La fiesta a la que nunca te van a invitar
No hubo fiesta de inversiones.
Tampoco hay fiesta, de ningún tipo.
El neoliberalismo es castración del goce. Nace con la caída del Muro y rompe con ese otro muro, el que cuidaba a la población, edificado por un Estado de Bienestar que esgrimía que la economía debía estar al servicio de la política. Hoy nos quiere mostrar y asegurar que nuestra felicidad, tramada en la justicia social, es una quimera, jamás una meta gubernamental que entre en tablita de Excel. ¿Alguien imaginaba que se pueda negar la justicia social? ¿O la importancia de nuestras fiestas públicas y populares? La postdictadura se anuda en esa sigla: C.E.O. y no tiene pruritos ni se quiere disculpar por quitarnos la alegría. Superficialidad altiva y descorazonada, que deja morir a nuestr@s pib@s cuando se hunden en el barro frío de la intemperie.
Escritura enlodada como respuesta, entonces.
Los espantos. Estética y postdictadura, libro de Silvia Schwarzböck, produce incomodidad. Seguramente por eso es un gran libro de Filosofía, uno de los pocos. Porque te pega un roscazo de frente, y no hay campana que te salve ni rincón al cual retirarse. Porque ell@s ganaron. Sí. Los vencidos fueron los vencedores. La postdictadura «es lo que queda de la dictadura, desde 1984 hasta hoy». Es lo que nos legó la derrota, nuestra derrota. Léase: la postdictadura es aquello que vivenciamos como la derrota de la «vida verdadera», derrota de la liberación nacional, aquella que supo enarbolar horizontes emancipatorios haciendo confluir las dos grandes revoluciones latinoamericanas: la peronista y la cubana. La postdictadura vence en tanto nos atraviesa con el dictum de una vida atada a la mercantilización de nuestras relaciones intersubjetivas. No hay solidaridad, mucho menos sororidad, hay competencia emprendedorista (que lejos está de ser un invento del último lustro). La derrota, nuestra derrota, es el plan genocida de Videla devenido economía de la política democrática: una vida de derecha santificada que se pretende absoluta e indeclinable. Los espantos proyectan futuros de dominación desde sus múltiples máscaras.
De banquetes y sacrificios
La misa kirchnerista coreaba: si no hay amor que no haya nada. Y a esa nada desértica, vacía de sentido, nos quieren arrojar l@s tiling@s. Pasa que si hay algo que el chetaje no logra es enamorar(se). Comercializan sus signos emotivos y materialidades sensibles en el afán caníbal de la liberalización radical de nuestras relaciones. No saben de escucha y de cuidado del otr@. Toman, no (se) entregan. Quizás por eso, precisamente por eso, el amor pueda recuperarse como retórica para los tiempos sombríos que corren. El amor es popular. Pero no nos engañemos, tampoco. Que la inocencia no nos valga, por más que la atesoremos: el amor por sí solo no vence al odio. Lo aprendimos, algun@s. La derrota fulminante todavía desbalancea nuestro andar. O no tanto. Pero es derrota al fin. Y sin embargo: ¿puede una época desangelada por la miseria planificada darse el lujo de prescindir del deseo? Cuesta pensar mejores modos de enfrentarse al fetichismo de la conversión de nuestros cuerpos en moneda de cambio que el poniéndonos a proyectar enamoramientos.
Uno de esas proyecciones se presentó en La Plata hace unos días: el esperado libro sobre Virus de Juan Bautista Duizeide. Su Federico Moura. Ironía y romanticismo llega de tal modo que uno no puede dejar de hacer anotaciones y anotaciones. Obsesivas. Caóticas. Y como la mescolanza cruza lectura con escritura, el plagio a Duizeide en las siguientes líneas probablemente sea imposible de evitar. Por el libro, sí, porque es una maravilla que no se te despega, pero también porque en su presentación Juan habló de derrotas, de amores y música. Derrota (sea la de 1976, la de 1982, la del 2015 como, si nos remontamos con Viñas, la de 1492) no es pacificación. Los CEO han llamado «paz», como antes los ediles del Proceso, a «la guerra que van ganando». Pero una derrota señala en realidad que otra vida fue posible. Y que puede serlo. Hay esperanza ahí. «Desde la derrota se puede«, ilumina Juan.
