La cultura mafiosa en Colombia y su impacto en la cultura jurídico-política

Estamos llenos de arribistas y “carangas resucitadas”. En el ejercicio de la política (o politiquería) valen más los corruptos.

Oscar Mejia QuintanaRESUMEN

El presente artículo aborda el impacto de la cultura mafiosa en Colombia a nivel jurídico y político. Sus ejes principales son, sustancialmente, que la cultura mafiosa se basa en una cultura política tradicional y carismática y que al ser este tipo de cultura política predominante en Colombia, la cultura mafiosa es parte constitutiva de nuestra identidad nacional. El escrito reconstruye las diferentes perspectivas, teóricas y empíricas, que han intentado dar razón de esta cultura mafiosa en el país

INTRODUCCIÓN

La cultura mafiosa en Colombia es un fenómeno inocultable cuyo punto de inflexión se produce hace 20 años con el asesinato de Luis Carlos Galán a manos del cartel de Medellín y, si nos atenemos a las investigaciones en punta, con la complicidad de sectores políticos comprometidos ya con el narcotráfico. Lo cierto es que a partir de ese asesinato el fenómeno del narcotráfico, cuyos tentáculos ya habían penetrado amplios sectores de la vida nacional, en especial de sus regiones por la producción y el tráfico de la droga, se proyecta con fuerza y decisión sobre la vida social y política del país.

El hecho mismo de que la Constituyente del 91 se convoque en el marco de una crisis sin precedentes donde el Estado reconoce su impotencia para darle salida por los cauces institucionales y que la influencia del narcotráfico para prohibir la extradición se hubiera hecho evidente ponen de presente que su influencia ya no era sólo clandestina sino que tenía la clara determinación de hacerse política.

Sin abordar los pormenores del proceso que desbordan la intención inicial de este escrito, lo cierto es que paralelamente ya venía consolidándose en Colombia una cultura mafiosa de la que empezaban a dar cuenta periodistas, cronistas, intelectuales y estetas. La cultura de la ostentación, de los bienes suntuarios, de las mujeres plásticas, del dinero fácil se vuelve parte de nuestra cotidianidad y empieza a ser aceptada por sus elites dirigentes como un mal necesario, asumiendo paradójicamente muchos de estos desvalores como propios.

El dinero, no importa de donde provenga, se vuelve el rasero de medición más que los méritos o los logros por esfuerzo propio. La narrativa y el cine empiezan a dar cuenta de ello de manera sistemática: los tiempos en que macondo y el realismo mágico pretendían caracterizar la identidad colombiana empiezan a ser reemplazados por una narcocultura que inicialmente viene de la mano de clases y sectores emergentes pero que bien pronto se filtra al conjunto de la sociedad.

León Valencia lo describía, entre jocosa y dramáticamente, así:

Aquí, en estas tierras ubérrimas, en este desbordado río de la imaginación, ha nacido el narc déco. Hay un eco francés en esta corriente criolla; también acá su influencia trasciende las artes y se afinca con una fuerza en la vida cotidiana. Pasa con fluidez de la literatura, la música y la arquitectura al cuerpo exuberante de las niñas de 15 años; se detiene juguetona en la pintura, avanza hacia la manera de vestir de los señores y descansa, por fin, en las salas de cine. Pero los franceses van a palidecer cuando se den cuenta de que sus ‘años locos’, su belle epoque fue un juego de niños comparado con nuestro estridente cambio de milenio, con nuestra era de carteles, ‘paras’ y águilas. Van a ver que nuestro arte decorativo no se detuvo en los interiores de casas y edificios y, con gran audacia, se metió con el cuerpo y se propuso moldear senos y culos, cincelar caderas y muslos, corregir labios y respingar narices1.

El presente escrito busca explorar la relación entre la cultura política y la cultura mafiosa en Colombia, convencido de que el piso de la segunda se lo da la primera y que es, por tanto, imperativo evidenciar esos nexos. La cultura mafiosa encuentra un caldo de cultivo propicio en la cultura política colombiana que hoy en día podemos entender mejor que hace 20 años. De ahí el propósito de ofrecer los fundamentos epistemológicos desde los cuales abordar la problemática de la cultura mafiosa en Colombia, tratando precisamente de poner de relieve, más allá de los epifenómenos, los marcos conceptuales y categorías desde los cuales poder interpretar y explorar el problema en términos de cultura política2.

En esa dirección, la primera parte pretende explicitar los fundamentos epistemológicos que nos permiten plantear una caracterización de la cultura política en Colombia, a partir de sus categorías básicas y constitutivas, por supuesto desde la tradición crítico-hermenéutica que hemos querido resaltar. Con estos referentes teóricos dilucidados y explicitados, en la segunda parte intentaremos una interpretación de la cultura mafiosa que de cuenta de la misma en Colombia y del estrecho nexo existente entre ambas dimensiones.

1. Presupuestos espistemológicos

1.1. Hermenéutica de la cultura

Si intentáramos acercarnos a una caracterización analítica sobre las discusiones en torno al concepto de cultura y la identidad cultural en América Latina, al menos en el último siglo, podríamos distinguir tres posiciones que tanto histórica como estructuralmente han determinado el abordaje de la cuestión. Estas tres caracterizaciones de la cultura han representado tres posiciones universales ante la temática y han definido su geografía epistemológica al respecto3.

Por supuesto hay que aclarar que este debate, en nuestro contexto, se monta en un segundo momento de la problematización sobre la cultura y la identidad latinoamericanas, como bien lo ha observado Leopoldo Zea cuando pone de presente lo que denomina los tres proyectos que caracterizaron el siglo XIX y comienzos del XX en América Latina, a saber: el proyecto independentista, el Proyecto Conservador y el Proyecto Progresista4. El cuarto que nunca alcanzó a concretarse, por lo menos en el siglo XX, fue el que denominara Proyecto Asuntivo que, a la manera hegeliana, constituyera en efecto una asimilación conciliadora de todo nuestro pasado (amerindio, hispano, independentista, conservador, moderno) que dejara de extrapolar y segmentar nuestra identidad y nos permitiera lograr una conciencia histórica y una identidad común consolidada y proyectiva5.

Pero el discurrir del siglo XX va a poner de presente, al tenor de hechos históricos y dinámicas globales relevantes como la Revolución Mexicana, la Revolución Rusa, el Fascismo, la Segunda Guerra Mundial, la Guerra Fría, y la repercusión de todas estas en el subcontinente en términos de movimientos políticos, sociales y culturales, así como por causas plurales y dinámicas abigarradas, tres posiciones en torno a la cultura, la identidad latinoamericana y la cultura popular que bien podrían resumirse en la identificación de la misma con la ideología, con los valores y con el símbolo y la tradición.

Una posición extendida y predominante en la primera mitad del siglo XX es, sin duda, la de la cultura como ideología. Consecuencia directa del análisis marxista sobre nuestra sociedad, un tanto groseramente se ha considerado aquí toda la cultura, capitalista básicamente, como una distorsión y una falsa conciencia que debe ser superada. La transculturación sufrida por América Latina desde su descubrimiento extravió por completo su identidad cultural siendo su cultura en general una ideología dominante con la cual las élites dirigentes latinoamericanas han sometido al pueblo, impidiéndole una toma de conciencia sobre su realidad y la explotación de la que es victima. La cultura, pues, como expresión de unas condiciones capitalistas de existencia, es solo un instrumento de legitimación del sometimiento que el pueblo debe combatir a través de una toma de conciencia revolucionaria que le posibilite asumir su propio destino, lo que constituía un juicio demasiado extremo que no consideraba el papel proactivo de la cultura ni mucho menos de la cultura popular6.

Pese a que el aporte marxista consistió más en problematizar el concepto de cultura desde la ideología, sin abordar propiamente la relación que podía y debía establecerse con la cultura popular, en especial hasta que punto tenía esta que ser reivindicada o no y cuales eran entonces las condiciones de posibilidad de una cultura e identidad latinoamericanas, la revolución mexicana y los movimientos de reivindicación de nuestros valores autóctonos, como el Muralismo en México, consolidan progresivamente la posición de la cultura como valor, entendiendo por ello la reivindicación de nuestros valores propios frente a la clara simpatía e imposición de las elites latinoamericanas por los valores europeos y anglosajones y angloamericanos7. Esta posición es catalizada por lo que para toda Latinoamérica constituyó la narrativa, lo que se denominó el boom latinoamericano a partir de los sesentas. La narrativa logra explora nuestra identidad a partir de la recuperación de los símbolos y valores autóctonos, con base en una interpretación de los mismos en la cultura popular y la memoria cotidiana de los pueblos latinoamericanos8.

