Insurrecciones populares

La guerra social es algo de tal complejidad que no se puede dejar a la pasión y menos a la fantasía.

Los levantamientos populares en Honduras, Haití, Argentina, Chile, Ecuador y  Colombia son parte de una protesta continental que tiene como común denominador la cerrada oposición a las políticas económicas impuestas a estos países por el FMI. Como en las peores épocas del colonialismo esta entidad supuestamente internacional pero de hecho regida por Estados Unidos y Europa, impone a los países de la periferia del sistema estrategias económicas que recortan las pocas medidas de carácter social que admite el sistema, ahonda las enormes diferencias sociales en todos los órdenes y encadena aún más su poca soberanía mediante préstamos leoninos renunciando a todo proyecto nacional y, por supuesto, a una integración regional que les permita fortalecerse en el duro entramado del mercado mundial. Los resultados de esos levantamientos populares son diferentes al tenor de las condiciones internas de cada país pero a todos les afectan factores semejantes que arrojan luz sobre el desenlace de las batallas ganadas o perdidas en una confrontación continental que ahora, a diferencia de épocas pasadas, no tienen al campo como escenario principal de lucha sino a las grandes urbes fruto del desenfrenado y caótico proceso de urbanización del continente.

En casi todos los casos impresiona la enorme dispersión de las organizaciones populares y sobre todo su difícil coordinación, un factor que debilita mucho. Ya no es solo que el campesinado ha cedido protagonismo a sectores urbanos asalariados y a la pequeña propiedad sino que se han multiplicado enormemente los núcleos de oposición al sistema, de suerte que a las consignadas clásicas de la lucha por la tierra y el salario se agregan hoy otras, vinculadas al género, la etnia o la región. En principio esto no debería debilitar si amplía las fuerzas de la oposición popular (sobre todo a sectores del nuevo proletariado, a intelectuales y pequeña burguesía en general) pero solo a condición de generar al mismo tiempo mecanismos de coordinación y alianza. En tantos casos parece que los personalismos de eventuales caudillos o la generación de grupos de intereses muy particulares dificultan la necesaria armonía en el movimiento popular. Ésta solo aparece en ciertas coyunturas (como ante los violentos recortes de Macri, el aumento de las tarifas del metro en Chile o la supresión de las subvenciones a los hidrocarburos en Ecuador) pero no tiene continuidad y pronto la unidad alcanzada corre el riesgo de diluirse.

Existe sin embargo un factor que explicaría la mayor debilidad de estos movimientos: la falta de un ente político que coordine esfuerzos, recoja opiniones diversas, armonice contradicciones en el seno del movimiento y formule un programa de corto alcance y otro de valor estratégico que sirva de norte y permita gestionar bien tanto las victorias como los reveses. En el seno de alguna izquierda y en general entre los sectores populares por diversos motivos la sola mención de la necesidad de un partido político despierta suspicacias y hasta rechazos contundentes. Sin embargo, basta con analizar lo que sucede en el campo de la derecha que, ésa sí, protege con sumo cuidado el mantenimiento de esa vanguardia que coordine los intereses diversos que hay en su seno y gestione adecuadamente el proceso social en su beneficio. A pesar de las múltiples crisis del sistema, prácticamente en todos los órdenes, la derecha sigue operando con ventajas. Su sistema se sostiene no solo con la fuerza bruta de militares y policías y los enormes medios de manipulación mediática de los que disponen en monopolio; en buena medida no se derrumba sobre todo debido a la debilidad de las fuerzas opositoras que no están en capacidad de mantener su lucha por largos períodos, neutralizar el rol de los sectores populares políticamente atrasados que son baluarte de la clase dominante (los sectores más atrasados políticamente, tan fáciles de comprar por el sistema) y responder de manera eficaz en las coyunturas en que una revolución social aparece  como tarea inmediata y posible en el horizonte.

No son pocas las tendencias en el seno de los movimientos populares que sobrevaloran el papel de la espontaneidad. Ésta, como fuerza social y cultural de enorme importancia para “asaltar los cielos” se muestra –por su misma naturaleza- incapaz de asentar el golpe definitivo y, en el mejor de los casos si este se consigue (un aplastante triunfo en las urnas, por ejemplo) no están en condiciones de asegurar la continuidad del proceso. Eso al menos muestra la experiencia histórica mundial y no es ajena a historia de este continente. Sucede a menudo que esa espontaneidad, como fuerza abrumadora de movilización de lo mejor de las energías populares consigue compensar las debilidades de la organización y los errores de quienes dirigen; pero solo por momentos. La administración de un proceso de insurrección popular (como los que se registran ahora) exige altos grados de organización, de formas burocráticas avanzadas, acorde con la complejidad del orden social moderno.

Solo una feliz coincidencia entre espontaneidad y organización, de armonía entre diversas formas de democracia directa y mecanismos de gestión (burocracia) garantizan que no solo se ganen batallas sino que la guerra llegue a un feliz desenlace. Considérese, por ejemplo, la cuestión del manejo adecuado de los mecanismos de violencia oficial que en tantos casos se convierten en la tabla de salvación del sistema (el caso en Ecuador, sin ir más lejos). Sin el apoyo de las fuerzas armadas Moreno no hubiera sobrevivido. Neutralizar a las fuerzas armadas (como en el derrocamiento del Sha de Irán), y mucho más, ganarlas para el movimiento popular (como en Venezuela) es tarea que no es posible dejar a la sola pasión; ésta y otras tareas similares corresponde a instancias políticas, a formas de organización, sea ésta un partido o un frente. La guerra social es algo de tal complejidad que no se puede dejar a la pasión y menos a la fantasía.

Juan Digo García para La Pluma, 21 de octubre de 2019

Editado por María Piedad Ossaba

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