéndum nacional.
El aspecto más aterrador de esta reacción neoconservador-militarista, apoyada por la administración del presidente Donald Trump en EE.UU., es su objetivo declarado: abolir todos los progresos posibles en materia de igualdad de género, transparencia, constitucionalidad y sociedad civil participativa, en el plazo más breve posible. Se trata de un progreso fruto de décadas. Y la parte tal vez más aterradora es la incapacidad de los partidos y movimientos progresistas de la región, debilitados por escándalos de corrupción y rivalidades internas, para superar el choque de lo que está ocurriendo y elaborar una estrategia eficaz contra este ejercicio de demolición desde la derecha.
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Fuente: Tlaxcala, 15 de noviembre de 2019
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