Una tercera posición la representa la reflexión de la cultura como símbolo y tradición que buscaba definir nuestra identidad cultural a partir, precisamente, de una recuperación hermenéutica de los símbolos y tradiciones latinoamericanas. A partir de los setenta, con la consolidación de los movimientos de la Teología de la Liberación9 y de la Filosofía Latinoamericana10, recuperando los movimientos culturales reivindicantes de nuestros valores propios y catalizado todo esto por el impacto de la narrativa latinoamericana en su conjunto empieza a gestarse un movimiento muy significativo, sin duda originado por las réplicas culturales generadas por el Concilio Vaticano II y sus desarrollos de Medellín y Puebla, y de allí su relación inicial con la hermenéutica teológica, que introduce con fuerza una versión laiquizada de la misma y consolida progresivamente una hermenéutica filosófica cuyo principal interés sería la interpretación de la cultura en términos de comprensión de sus símbolos constitutivos, sus mitos y tradiciones11.

En esa línea, la cultura latinoamericana debe ser asumida, en primer lugar, como exploración simbólica. Sin retomar el excesivamente amplio concepto de Cassirer12, sino más bien delimitándolo a las manifestaciones de doble sentido o sentido múltiple que requieren para su comprensión de una interpretación hermenéutica sistemática, tal como lo plantea originalmente Ricoeur13, el proceso de nuestra identidad cultural exige la interpretación de toda la simbólica primaria precolombina, así como su posterior articulación y adaptación a las condiciones socio-económicas y político-culturales impuestas por el descubrimiento, la conquista y la colonia. Los símbolos primarios constituyen la realidad más primitiva de nuestra cultura, los cuales subsisten todavía de múltiples maneras en la cotidianidad de nuestros pueblos sin que sobre ellos se haya ejercido una acción interpretativa profunda que desentrañe su sentido y significación para nuestra época14. El fundamento de la cultura latinoamericana lo define la triple simbólica que cada raza constituyente de nuestro mestizaje (blanca, negra, indígena) aportó a nuestro perfil cultural.

En segundo lugar, la cultura debe ser concebida como interpretación de las tradiciones culturales que han caracterizado el desarrollo socio-histórico de nuestro pueblo15. Los símbolos se desarrollan en mitos y tradiciones y es imperativo definir cuál ha sido su dinámica y de que manera se han articulado y arraigadas en el devenir histórico de la comunidad, en qué términos han prolongado su sentido original y hasta donde han sido deformados por los procesos de transculturación ejercidos por el sometimiento al capitalismo global. Estas tradiciones inmersas en la realidad cotidiana de las comunidades constituyen la memoria que debe ser asumida, interpretada y recreada como condición de posibilidad de toda identidad cultural que pretenda ser integralmente reconstruida16.

Por último, la cultura debe ser considerada también desde el punto de vista de la deformación ideológica sufrida. En el proceso de mitologización de los símbolos primarios17, el cual se articula en las tradiciones constitutivas descritas, necesariamente se produce una sedimentación ideológica que empobrece, esquematiza y manipula los símbolos y tradiciones culturales originales. En este punto, la influencia de los intereses económicos y políticos en la cultura se hace evidente e ineludiblemente tiene que contemplarse su presencia en el desarrollo cultural18. Ignorar esta dimensión es desconocer precisamente los múltiples factores que originan la desidentificación existente, imposibilitando la articulación hermenéutica de los tres dominios (trabajo, poder, lenguaje) y la interpretación integral del fenómeno cultural. Hablar de la cultura sin hacer mención al papel legitimador que ella representa y los intereses que además defiende, histórica y estructuralmente, desarma cualquier análisis que pretende seriamente dilucidar una de las causas esenciales de la cuestión19. En esta línea es la propuesta de Ricoeur de fundir la hermenéutica de la tradición de Gadamer y la crítica de las ideologías de Habermas en una hermenéutica crítica que señalará la dirección de esta interpretación integral de la cultura en América Latina20.

1.2. Sociología de la Cultura

A partir de todo lo anterior quisiera abordar ahora la cultura política en lo que considero son las variables que tienen que ser exploradas para una caracterización de la misma en el contexto latinoamericano y colombiano, retomando por supuesto su desarrollo histórico-estructural pero intentando dar un paso adelante que permita mostrar la plausibilidad de la misma en términos disciplinarios pero también como instrumento de interpretación política sobre la cultura. En ese orden, sin duda hay una serie de problemáticas que definen tanto la metodología como el carácter que la cultura política posee en nuestro contexto y que, ya sea abordadas aisladamente o en conjunto, definen lo que, desde una hermenéutica crítica, constituye el estatuto epistemológico de la cultura política y su situación y proyecciones actuales.

1.2.1. Cultura política y sociedad híbrida 

Una problemática sustancial es la del carácter híbrido de nuestra sociedad que se ha manifestado en tres tipos de subproblemas recurrentemente abordados por el pensamiento latinoamericano: el primero, el del carácter de nuestra identidad, polarizada, según vimos en Leopoldo Zea21, entre dos proyectos históricos que no han logrado conciliarse: el conservador y el progresista. El segundo, ya desde una visión más práctica aunque no menos filosófica, como en Colombia lo ha presentado Rubén Jaramillo o Rafael Gutiérrez Girardot o en otras latitudes José Joaquin Brunner22, es la tensión entre premodernidad, modernidad y postmodernidad, y, finalmente, desde la sociología de cultura, García Canclini, con su planteamiento de América Latina como una cultura híbrida23. En este apartado quisiera mostrar, desde la reflexión sociológica, el fundamento social de esta discusión que constituye el piso empírico de las disquisiciones filosóficas y el sustrato real de cualquier caracterización de la cultura política.

Sin duda América Latina, histórica, económica, social y políticamente, puede enmarcarse en la categoría weberiana de sociedad tradicional24. La sociedad tradicional se encuentra regida por un tipo mixto de dominación tradicional-carismática que, en términos generales, se caracteriza por una legitimación del poder a través de las tradiciones constituyentes y constitutivas de una comunidad, una estructura patriarcal-vertical obedecida devotamente sin ser susceptible de ser cuestionada, una identificación afectiva con el orden socio-cosmológico que rodea al agente social, un reconocimiento emotivo de las condiciones de mando del líder. En este marco, el poder es limitado por normas tradicionales y la autoridad se ejerce a discreción (así se disfrace de pseudoformalismos positivizados), acudiendo a la figura del líder como factor de cohesión estructural, sin un cuadro administrativo profesional y sirviéndose de seguidores y adeptos para el ejercicio de las funciones del Estado, sin una clara distinción de funciones y cargos que reducen la función del Estado al cumplimiento de los mandatos personales del líder y la manutención de privilegios de casta.

La sociedad moderna, por el contrario, fundamenta su legitimación en una dominación legal-racional, donde el derecho es estatuido de un modo racional, con arreglo a fines y no a valores, respondiendo a un universo de reglas Abstractas y no personalizadas, donde el mismo soberano (príncipe o asamblea) respeta un orden legal impersonal y el dominado respeta, por ese mismo carácter el orden institucional representado en el derecho. La estructura de la dominación se revela así como una autoridad que se expresa a través de políticos profesionales, ejercida por cuadros administrativo-burocráticos, libres y calificados, organizados a través de una jerarquía administrativa con funciones delimitadas en el marco de un orden donde ciudadanos y funcionarios obedecen por igual a un orden jurídico-legal impersonal25

En este punto, la dicotomía se da entre un tipo de legitimación sustantiva y una legitimación procedimental, básicamente. Pero en las sociedades tradicionales en transición la situación es mucho más compleja por que a su interior se reproduce no solo las dicotomías propias del conflicto entre las estructuras tradicionales y las modernas, sino que el proceso de globalización proyecta en la periferia las contradicciones que en el mismo sentido vive la sociedad capitalista avanzada en los centros del poder mundial.

Pues bien, además de la eclosión de concepciones de legitimidad que estallan en el momento en que las estructuras modernas comienzan a horadar la sociedad tradicional, a este de por si extenso fraccionamiento proveniente de la multiplicidad de castas agonizantes, culturas y subculturas, clases y fracciones de clase existentes en esas sociedades en transición estructural, se suma, por el efecto globalizador de la sociedad postmoderna, de parte del mundo postindustrial, y por las políticas neoliberales de apertura económica, de parte del mundo tradicional en transición, un espectro adicional y supremamente problemático y complejo de concepciones y contraconcepciones de legitimidad postliberales provenientes de los centros de poder mundial, bosquejando así un choque tectónico de placas legitimadoras en tensión al interior de las sociedades tradicionales que no encuentran el instrumento de conciliación que les permita reiniciar su desarrollo socio-institucional con garantías suficientes de estabilidad.