Y así aparece Virus, presentado como una crítica desesperadamente romántica a la postmodernidad. Porque Virus, de la mano de los Moura y Roberto Jacoby, el letrista en las sombras, ofreció frente a la dictadura que torturaba y desaparecía cuerpos jóvenes una respuesta que, aun desde la sensualidad, el hedonismo, la ironía, podía denunciar el horror.
El 16 de mayo de 1982, en plena Guerra de Malvinas, la cúpula militar invita a grandes figuras del rock al Festival de la Solidaridad Latinoamericana en Buenos Aires. Simulacro de un diálogo establecido con la juventud: detrás, oculta, acecha una operación de lavado de cara, cuando no de cooptación. Ese es el escenario en que aparece «El Banquete», con su explícita referencia platónica, en el segundo disco de Virus (Recrudece). Parodia que golpea fuerte y señala su repudio hacia el conformismo civil: Es un momento amable / bastante particular, / sobre temas generales / nos llaman a conversar. Tan sólo resta un verso más, maestría de Jacoby, y entonces se provoca un estallido semántico: Han sacrificado jóvenes terneros / para preparar una cena oficial. Sacrificios. De vacas y jóvenes. Y estos últimos en un doble registro: la guerra sucia hacia la población, en particular l@s pib@s que como Jorge, hermano mayor de Federico, el líder de la banda, está desaparecido. Al mismo tiempo, terneros sacrificados son enviados a esa isla «demasiado famosa» que ni Virus ni Borges nombran. Y que no necesitan nombrar.
Uno no se imagina a Borges bailando. Virus, en cambio, desde una puesta en escena llena de frivolidad, esto es, de una felicidad bailable, asume posición y desencaja absolutamente todo. Si ese es el menú ofrecido en la cena oficial con los militares, entonces ¡cuidado! Ahora los argentinos andamos muy delicados / de los intestinos… La negativa a concurrir a la cena oficial se hace mediante la apropiación de la palabra del enemigo («argentinos» se usaba oficialmente para no tener que decir «pueblo», señala Duizeide). Y se remarca, como al pasar, que el terror apunta a tod@s, rocker@s incluid@s. Ese es el gesto disruptivo clásico del romanticismo, una radical intuición que conjuga horror e ironía como modo de trascender la oscura cotidianidad («camuflada en música ligera«). Duizeide nos habla de Goya y su Saturno devorando a sus hijos, que cifra a Fernando VII comiéndose a su pueblo y prefigura al Leviatán argento matando a l@s hij@s de la revolución. La oligarquía ganadera argentina sigue ofreciendo banquetes, tan ávida de sacrificios es. Poder fáctico que hegemoniza violencias contra lo popular y que como denominador común permite hermanar en plan de continuidad el Estado-vacuno del siglo XIX con el Estado-genocida del XX. Por eso, al Banquete de la complicidad al cual están invitados, los Virus no van.
Sacudir el avispero
Sólo quiero sacudirte / porque sos mi generación. La preciosa viruseada refiere, por supuesto, al cuerpo. Pero el sacudón no es sólo en la pista de baile. Es también sacudón de ideas, certezas, comodidades y una consigna política: modos de lo que puede un cuerpo. El Proceso supo responder haciendo periódicas «recomendaciones» a las emisoras de radio y televisión mediante el Comité Federal de Radiodifusión –COMFER. La intervención censora sobre las actividades artísticas, es sabido, apuntaba a un disciplinamiento cultural y corporal especialmente dirigido a la juventud. No sólo se buscaba destruir y desaparecer sino afectar los estados de ánimos, como lo señala el importante estudio de Daniel Feierstein, El genocidio como práctica social.
