La crisis que afecta a la Unión Europea tiene sus raíces principales en el abandono del ideario inicial del proyecto, que a su vez remite al desmonte del estado del bienestar y la aplicación de políticas neoliberales con mayor o menor intensidad según la correlación social de fuerzas en cada país miembro. El impacto de estas políticas y en particular los efectos de la actual crisis (ésa que según los neoliberales era ya cosa del pasado y jamás volvería a producirse) son mucho más dramáticos en los países del sur del Viejo Continente precisamente por la debilidad relativa de sus economías respecto al centro y sur de Europa. Las naciones más ricas, en particular Alemania, Francia y el Reino Unido tienen la posibilidad de trasladar los costes de la crisis al resto del continente, con resultados tan dramáticos como el registrado en Grecia, uno de los eslabones más débiles de la cadena. No sorprende el resurgir de tanto nacionalismo.
Como en todo capitalismo de cierto nivel de desarrollo el principal mecanismo de absorción de plusvalía es el sistema financiero, de suerte que bancos alemanes y franceses aparecen como los principales agentes provocadores y beneficiarios de todo el conjunto de recortes en gasto social, salarios o inversiones que afecta a estas economías. También en Alemania se produce el fenómeno de los desahucios y aparecen de forma masiva los “mini job” y los salarios de miseria que empujan a tanto joven a regresar a sus hogares de origen en busca del apoyo de padres y abuelos jubilados. La renuncia al ideal socialdemócrata y democristiano de los dos grandes partidos y su desembarco a veces vergonzoso en el neoliberalismo explica en parte su propia crisis de identidad y la generación de espacios adecuados para el surgimiento de nuevas agrupaciones políticas tanto a la derecha como a la izquierda.
En el discurso político (y en alguna que otra reflexión ideológica) se producen al menos dos propuestas de significación: aquella que plantea la necesidad/posibilidad de un retorno al ideal originario del proyecto de unidad europea (los llamados “europeístas”) y los denominados “escépticos”, contrarios a la unión, marcados por un nacionalismo excluyente y en ocasiones abiertamente xenófobo y hasta racista. Personajes hasta pintorescos materializan estas nuevas tendencias de extrema derecha y es relativamente fácil descubrir lugares comunes y coincidencias ideológicas claras en todos ellos; su parecido al fenómeno Trump resulta evidente y no falta quien ve en estas nuevas tendencias una nueva forma de fascismo, al menos en embrión. No se registra una reacción clara de la derecha tradicional y en tantas ocasiones por el contrario termina pactando de buena o mala gana con los nuevos adalides de la supremacía nacional, la raza y el destino reservado por la Providencia al pueblo respectivo (sea éste lo que convenga en cada caso).
El desmonte más o menos drástico del estado del bienestar, del modelo europeo de capitalismo y la “americanización” de las relaciones sociales (empezando por las laborales pero invadiendo en mayor o menor medida todas las esferas de la vida social) se produce paralelamente tanto con la decadencia de la socialdemocracia (socialista y laborista) como con la profunda crisis de la izquierda contraria al sistema (comunistas y grupos izquierdistas), sometidos a grandes interrogantes teóricos sobre el qué hacer (no tienen a un Lénin) y buscando luces en los clásicos con una nueva perspectiva (Marx, ante todo); pero por el momento continúan siendo fuerzas no decisivas en el panorama político del Viejo Continente.
Un segundo elemento afecta de lleno el proyecto europeo: su política exterior, común apenas en algunos aspectos y más bien algo netamente nacional en cada caso. En realidad, esta política permite una doble lectura.
Por una parte, casi asumiendo que esta Unión está constituida en buena medida por países que fueron potencias coloniales, la UE parece resignarse a un rol de potencia de segundo rango detrás de los Estados Unidos, su aparente aliado incondicional. Esto explica que en tantas ocasiones la Unión se acomoda como fuerza de complemento, como segundón de las políticas de Washington, participando a veces de evidente mala gana en sus aventuras como acontece en las guerras de Irak, pero en otras actúa como socio diligente de la gran potencia americana (caso de Libia o Siria). Los distanciamientos con Rusia (apoyando las sanciones de Estados Unidos) van en contra de los intereses europeos y otro tanto puede afirmarse con relación a China, que como la principal potencia emergente ya parece igualar o superar a los Estados Unidos. Lo sueños de recuperar al menos alguna influencia colonial europea reviviendo el pasado en África o el Medio Oriente son solo eso, sueños. La realidad es que Estados Unidos mantiene allí su hegemonía y nada indica que vaya a ceder ante los europeos. Ya se sabe que Washington no tiene amigos sino intereses.
Pero, al mismo tiempo y cada país por cuenta propia, los miembros de la UE intentan al menos tejer relaciones tanto con Rusia y China como con otras potencias medias como Irán. Alemania vota las sanciones con Rusia que impone Estados Unidos pero al mismo tiempo sigue fortaleciendo sus relaciones económicas con Moscú mientras Reino Unido –tan amigo y fiel aliado de la gran potencia americana- ha llegado a acuerdos económicos de gran trascendencia con China. En menor medida lo hacen también otros miembros de la Unión. El proyecto chino de la Nueva Ruta de la Seda tiene suficiente entidad como para alimentar estas tendencias de un cierto autonomismo en la política exterior, si ya no de la Unión como tal al menos sí de países decisivos como Alemania y Reino Unido. La imparable competencia entre China y Estados Unidos será el escenario en el cual se verán incrementadas estas tendencias de autonomía en su política exterior de algunos miembros de la UE y por qué no, de la Unión misma como tal.
No se debe excluir de esta dinámica el área latinoamericana y del Caribe. Aunque aparentemente la UE da por bueno que esta región “pertenece” a los Estados Unidos, lo cierto es que ya desde mediados del siglo pasado y con cada vez mayor fuerza, los interese europeos hacen presencia aquí, si bien no con la fuerza expansiva de China (que ya es el principal socio comercial de Brasil y Argentina y avanza también en México) al menos si como una oportunidad que puede llegar a ser de mutuo beneficio. En efecto, ante la actitud prepotente de Washington (que Trump solo incrementa de forma grosera pero es política oficial desde siempre) y ante eventuales diferencias irreconciliables (caso de Venezuela, por ejemplo) lo prudente es aprovechar la actual multipolaridad de las potencias capitalistas para obtener ventajas. China, Rusia y los llamados “emergentes”, en primer lugar, pero también Europa deberían estar en la agenda de cualquier proyecto nacional de desarrollo. La crisis de la UE no debe ser óbice para ello; tampoco le va mejor a los Estados Unidos en su agónica lucha por conservar el primer puesto en la hegemonía mundial; en realidad, resulta una ventaja.
Juan Diego García, especial para La Pluma, 3 de marzo de 2019
Editado por María Piedad Ossaba