En ese orden, el proceso de racionalización occidental, conceptualizado por Weber en su primera etapa, no se detiene y, por el contrario, se acelera en el último siglo. En el puntilloso análisis de Habermas se muestra26 de qué forma la racionalidad instrumental deviene racionalidad funcional y posteriormente sistémica, constituyéndose en una segunda etapa estructural del proceso de racionalización occidental que Weber describiera en sus orígenes. En este nuevo marco, la dicotomía weberiana entre legalidad y legitimidad, que caracterizó a la modernidad, se mantiene e, incluso, se reformula en una nueva dimensión: la de la sociedad organizada y concebida como sistema, que el funcionalismo y la teoría de sistemas han intentado describir e interpretar, mostrando el carácter funcional-sistémico que el mundo postcapitalita o el capitalismo global postfordista ha adquirido en la época postmoderna27. Talcott Parsons y, posteriormente, Niklas Luhmann ofrecerán versiones complementarias de ese desarrollo en el cual la sociedad se transforma en un sistema social primero fundado en la dinámica de las funciones de sus subsistemas y, posteriormente, en la complejidad autorreferente de sus sistemas sociales, definiendo con ello los marcos sociológicos básicos desde donde intentar conceptualizar las sociedades en transición estructural y los procesos que determinan la cultura política a su interior.

Pero es indispensable dar un paso adelante en estos análisis propios de la sociología teórica que nos proporcionan los abordajes macroteóricos de partida y adentrarse, además, en las interpretaciones sociológicas de la sociedad postmoderna que nos dan la clave del fenómeno de la globalización y su impacto potencial en nuestra sociedad, para ofrecer la panorámica integral de la hibridez latinoamericana y el amalgamiento de tres tipos de sociedad, la tradicional, la moderna y la global, y de tres temporalidades básicas: la premodernidad, la modernidad y la postmodernidad. Más que de nuestra soledad, parafraseando a García Márquez en su discurso de aceptación del Premio Nobel en Estocolmo, tal es la dimensión de nuestra condición histórica.

En efecto, las sociedad(es) contemporánea(s) enfrentan desde hace casi medio siglo –en un proceso que el derrumbe del socialismo real en 1989 aceleró– una profunda reestructuración que ha intentado ser conceptualizada desde diferentes perspectivas “post”: postindustrial, postfordista, postliberal, posthistórica, postinternacional, postmetafísica28. Lo cierto es que tras estas transformaciones segmentadas se encierra lo que Lyotard intento sintetizar con su ya famosa expresión “condición postmoderna” y que el teólogo progresista –excomulgado por el Papa Ratzinger– Hans Küng quiso definir como un concepto heurístico de búsqueda de sentido de una nueva edad histórica que, sin duda, por estar en transición no logra ser captada con claridad y transparencia29.

En los últimos 15 años, esa condición ha sido abordada sistemáticamente por el pensamiento sociológico precisamente para dar cuenta de las fracturas, transformaciones y tendencias que se vienen produciendo, las nuevas condiciones sociales que se evidencian y las subjetividades políticas que se manifiestan en tales contextos, en especial en las sociedades del primer mundo que por los procesos de globalización que se acentúan desde los 90’s empiezan a hibridizarse en las sociedades periféricas30.

A los modelos sociológicos clásicos que intentaban dar testimonio de la situación moderno-temprana (Weber), transicional (Parsons) y, más recientemente, moderno-tardío (Luhmann), se suman a partir de los 80’s, estudios que pretenden caracterizar esta nueva sociedad global en toda su paradójica y etérea complejidad: Giddens, Bauman, Beck, Castels, Offe, Beriain, se acercan a sus diferentes manifestaciones intentando fijar más que una radiografía inmóvil, una secuencia de resonancias que nos revela los flujos de estas nuevas nerviosidades que constituyen la época actual31.

Podría pensarse entonces que nos encontramos ante un abanico de opciones que, como sostiene Beriain, se nos presenta como uno o varios proyectos que confrontan a la modernidad desde uno premoderno, o desde otro postmoderno. Pero aquí se revela el carácter paradójico de la cultura política contemporánea, la ambivalencia que la define, el riesgo mismo que una u otra opción supone o que todas o ninguna suponen ya optando o no por ellas. La modernidad es un proyecto múltiple, un punto de partida común con diferentes puntos de fuga. La modernidad ha impuesto una condición de “no retorno”. De una u otra manera, nos encontramos frente a proyectos que reaccionan frente a la modernidad, en una dirección u otra, pero que no pueden –y en cierto sentido no quieren– negar la modernidad misma. Se trata más bien de un “golpe de timón” que la reoriente en una dirección u otra, pero a sabiendas de que en ningún caso la marcha atrás –la historia no lo permite tampoco– es una posibilidad plausible32.

1.2.2. Neodemocracias, cultura política y autoritarismo

La hipótesis de trabajo que durante años ha orientado nuestras investigaciones y reflexiones ha sido la siguiente:

La cultura política latinoamericana en general, como la colombiana en particular, puede caracterizarse por el traslapamiento de tres temporalidades (premodernidad, modernidad, postmodernidad) y sus consecuentes paradigmas políticos representativos sin una relación de continuidad o discontinuidad natural entre las mismas, lo que evidencia el carácter híbrido estructural de nuestras sociedades. Ello genera tanto las tensiones internas entre los paradigmas correspondientes a cada temporalidad como las contradicciones performativas entre las temporalidades entre sí, lo que se manifiesta en una identidad político-cultural sustancialmente difusa, en tensión entre los tres vórtices hacia los que cada una se inclina, propiciando ya una ruptura conceptual que impide decantar mínimamente una conciencia política definida, ya una indiferencia y/o escepticismo políticos que, en ambos casos, se resuelve en la vuelta a formas de legitimación tradicional-carismáticas y, en el marco de lo anterior, a proyecciones autoritarias mimetizadas en posturas pseudoauténticas de carácter premoderno, moderno o postmoderno.

Si partimos de la triple condición sociológica de América Latina que, desde diferentes miradas, da cuenta de su hibridez, de la coexistencia tanto de tres tipos de sociedades, en términos de tipos sociológicos, como de tres temporalidades, tenemos que aceptar las tensiones entre los modelos de democracia y ciudadanía que se infieren de ellos y, en ese orden, los contradicciones entre los tipos de cultura política que de ellos se derivan.

Podemos establecer tres tipos de tensiones binarias a nivel sociológico entre sociedad tradicional-sociedad moderna, sociedad moderna-sociedad funcional, sociedad funcional-sociedad postmoderna, y por tanto, entre los diferentes modelos de democracia y ciudadanía correspondientes a cada uno de ellos. Esto último nos lleva a tensiones entre democracia restringida/ ciudadano virtuoso vs democracia formal/ciudadano privado, democracia formal/ciudadano privado vs. poliarquía/elites tecnocráticas y poliarquía/ elites tecnocráticas vs. democracia sistémica/elites globales. Algunas de estas tensiones son más intensas y otras menos, pero en general podemos considerar que constituyen tensiones, contradicciones y conflictos de diferente magnitud al interior de este tipo de sociedades tradicionales en transición estructural.

Esto nos lleva a una situación análoga entre los tipos de cultura política derivadas de ellos, en una tipología no muy lejana a la sugerida por los estudios de Almond & Verba, tomándola en este caso como una mera pauta heurística y propedéutica. Así, la cultura política tradicional (fundada en la autoridad de la tradición o el líder, la jerarquía, la comunidad, la tríada valores-eticidad-bien común, la democracia restringida) se confronta la cultura política moderna (fundada en la tolerancia, el pluralismo, bienestar general, el Estado de derecho-nación, la triada principios-moral-justicia, la democracia representativa) y con éstas la cultura política global (fundada en el reconocimiento, la diferencia, el multiculturalismo, el Estado transnacional y megamercado, la justicia distributiva, la ciudadanía en tanto opinión pública global).

Quisiera traer a colación una categoría estructural desde la cual intentar definir esta hibridez para comprender la cultura política en América Latina desde una condición particular:

…conviene entender esa identidad como el producto de un campo de fuerza de impulsos no totalizadores y en pugna que se oponen a cualquier forma de integración armoniosa… emerge como el punto nodal dinámico de esas tres fuentes y queda suspendida en el medio de un campo de fuerzas socio-culturales sin gravitar hacia ninguno de sus polos…33.

La cultura política latinoamericana puede definirse como suspendida en el vórtice de tres fuerzas que la mantienen inmovilizada entre la premodernidad, la modernidad y la postmodernidad políticas, sin que se incline hacia ninguno de sus flancos de manera categórica y concluyente. Podríamos definirla como un balanceo entre sus polos, inclinándose en unas circunstancias sociohistóricas y políticas específicas hacia uno o hacia otro según las particulares condiciones y circunstancias.

El punto en preguntarse cuales son los puntos de fuga que históricamente tal situación de tensión e indefinición estructural, que mantiene latentes situaciones de crisis, puede proyectar a mediano plazo. Uno es sin duda la etitización de la vida pública, es decir, el surgimiento de una eticidad dominante que, catalizando el tipo de legitimación tradicional-carismática, descolla entre las otras e impone sobre el conjunto su orientación hegemónica.