No muy conocido, aunque más cercano en el tiempo, es que el último gran acto de intervención del COMFER sobre la música popular se dio en el año 2002, con sus Pautas de evaluación para los contenidos de la Cumbia Villera. El Estado ponía de sobreaviso que resultaría en infracción toda composición que exaltara los efectos del consumo de sustancias placenteras, o si estas eran ubicadas como objeto de deseo, como también si se asociaba de algún modo el consumo de sustancias con la idea de diversión, bienestar, placer, o el incremento del rendimiento físico o el éxito social, económico y/o sexual. Ni ritmo ni sustancia.
Mariano Dubin, desde la tierra de los Moura, supo escuchar, leer y escribir como pocos sobre la música popular nacida en la desolación de los ’90. En ese gran libro que es Parte de guerra, propone pensar a la cumbia villera como escritura de lo no contado durante esos años. ¿Qué era lo que no se contaba en los diarios que sí se cantaba en el barrio? “El hambre, la desocupación, la desigualdad”. Meta Guacha, por dar ejemplo, lograr cifrar entre «Alma blanca» y «Plata no hay» esa voz que sólo el corazón l@s de abajo puede dirigir al caretaje para que se escuche –mientras bailamos– lo que a la gilada se le escapa. En l@s que supieron cantar las ollas vacías (esas que no supieron de bancos abrochando dólares ahorrados) aparece el sujeto político que sufre los avatares de la violencia neoliberal. La cumbia villera dio voz a l@s que van a pedirle a Luján a la virgen, a l@s que ruegan que no falte nunca en la casa un pedazo de pan, negr@s del plan y de la resaca. La música popular tiene su escritura y el COMFER neoliberal, antes dictatorial, reconoció y fustigó de inmediato el deseo gozoso de l@s pib@s.
Ha pasado desde entonces un sueño y una nueva derrota. Frente al horror del Estado-CEO: ¿Podremos encontrar en las nuevas poéticas populares un legado de felicidad donde volver a encontrarnos? Pongamos el cuerpo y el bocho en acción, que a la vida hay que hacerle el amor, lanzaba Virus en los ‘80. Agitemos el avispero, activan l@s amigueras y amigueros de Mala Fama en el 2019: gesto romántico de nuestros ranchos deseantes.
Del Estado-CEO al Estado-deseo
Una historia musicalizada del Estado argentino bien podría definirse por estas intempestivas escenas que van del Estado-vacuno al Estado-genocida para confluir en el actual Estado-CEO. L@s derrotad@s de la postdictadura tenemos que buscar su música tanto como su escritura. No para romantizar la pobreza, o la política, sino para inventar una política romántica que sea promesa de encuentro.
El amor no vence al odio frío que cala los huesos y con desprecio golpea nuestros cuerpos. Y sin embargo aquí estamos, mentando un potlatch amoroso: que no va por todo sino que (se) ofrece todo. Que se brinda sin contrato ni cálculo de ganancia. Por un encuentro amoroso y gozoso de un nosotr@s que, como dice Hernán Coronel a l@s compañer@s de La Garganta, “hace la olla popular y la comparte con una buena música de fondo que hace que todos terminen bailando. Y al otro día… arriba la vagancia”.
Si hay una vuelta posible, que sea un volver a enamorar a la vagancia enamorándose de ella. La felicidad pública no es la acumulación de las vidas felices individuales, es un derecho comunitario que se encarna de múltiples modos, difícilmente autoevidentes. Por eso una retórica romántica de entrega ATR bien podría plantarse de lleno ante la apropiación censora y mercantilizante de quienes se apropiaron del Estado para «sanguijuelear la sangre de la gente humilde». En todo caso, hay que a desarticular el Estado-CEO para instituir un Estado-Deseo. Porque quizás el amor por sí solo no vence al odio, pero todo el tiempo –que la canción siga sonando– queremos estar enamorad@s.
Gustavo I. Míguez*
*Docente de Filosofía
Editado por María Piedad Ossaba
Fotografía: M.A.F.I.A
Fuente: Fuente: Negra malatesta – Relámpagos – ensayos crónicos en un instante de peligro, 20 de abril de 2019