Una segunda, es la posición de relativismo, escepticismo e indiferencia, propia de las nuevas subjetividades postmodernas, catalizando igualmente el tipo de legitimación autorreferencial sistémica ajena a las dinámicas y reclamos ciudadanos. Entre esas opciones la salida a mediano plazo siempre parecerá inclinarse hacia el autoritarismo en cualquiera de sus formas, como la única forma de imprimirle una dirección determinada a los procesos políticos, y superar las situaciones de inestabilidad y crisis políticas consecuentes.

En una investigación adelantada en lo que los autores denominaron neodemocracias a partir de la década de los noventa el estudio concluía, en idéntico sentido, que

… la carencia de una cultura cívica es la razón genérica que con mayor frecuencia se aduce para tales fracasos, o bien las masas son “premodernas” en sus formas básicas y en sus marcos cognoscitivos y, por lo tanto, incapaces de sentir empatía hacia los que no pertenecen a su tribu, clan o culto inmediato y, por lo tanto, tampoco de aceptarlos como ciudadanos con los mismos derechos o bien son “postmodernos” y tienen sentimientos de solidaridad tan desgastados, identidades tan diferenciadas, subjetividades tan desencadenadas y actitudes hacia la acción política tan cínicas, que pierden toda confianza en su propio papel como ciudadanos…34.

Offe & Schmitter establecen ahí lo que denominan paradojas y dilemas intrínsecos y extrínsecos que caracterizan este tipo de neodemocracias poniendo en riesgo no solo su estabilidad sino plausibilidad. Entre los dilemas extrínsecos plantean como la persistencia de oligarquías, lo que denominan free riding, los ciclos de mayorías, la misma autonomía funcional del sistema económico, la corrupción y dilapidación y la sobrecarga e ingobernabilidad ponen en entredicho condición democrática.

Pero igualmente las pone en entredicho lo que denominan dilemas extrínsecos, tanto de abajo hacia arriba, como de arriba hacia abajo. Entre los primeros plantean la intolerancia, la persistencia de desigualdades agudas, los conflictos étnicos, las disputas de fronteras, la seguridad externa y la inseguridad interna, la distribución capitalista. Entre los segundos, de arriba hacia abajo, las coaliciones, las elites políticas, los actores estratégicos perturbadores y los poderes fácticos existentes.

El diagnóstico del estudio empírico de Offe & Schmitter y que atañe a la cultura política de nuestras latitudes es que las neodemocracias en proceso de consolidación a partir de los noventa enfrentan tres tipos de retos: el desencanto y la desmotivación, la imposibilidad de estabilización y un espectro de conflictos culturales, políticos y sociales heredados de sus anteriores condiciones difícilmente superables a corto y mediano plazo. En ese contexto, puede anticiparse, la salida autoritaria está en el orden del día como primera opción ante las crisis institucionales.

La salida hacia el autoritarismo que en esta situación de indefinición parece caracterizar la cultura política contemporánea requiere una consideración crítica de la tipología del mismo (tiranía, despotismo, bonapartismo, totalitarismo, dictadura) y en especial el carácter de democracias autoritarias de corte schmittoniano que las sociedades liberales, en especial después del 11/S, han paulatinamente adoptado. La democracia constitucional empieza a coexistir con formas de autoritarismo que fácilmente se mimetizan en el Estado de derecho.

1.3. Tipología de la cultura política

La especificidad disciplinaria del concepto para la ciencia política se la confieren los estudios de A&V que la proyectan como una categoría estructural para la comprensión de las democracias occidentales. El concepto de partida establecía la cultura política como el conjunto de orientaciones específicamente políticas de los ciudadanos hacia el sistema político, sus partes componentes y uno mismo como parte del sistema proponiendo un aparato metodológico para la comprensión de la cultura política con base en la exploración de tres dimensiones de la relación agente-sistema político35.

El escrito –sin mencionarlo– es un intento, primero, por traducir a categorías funcionalistas, en boga en ese momento en la naciente Ciencia Política en USA, los tipos weberianos de dominación tradicional, carismática y legal-racional que no habían sido asimilados por la disciplina en consolidación en el contexto angloamericano. Y, segundo, por precisar, desde lo que los autores definen como cultura política, los presupuestos que a un nivel más primario y fundamental tienen que ser considerados en el análisis de los sistemas políticos36.

El estudio intentaba definir, en primer lugar, la cultura política:

… el término cultura política se refiere a orientaciones específicamente políticas, posturas relativas al sistema político y sus diferentes elementos, así como actitudes relacionadas con la función de uno mismo dentro de dicho sistema. Hablamos de una cultura política del mismo modo que podríamos hablar de una cultura económica o religiosa. Es un conjunto de orientaciones relacionadas con un sistema especial de objetos y procesos sociales37.

Y más adelante precisaban la pretensión interdisciplinaria que, sin embargo, su sesgo funcionalista nunca les permitió potenciar plenamente:

Pero también escogemos la palabra cultura política… porque nos brinda a posibilidad de utilizar el marco conceptual y los enfoques de la antropología, la sociología y la psicología38.

Y enseguida puntualizan:

Cuando hablamos de la cultura política de una sociedad, nos referimos al sistema político que informa los conocimientos, sentimientos y valoraciones de su población. Las personas son inducidas a dicho sistema, lo mismo que son socializadas hacia papeles y sistemas sociales no políticos. Los conflictos de culturas políticas tienen mucho en común con otros conflictos culturales, y los procesos políticos de aculturación se entienden mejor si los contemplamos en los términos de las resistencias y tendencias a la fusión y a la incorporación del cambio cultura en general… La cultura política de una nación consiste en la particular distribución entre sus miembros de las pautas de orientación hacia los objetos políticos39.

El punto aquí era precisar los tipos de orientación política y las clases de objetos políticos que podían definir el carácter de la cultura política propiamente dicha. A&V definen tres tipos de orientación, entendiendo por esta los aspectos internalizados de objetos y relaciones de la línea funcionalista de Talcott Parsons: la cognitiva que define conocimientos y creencias del sujeto frente al sistema político, tanto en términos de sus aspectos políticos (inputs) como administrativos (outputs); la afectiva, que determina sentimientos en torno a los componentes del sistema político; y la evaluativa que establece los juicios y opiniones sobre el funcionamiento de las instituciones del sistema político.

Una vez afinado el instrumento, A&V procedían a su tipologización de la cultura política en tres modelos predominantes según la aplicación del mismo: una cultura parroquial donde primaba la tradición cultural frente al sistema político, una cultura de súbdito que establecía relaciones de subordinación con el agente y una cultura de participación que propiciaba una relación activa del ciudadano frente al sistema político.

Por supuesto, la cultura política de participación definía la cultura cívica que no solo determinaba la estabilidad del sistema liberal-democrático (recordemos la importancia de la categoría de estabilidad para el funcionalismo) sino que se proyectaba como la precondición para la modernización política, una ciudadanía madura y procesos de democratización consistentes. El agente en este tipo de cultura política tiene un rol activo frente al sistema político, aunque sus sentimientos y evaluaciones puedan oscilar entre el rechazo y la aceptación del mismo.

2. mitos de estado-nación en colombia

Otra problemática estructural para la cultura política sin duda la de los mitos del Estado-Nación que son una variable clave en los procesos de construcción de estos40. En efecto, los mitos del Estado-Nación se constituyen en una pieza esencial en la consolidación de los mismos y de ahí que sean una variable que tiene que ser abordada desde una perspectiva crítico-hermenéutica integral, a diferencia de la otra tendencia para la cual esta no tiene mayor significación.

Quisiera tomar como base de esta reconstrucción, la tipología de los mitos que recoge Miguel Ángel Urrego que nos permite, de una parte, visualizar la panorámica que el mito tiene para los Estados-Nación como construcción simbólica de los mismos en el contexto latinoamericano y, a partir de allí, problematizar lo que estos han sido para Colombia, particularmente41. Podemos establecer varios tipos de mitos del Estado-Nación: los mitos fundacionales, los mitos de combate y los mitos de finalidad.

En primer lugar tenemos los mitos fundacionales o mitos de origen sobre los que se funda el Estado-Nación, esa comunidad imaginada que nos compone. En México, por ejemplo, anota Urrego, un mito de origen consistió en la creencia –en gran parte cierta– de que los mexicanos son los herederos de las primeras naciones que habitaron Tenochtitlán y del que derivan su particular nacionalismo. Mito que después va sufriendo un interesante proceso de remitologización que puede ser comprendido claramente a la luz de la hermenéutica del símbolo como la han planteado los fenomenólogos de las religiones y que se manifiesta en la resimbolización que igualmente sufre en el mito de la Virgen de Guadalupe, una figura paradójicamente anterior a la conquista que logra conciliar el primero con el cristianismo evangelizador que ya era fruto de un proceso de transculturación.

Un mito análogo lo encontramos en Perú y el Imperio Inca como símbolo de nacionalismo, si bien no tan acentuado como en México: los incas y su organización política constituyen el fundamento simbólico de la nación. Igualmente en Estados Unidos, el mito de la “tierra de libertad y oportunidades”, de origen calvinista, configura la excusa para el genocidio de las poblaciones nativas y más tarde, junto al del “destino manifiesto”, el de la misma proyección imperialista norteamericana. Frente a estos, Colombia se revela como carente de un mito fundacional fuerte por la inexistencia misma de cultura amerindia única o dominante en nuestro territorio.

En segundo lugar encontramos los mitos de combate, resistencia o conquista, donde también caben héroes nacionales o mártires de la nación que cohesionan su imaginario simbólico. Aquí podemos remitirnos a héroes de la Independencia, particularmente, a guerras de defensa o agresión, incluso, que permiten consolidar una imagen de nación entre la población. En este punto, las elites colombianas, a juicio de Urrego, igualmente han institucionalizado una idea de la conquista pacifica del territorio con expresiones aisladas de resistencia, razón por la cual hay una carencia de héroes prehispánicos pese a ejemplos en contrario (la Cacica Gaitana, por ej.) y un desconocimiento generalizado de acciones de resistencia indígena y negra. En ese contexto, al menos para Colombia, la guerra se va consolidando como mito estructural de la nación colombiana (nueve guerras civiles en el siglo XIX) y, más tarde, la violencia misma que ha negado la posibilidad de construir un mito de trascendencia de carácter fundacional o de finalidad, se constituye en uno de los mitos por excelencia, con el claro propósito de justificar prácticas autoritarias y modelos de democracia restringida y excluyente sobre la población.

En tercer lugar están los mitos de finalidad: la idea de un destino nacional predeterminado o por construir, como fuera el caso en Estados Unidos. En efecto, junto al mito fundacional de la “tierra de libertad y oportunidades”, como bien lo muestra Zea42, iba aparejado –ambos originados en el protestantismo calvinista del colono– el mito del “destino manifiesto”. Estados Unidos evidencia así una larga elaboración histórica de conciencia colectiva en la cual el mito de un destino nacional predeterminado o por construir toma fuerza y empieza a ser profundamente interiorizado en la historia nacional. Desde esta mitificación de su papel, Estados Unidos se concibe como destinado por Dios a defender libertad en el mundo y propagar la democracia liberal. En América Latina, varios países han rescatado el elemento indígena o nacional de su historia y los proyectan como mito de finalidad, pese a la discriminación fáctica de las poblaciones indígenas por parte de las elites, si bien es un proceso que empieza a revertirse con la llegada al poder de gobiernos de arraigambre popular, indígena o de izquierda en Latinoamérica. En ese ámbito, tampoco se vislumbra en Colombia la consolidación de mito de finalidad, salvo el que las elites del país se empecinan en proyectar como aliado incondicional de Estados Unidos.

Sin embargo, una exploración sistemática sobre los mitos en Colombia –que puede ser tomada en términos propedéuticos por los estudios de cultura política particulares en otros países del subcontinente– permitiría comprender la dinámica adquirida por esta simbólica primaria y secundaría, es decir, mítica e ideológica, que puede detectarse en la historia del país. En efecto, un recorrido ligero nos permite detectar una serie de mitos que, sin lograr cohesionar a la nación fracturada que compone a Colombia, alcanza determinados y esporádicos niveles de consistencia nacional, tanto histórica como míticamente, gravitando en esa conciencia fragmentada de la nacionalidad desde sus diferentes interpretaciones para sedimentarse finalmente como residuos, muchas veces aislados e inconexos, de una representación e identidad colectiva por reconstruir. La cultura política pasa, en cada contexto, por esa tarea de reconstrucción hermenéutica. De allí la imposibilidad de intentar pensar toda América Latina y simplemente señalar, propedéutica y heurísticamente, como emprender tal trabajo simbólico en cada latitud nacional.

Esto queda claro en la siguiente propuesta de tipificación. Podemos establecer un mito de nación dominante en la historia de Colombia que se ha ido reciclando a lo largo de su vida constitucional, por lo menos, frente a mitos que, por la periferización a que han terminado siendo sometidos, han adquirido, en algunos casos, rango de mitos de resistencia y al(os) cual(es) se han sumado unos submitos democrático-populares, así como al mito dominante se le han sumado igualmente mitos autoritario-populares. Cada mito de Estado Nación ha venido aparejado de un modelo de democracia restringido excluyente o incluyente, según el momento y las circunstancias históricas y políticas lo permitieran.

Ciertamente, el mito de la Regeneración es el mito dominante en la historia del país, si bien es un mito que confronta al primer mito con pretensión nacional: el Mito del Olimpo Radical que constituye el primer proyecto de modernización, si no de modernidad, en Colombia: el establecimiento de una sociedad laica y amplias libertades individuales y políticas, la ampliación de la ciudadanía, la inclusión popular en la nación, el ideario de modernización económica y política, la separación Iglesia-Estado, el progreso económico bajo el modelo moderno europeo-norteamericano, el federalismo como forma del Estado y el impulso a la cultura y la educación, entre tanto otros sobre los que no me puedo detener, muestran la ambición del proyecto radical. Aparejado a este encontramos un modelo de democracia restringida, como la que siempre ha caracterizado al país, pero de carácter incluyente, en términos simbólicos.

Frente a este mito por lo menos con pretensiones de modernidad –y así queda marcado en sectores y fragmentos del imaginario colectivo– el mito de la Regeneración establece la contraparte. Aquí queda manifiesto lo que Leopoldo Zea observaba como el conflicto que caracteriza todo el siglo XIX en Latinoamérica entre el proyecto conservador y el proyecto civilizador, que en otras latitudes logró triunfar o conciliar pero que en Colombia definió uno de sus rasgos identitarios más representativos: el tradicionalismo, el conservatismo, el autoritarismo. Como bien lo puntualiza Urrego, es la Regeneración la que establece la institución del himno nacional, el catolicismo y la hispanización como ideal nacional, los símbolos nacionales que hasta hoy se reivindican: la “patria” el Sagrado Corazón, la etitización católica de las virtudes, expresión de una sociedad feudal e intolerante, la negación absoluta de las doctrinas liberales y socialistas frente a las que se impone al derrotar al liberalismo radical, la simbolización del sentimiento nacional (el escudo, el himno, los iconos religiosos) intolerancia religiosa y política y el respice polum (mirar al norte, a Estados Unidos) en política exterior como expresión de sometimiento incondicional por parte de las elites y, por extensión, del país al Imperio (la entrega de Panamá y el canal, la Guerra de Corea donde es el único país latinoamericano que participa, la “traición” a la solidaridad latinoamericana cuando es el único país que no apoya a Argentina en la guerra de las Malvinas, la incondicionalidad vergonzosa y vergonzante en política exterior a los Estados Unidos). Por supuesto, aparejado con esto va un modelo de democracia restringida excluyente: la hegemonía conservadora en toda su exuberancia y autoritarismo que se prolonga por 44 años y que, en últimas, impone en la conciencia colectiva este estigma de identidad definitorio hasta el día de hoy de nuestro ser “nacional”.

Posteriormente nos encontramos entonces con un nuevo mito: el Mito de la República Liberal que, sin embargo, no logra consolidarse políticamente aunque si lo hace simbólicamente como expresión de contestación y confrontación con el conservatismo y su Mito de la Regeneración, lo que irónicamente no logran catalizar los nacientes movimientos políticos socialistas, siempre dispuestos a respaldar los intereses “nacionales” de las elites liberales criollas, lo que termina por definir uno de sus rasgos identitarios. El liberalismo no apuntala una elaboración simbólica moderna y su antinorteamericanismo es apenas parcial durante el primer gobierno de López Pumarejo. El sentimiento nacional se espacializa en plazas, parques, obras de ingeniería y arquitectura, etc. (en contraste con el carácter carismático del sentimiento nacional tradicional).

Pero ya aquí y desde este momento se empiezan a bosquejar unos submitos autoritarios (ni siquiera populares) que igualmente van a caracterizar dramáticamente la identidad colombiana. Además del Mito de la Violencia, que adquiere la estatura de tal, en el contexto de la violencia que estalla a partir del asesinato de Gaitán, surgen estos oscuros personajes que encarnaron la violencia oficial y que fueron conocidos como los chulavitas (por el pueblo en Boyacá, a unas cuantas horas de la capital Bogotá) de donde provenía la policía política del régimen pero, de manera más generalizada, los pájaros, asesinos reclutados por el conservatismo para asesinar a los liberales en las zonas rurales especialmente. Esa triste figura mítica ha vuelto a resurgir hoy en día con los llamados “paramilitares” en Colombia y, últimamente, las llamadas “Águilas Negras” cuya alusión a las aves reedita las semblanzas de los buitres y las aves de rapiña que en la década de los cincuenta seguramente originaron su nombre.

Hay que observar que el Mito de la Violencia adquiere una doble significación: de una parte, hace referencia a expresiones de violencia primaria (corte de franela, etc.) que evidencian el carácter arcaico y premoderno de cultura política en un país que no ha conocido la modernidad y en tal sentido sus causas han sido prolijamente estudiados por investigadores. Pero, de otra parte, le ha servido a las elites colombianas para, precisamente, convalidar y proyectar la idea de un pueblo violento por naturaleza, primitivo en sus expresiones políticas que requiere, por tanto, de la violencia estatal o paraestatal para entrar en sus cauces. El mito de la violencia terminó justificando la violencia de las elites contra el pueblo.

El siguiente mito es el Mito del Frente Nacional que institucionaliza un bipartidismo restrictivo (milimetría burocrática) en Colombia y recicla no solo el Mito de la Regeneración sino también el modelo de democracia restringida excluyente de nuevo. En el marco de la Guerra Fría la agresión externa y el comunismo internacional se convierten en el leiv motiv de la exclusión de toda oposición política y se inicia en el país otra constante desde entonces: la condena y criminalización de la protesta popular. Por contraste a nuestra débil identidad nacional, el nacimiento de la televisión será el origen de mitos mediáticos artificiales de proyección nacional (la selección de fútbol, el Reinado Nacional, las telenovelas, etc.) que intentarán afianzar desde sus pautas pseudoculturales un imaginario colectivo que consolida mediáticamente un ethos de resignación e indiferencia, funcional a la dominación de las elites.

En el discurrir histórico que hemos hecho, surge después el Mito de la Constitución del 91 que sin prejuicios a todas luces funda un proyecto de modernidad integral en Colombia, con un Estado social de derecho como instrumento de paz y reconciliación, un catálogo de derechos fundamentales y un modelo de democracia participativa incluyente diametralmente opuesto al concebido y realizado por la Constitución de 1886, bandera de la Regeneración.

Como puede quedar claro en este recorrido por los mitos de Estado-Nación en Colombia que gravitan en el imaginario colectivo del país, aunque sus interpretaciones sean las más de las veces polarizantes, expresión de la sociedad tradicional en que vivimos, esta inercia autoritaria que ha caracterizado la cultura política colombiana y que se revela en los mismos permite comprender las amenazas que se ciernen sobre un proyecto de modernidad como el de la Constitución del 91 y el porqué del desmonte autoritario, lento pero inexorable, de la misma y los retos que tiene para sobrevivir.

3. Cultura mafiosa en colombia

3.1. Antecedentes

La cultura mafiosa en Colombia es un fenómeno inocultable. Se venía perfilando desde la década de los setenta a nivel nacional, si bien ya tenía antecedentes regionales tanto en la Costa Caribe como en el interior en el contrabando tan propio a las ethos de la primera, como en el negocio de las esmeraldas, en el altiplano cundiboyacense, particularmente. Ambas situaciones se verían más tarde catalizadas durante la bonanza de la marihuana tanto, de nuevo, en la región costera por la famosa marihuana de la Sierra Nevada, como en el altiplano, paso obligado de otra famosa variante cultivada en los llanos orientales.

Alfredo Molano daba esta lectura del fenómeno en sus orígenes:

En nuestro medio hay una herencia política que va de los chulavos y pájaros de los años 50, pasa por las bandas de esmeralderos y contrabandistas de los 60 y 70, y entrega su legado a los narcos, llamados mágicos –juego burlón con la palabra mafia–, que reinan hasta hoy y que ya compraron boleta “a futuro” bajo el nombre de “los emergentes”. Fue sin duda la aristocracia del país –blanca y rica– la que primero sintió, resintió y ridiculizó los síntomas externos de la mafia, su cultura extravagante, irrespetuosa, presuntuosa, que construía clubes sociales completos si le negaban la entrada a uno, que compraba los más lujosos carros, los más finos caballos de paso, las haciendas más linajudas, los jueces más rigurosos, los generales más amedallados, en fin, que se puso de ruana todos los valores de la autodenominada ‘gente bien’, que descubrió pronto, para su propia fortuna, que era mejor asociarse a la mafia que luchar contra ella. Y así lo hizo43.

Ya entonces se apreciaban como expresiones exóticas en este provinciano país esas primeras manifestaciones de la cultura mafiosa que se distinguían por una ostentación de mal gusto rechazada por una sociedad todavía apegada a sus tradiciones y formalismos. Pero lo exótico fue dando paso a lo cuasievidente que, sin embargo, por esa misma pacotería de sus élites, se intentaba mimetizar con el remoquete casi divertido de los “mágicos”, haciendo alusión a que ya el dinero mal habido hacia aparecer de la noche a la mañana lo que se quisiera, aunque el Estado ya tenía claro, a través de la ventanilla siniestra del Banco de la República, cuanto podía ello favorecer a las todavía exiguas rentas nacionales44.

La represión contra la marihuana, que paradójicamente le abrió las puertas a la producción en Estados Unidos, ambienta lentamente la producción de cocaína, no solo en Colombia sino en la región andina en general, e instaura una cadena que ha sido imposible de desmontar y cuya política de represión, en la periferia, se ha centrado en sus dos eslabones más débiles: la producción y el narcotráfico, sin realmente combatir el consumo, la distribución y la financiación en los países del centro. Imposible de desmontar como el capitalismo mismo pues que negocio, legal o ilegal, que pueda tener un rendimiento del 6000/100 ¿puede desmontarse en una economía global de mercado? La droga terminaba siendo funcional al capitalismo mismo.

Pero el costo para Colombia, particularmente, por ser un país geográficamente clave para el procesamiento y tráfico de la droga en general ha tenido efectos devastadores. A finales de los ochenta, el narcotráfico comprende la importancia de extender sus tentáculos al interior del Estado y concibe una estrategia, podríamos decir simple, de penetración del congreso. En ese momento ya era claro que en el congreso existían sectores de parlamentarios con nexos con el narcotráfico pero lo que ya se bosquejaba era la intención de los propios “capos” por acceder al congreso, sin duda para ampararse por la inmunidad parlamentaria que en ese entonces todavía imperaba en Colombia. Estrategia que es detenida parcialmente, en especial por la resistencia que representó entonces Luis Carlos Galán y el Nuevo Liberalismo y que le costaría la vida a Rodrigo Lara, Ministro de Justicia del gobierno Betancur, y más tarde al mismo Galán, líder del movimiento.

Lo que se da después consagra el trágico destino de Colombia. La influencia del narcotráfico se proyecta dentro de la Constituyente y logra el mandato constitucional de la no extradición que había sido su bandera desde hacia años (“Preferimos una tumba en Colombia a una cárcel en Estados Unidos”). Pese a la aparente sumisión de Pablo Escobar, rápidamente la farsa de su sometimiento a la justicia queda al descubierto y la alianza del Estado para lograr su recaptura inicia, por la vía pragmática de “el fin justicia los medios” lo que podríamos denominar la colonización mafiosa del Estado en dos sentidos: primero, por la alianza Estado-mafia que se concreta desde ese momento y, segundo, estrechamente ligada aunque paralela, por la lucha que el narcotráfico desencadena contra la guerrilla en el campo que ambienta y concreta su alianza con las élites regionales, terratenientes y ganaderas particularmente, que en poco tiempo daría nacimiento al paramilitarismo en Colombia45.

La presencia de dineros calientes en la campaña triunfante de Ernesto Samper Pizano en las elecciones de 1994 consagra definitivamente la estrategia de colonización concebida por el narcotráfico que ya entonces, gracias a las “convivir” (cooperativas para la administración de justicia privada con uso legítimo de armas largas) y al apoyo e impulso institucional que reciben en la gobernación de Álvaro Uribe Vélez en Antioquia, estrecha lazos con el paramilitarismo en su lucha contra la guerrilla, creando así un poderoso dispositivo militar para oponérseles46.

La fallida estrategia del Gobierno de Andrés Pastrana Arango por concretar un proceso de paz con las Farc y la doble táctica de éstos de fortalecerse a su sombra, se cataliza en dos direcciones: la necesidad del narcoparamilitarismo (ya entonces imposible de diferenciar claramente) de combatir a la guerrilla y, segundo, la urgencia de culminar el proceso de colonización del Estado que garantizara dos propósitos: primero, derrotar definitivamente a la guerrilla y, dos, garantizar un proceso de paz (léase impunidad) del narcotráfico y el paramilitarismo con la sociedad y el Estado.

La reconocida periodista María Elvira Samper daba cuenta de ello en los siguientes términos:

No obstante los ingentes esfuerzos para derrotarlo, el narcotráfico sigue vivito y coleando y no solo demuestra una formidable capacidad de adaptación a los cambios en el mercado ilegal, sino que hasta ha llegado a negociar directamente con las instituciones a pesar de no tener motivaciones políticas. Una capacidad de transformación mucho mayor que la de las instituciones para entenderla y enfrentarla, lo cual plantea un gran desafío a las ofensivas del Estado y a las políticas antinarcóticos que han sido un fracaso, como ya nadie se atreve a negar47.

3.2. La pirámide mafiosa

En ese contexto y, en especial, a partir de la presidencia Uribe, cuya sospecha de que su campaña fue apoyada por el paramilitarismo –como varios de sus cabecillas lo han reconocido en las audiencias respectivas– nunca se han disipado plenamente y, adicionalmente, a la sombra del proceso de paz con el paramilitarismo que permitió mimetizar como tales a varios sectores de narcotraficantes, se generaliza en Colombia esta cultura mafiosa que, sin embargo, es un fenómeno que tiene varios niveles de expresión y que no se puede reducir solamente a la captura de un gobierno o, incluso, del Estado sino que hunde sus raíces en lo más profundo de esa problemática identidad colombiana48.

El siguiente esquema, que desarrolláremos más adelante, pretende dar cuenta de ello, utilizando esa figura tan determinante en nuestro medio que han sido las famosas “pirámides”, símbolo precisamente de esa economía cuasi-mafiosa que se consolidó en toda la geografía nacional, tratando de sugerir con la metáfora la base sociológica y político-cultural que esta posee, para denotar que es solo una expresión estructural o superestructural sino que envuelve la realidad entera de nuestra realidad. Incluso una dimensión simbólica que gravita pesadamente en nuestro imaginario y que, en mi parecer, es hoy en día unos de los factores sustanciales de esta cultura mafiosa que se ha apoderado de nuestra sociedad.

3.2.1. Sociedad y cultura política dominante

Si nos vamos a los tipos sociológicos weberianos que más arriba hemos presentado, no cabe duda que el tipo dominante en Colombia es el de un híbrido tradicional-carismático. Colombia, un país donde se ha intentado introducir desde hace 50 años un proceso de modernización forzada que ya en la década de los 30 con la República Liberal había sido anticipada y que se frustra con el asesinato de Gaitán y el periodo de la Violencia que entonces se inaugura, no logra, pese a esta modernización desde arriba, alcanzar los mínimos de una modernidad plena49.

Pese a los procesos de “urbanización”, producto más del desplazamiento que de una consecuente política de ciudadanización, Colombia no supera la preeminencia en su cotidianidad de un tipo de legitimación tradicional-carismática donde la tradición y la figura del líder priman sobre la de un Estado de derecho neutro e imparcial50. Epifenomenicamente ello se evidencia en nuestra historia política con los “istmos” pululantes que han caracterizado a nuestros partidos políticos hasta el día de hoy: gaitanismo, santismo, galanismo, laureanismo, alvarismo, pastransimo, etc, etc., hasta llegar al uribismo reinante de nuestros días. Incluso la “izquierda” que debería ser más moderna, mantiene esas divisiones que siguen dando cuenta de mentalidades tradicional-carismáticas que se inscriben en una tradición política específica pero se identifican en ella con la figura de un líder particular51.

Así que nuestra condición sociológica puede caracterizarse como de una “modernización sin modernidad”, a lo que se suma que los mínimos de la modernidad política, la tolerancia y el pluralismo, por supuesto tampoco nunca lograron ambientarse en nuestro país donde primó, muy propio a su carácter rural y si acaso semi-rural, la exclusión y la intolerancia, como se evidencia aún en nuestros días. Colombia es así un país de mucha ubre y poca urbe y nuestras “ciudades” son más conglomerados urbanos, caóticos y desorganizados, que ciudades concebidas a partir de planes de desarrollo urbano, una noción relativamente reciente en nuestro ordenamiento 52.

De ahí que esa primacía de la tradición y el carisma sobre una legitimidad legal-racional que nunca logró consolidarse plenamente no haga extraño que, en consecuencia, prime también un tipo de cultura política súbdita y parroquial sobre una participativa en Colombia. A un tipo sociológico dominante tradicional-carismático corresponde necesariamente un tipo de cultura política súbdito-parroquial, frente a una cultura política participativa, crítica y ciudadana, que solo en pequeños sectores parece existir en Colombia. Todo ello propicia esa forma característica de nuestra relación política que es el clientelismo que, en sus expresiones más rudimentarias, no es sino una práctica mafiosa de asumir la política y la relación con los partidos y el Estado53.

Son esas relaciones de compadrazgo, en lo sustancial rurales y semi-rurales, la percepción de que el Estado es para ser usufructuado por los “vivos”, de que la política no persigue un ideal de bienestar general, ni siquiera de bien común que es un concepto tradicional, que más bien es la posibilidad de lucrarse en favor propio por debajo del orden legal y que para ello el camino adecuado es una actitud de complicidad, nunca de crítica o fiscalización, con el poder, lo que se pone de manifiesto con una cultura súbdito-parroquial como la colombiana. El caldo de cultivo de prácticas mafiosas más elaboradas está dado desde este nivel primario de la pirámide social.

Obviamente no es una relación causal que invariablemente se haya presentado y se presente en todas las situaciones análogas pero si es de manera generalizada el fundamento social y el punto de partida de culturas mafiosas que al no tener por encima de ellas constricciones institucionales fuertes que impongan un marco legal claro y contundente, en últimas a través de la violencia legitima de un Estado, terminan adoptando esta vía para-institucional como alternativa a la carencia misma de aquel54.

3.2.2. Mafia y prácticas mafiosas en Colombia

La cotidianidad rural y semi-rural colombiana que, adicionalmente, es la práctica diaria de los conglomerados urbanos que, en muchos casos, no alcanzan a ser ciudades ni a tener una conciencia ciudadana espontánea, salvo cuando es directamente garantizada por “órdenes respaldadas por amenazas”, esa mentalidad cuasitradicional que ya ha sufrido un proceso de horadamiento convirtiéndola en un híbrido malformado que deja de lado sus tradiciones vivas vinculantes rurales para asumir prácticas de sobrevivencia patológicas urbanas, constituye el origen de las prácticas mafiosas, tal como se observan en la mafia siciliana en Italia y en su posterior prolongación urbana en Estados Unidos54.

Así lo reconoce de nuevo Molano en sus escritos que dan cuenta de este piso sociológico:

La mafia, tanto la siciliana como la criolla, se ha hecho contra la ley, ha construido con sangre sus propios canales de ascenso al poder económico y político y, sobre todo, ha impregnado de su cultura –la del “no me dejo”, la del “soy el más vivo”, la del “todo vale huevo”– al resto el país, o para ser exactos al 84%. Es la cultura de la fuerza a la fuerza, de la justicia por mano propia, de las recompensas por huellas digitales y memorias digitales, del “véndame o le compro a la viuda”, del “le corto la cara marica”, del “quite o lo quito”. Su escudo de armas: un corazón incendiario. Cuando… [se] dice que en el país predomina la cultura mafiosa, [se] hace una apreciación no sólo valerosa sino justa. Después de tomarse las juntas directivas y los directorios políticos, la mafia busca ahora imponer sus valores, normas y principios. Es decir, su cultura, más a las malas que a las buenas56.

La mafia italiana comienza siendo una mafia rural que establece una relación de sometimiento con sus protegidos, de corte gamonalista en la medida en que son expresión de una jerarquía patriarcal donde, adicionalmente, el más fuerte somete al débil pero que, al mismo tiempo, también le confiere protección57. Una relación de fuerza y violencia basada en unos códigos de honor y silencio (la Cosa Nostra) que ofrece una protección cautiva, no espontánea, por supuesto58.

Estas características de la relación mafiosa que, en esencia, provienen de un marco social tradicional de orden jerárquico-patriarcal, tienen, adicionalmente, una ambientación muy especial en la eticidad hispana precisamente por rasgos propios de la misma59. En efecto, varios componentes axiológicos de nuestro ethos favorecen una conversión a estos talantes mafiosos como ya ha sido evidenciados en varios estudios: el personalismo hispano que configura una peculiar modalidad de individualismo exacerbado que no se sujeta a reglas ni a normatividad, a diferencia del anglosajón, y que, por el contrario sólo busca la satisfacción de sus expectativas sin tener en cuenta la colectividad ni el interés general60.

De aquí provienen otros rasgos análogos, que tienen su base en la eticidad hispana pero que el combinarse con condiciones político-jurídicas como las nuestras de inexistencia de un Estado Nación fuerte, rápidamente asumen desviaciones patológicas neurálgicas. Ante la inexistencia de un orden normativo consolidado y unas reglas claras, la acción social tradicional desencantada se retrotrae a la única fuente de seguridad ontológica: la familia. Se configura entonces un familismo amoral en la medida en que a la priorización de la familia con base del tejido social y de la acción colectiva, los imperativos de supervivencia ante un estado débil desembocan en la prioridad de la familia a cualquier precio, incluso por debajo de las normas ético-morales de convivencia. El “todo por la familia” justifica entonces todo delito contra un interés general amorfo y difuso que cualquiera usufructúa para su provecho61.

De ahí esa cultura del atajo y del rebusque a cualquier precio que termina siendo práctica y social en nuestro contexto y que incluso adquiere rango normativo en la vox populi colombiana. A cualquiera que se le pregunte en Colombia cual es el décimo primer mandamiento, contestará sonriendo: “No dar papaya”, lo que significa no ser cándido y dar la oportunidad para ser robado o para que se aprovechen de uno. Y si le preguntan, cuál es el duodécimo mandamiento, contestarán: “A papaya dada, papaya partida”, es decir, que todo incauto que de la oportunidad de aprovecharse de él, o de toda situación que potencialmente pueda ser aprovechada, incluso contra la ley, debe ser explotada a favor del agente. Estas dos “máximas” que rigen la vida diaria de cualquier colombiano y frente a las cuales, como sujetos activos o pasivos, tenemos que ser conscientes, constituyen máximas de un código caníbal con las que los colombianos –y los extranjeros que vienen a Colombia– deben convivir a diario ante la ausencia de instituciones fuertes que obliguen al cumplimiento de la ley62.

La conclusión, que puede refrendarse en estas múltiples prácticas, desde las más cotidianas hasta las de corrupción más elaboradas, ya sea en el sector público como en el privado, así como en toda la cultura política del clientelismo que posibilita la mediación del sistema político colombiano, es la de la evidencia de una cadena de prácticas mafiosas a todo lo ancho y largo de nuestra eticidad63. Cadena que se inicia con una legitimación sustancialmente rural, de carácter tradicional-carismático, en la base misma de la pirámide social, que sigue con un tipo de cultura política súbdito-parroquial catalizada por un personalismo hispano que no logra ser constreñido por una institucionalidad coercitiva fuerte y que, por tanto, se desvía hacia prácticas de clientelismo y corrupción generalizadas en el sistema político, así como una cultura del rebusque y el atajo aparejada con conductas y códigos caníbales del “todo vale”, configurando un ethos proclive a lo mafioso64.

3.2.3. Autoritarismo, democracia restringida y élites

Obviamente, esta proclividad a lo mafioso se da por varios factores adicionales: la ausencia de una institucionalidad constrictora, una disposición económico-política excluyente y discriminatoria y la existencia de unas elites lumpezcas, a nivel regional particularmente, en Colombia65. Factores todos que coadyuvaron a configurar y consolidar una cultura mafiosa en Colombia y, posteriormente, ambientaron y prohijaron la colonización mafiosa del Estado que a través de eso que ha dado en llamarse la “parapolítica”, la “farcpolítica”, la “yidispolítica” han constituido episodios que dan cuenta de esa terrible captura mafiosa del Estado que hemos tenido en Colombia.

El economista Garay da cuenta también, desde su perspectiva, de esta condición:

Lo primero es aceptar que en Colombia no sólo hay hechos aislados de corrupción. Aquí confluyen factores económicos, políticos, sociales y en algunos casos culturales, que cada vez más facilitan el aprovechamiento de intereses públicos por parte de intereses privados. De esta forma, la reconfiguración ‘cooptada’ del Estado consiste en la acción de organizaciones legales e ilegales que mediante prácticas ilegítimas, no siempre ilegales, buscan modificar las instancias donde se toman decisiones públicas para cambiar las reglas del juego y de ahí obtener beneficios individuales y validar política, legal y socialmente sus intereses. A veces lo hacen a través de los resquicios en la norma con acciones que aunque legales en lo penal, son prácticas socialmente inaceptadas. Esto hace que se alteren los patrones morales de la sociedad. Cuando esto se generaliza, hace que el aprovechamiento de lo público trascienda de la corrupción a formas que involucran más aspectos de la sociedad… Yo no creo que tengamos un Estado mafioso, como tampoco tenemos una sociedad mafiosa. Lo que hay son grupos de poder, algunos dominantes, que actúan con prácticas y criterios mafiosos para el beneficio propio, entendidos estos no sólo en lo económico, sino también en lo político y en lo social. Lo que lleva a que se esté reconfigurando un Estado con prácticas mafiosas66.

La ausencia de una institucionalidad constrictora tiene en nuestro contexto un subfactor sustancial: la debilidad del Estado-Nación colombiano y, en especial, de un mito de Estado-Nación que hubiera permitido consolidar una identidad nacional cohesionadora67. La identidad nacional colombiana nunca correspondió a la de una “comunidad imaginada” que por supuesto supone un proyecto de Estado-Nación concertado consensualmente y legitimado democráticamente68.

Por el contrario, lo que se dio, tanto en nuestra vida republicana previa como desde 1886, fue la imposición por parte de los vencedores correspondientes de visiones de sociedad de las cuales, finalmente, se impone la de la Regeneración con la Constitución de Núñez. Ello significó la derrota de proyecto liberal de 1863 y la posibilidad de que la fracturada –básicamente por su geografía que hacia inviable una unidad nacional territorial– sociedad colombiana pudiera nuclearse alrededor de un ideal de modernidad: lo que se da es, en últimas, la imposición de un proyecto terrateniente de nación, aglutinado alrededor de los valores propios de una sociedad tradicional: la religión, los valores católicos, el autoritarismo de la autoridad no concertada, la intolerancia a la diferencia, el rechazo al pluralismo69.

Tal fue la “comunidad imaginada” que se impuso en Colombia desde el siglo XIX y que la República Liberal del 30 al 45, pese a su intención, apenas altera, al desatarse esa reacción tradicional –alentada por la Iglesia y el Partido Conservador– que, a través de la violencia institucional, mantiene la inercia autoritaria que más tarde convalida la dictadura de Rojas Pinilla y que, posteriormente, el bipartidismo consagra a favor de una alianza de partidos que conciliaba su lucha al precio se cerrar el sistema político a nuevas fuerzas sociales e ideológicas.

De ahí que no sea extraño que la identidad colombiana70, pese a la Constitución del 91 –el proyecto democrático-social de mayor envergadura en la historia del país–, prefiera apostarle todavía al autoritarismo71. “Los esclavos votan por las cadenas” reza el adagio y, en consonancia, la identidad colombiana se inclina espontáneamente por la autoridad antes que por la democracia, si bien es una autoridad desvirtuada, de favoritismo y sustracciones, de componendas y regateos turbios, de clientelas y clientelismos, pues no de otra manera sino a través de dádivas se logra mantener tal imposición: es decir, una autoridad mafiosa72.

Si esta pseudoidentidad nacional, en últimas impuesta y hegemónica pero imperante, prefigura nuestro imaginario social nacional hacia la tradición y la autoridad y, a través de ello, hacia el autoritarismo, y las formas mafiosas de relacionamiento, la disposición económico-política que le corresponde no podría ser otra que un capitalismo dependiente y una democracia restringida73. En especial la segunda, como forma de articulación política de la sociedad, excluyente y discriminatoria, que obviamente termina teniendo en el clientelismo y la corrupción sus poleas de transmisión y de amarre para lograr la lealtad de determinados sectores que son los que le dan su base de legitimidad política74.

El fenómeno de la corrupción en Colombia es inconcebible y se ha acentuado en el último gobierno. Los estudios señalan que por lo menos 4 billones de pesos se han perdido por estas conductas que no son, de nuevo, más que prácticas mafiosas al interior y en relación con el Estado75. Pero ya esas poleas de transmisión sobre las que se vehiculiza la corrupción son, en esencia, formas consolidadas de cultura mafiosa a nivel político que por supuesto ambientaban la captura y colonización del Estado por parte de la mafia en Colombia76. Así lo conceptúa otro reconocido comentarista:

… a la política en Colombia se la tomaron en los últimos años dos fenómenos que la tienen en cuidados intensivos. De un lado, el caudillismo del presidente Uribe, que eclipsó cualquier debate distinto al impuesto por su imagen de líder providencial, y del otro, la ascensión de unas nuevas elites mafiosas sustentadas en el temible poder narcoparamilitar que se fueron asentando hasta lograr un poder político que hoy la Corte Suprema de Justicia con sus importantes y decisivas investigaciones está intentando develar ante el país. Al caudillismo providencial de Uribe llegamos por cuenta de la intransigencia de las Farc, que es el peor enemigo de la política, y a la consolidación de estas elites mafiosas, que en algún momento fueron contrainsurgentes, llegamos por cuenta de esa ética laxa que ha hecho de estas mafias narcotraficantes el mal menor que hay que asumir en la lucha contra la subversión…. De esas alianzas bipartidistas que consolidaron el cacicazgo tradicional pasamos hace unos años al surgimiento de estas nuevas elites mafiosas que han utilizado a la política regional para acceder al Congreso y, por ende, al poder y al presupuesto. El problema se agrava aun más cuando estas elites mafiosas y el poder caudillista coinciden en un punto: en su desprecio por los derechos y los principios democráticos que están suscritos y consagrados en la Constitución del 91. Mientras el Presidente quiere acabarla porque no permite su reelección, a las nuevas elites mafiosas les molesta su talante garantista con las poblaciones que ellos han sometido y desplazado en su pelea por la tierra77.

De esta manera, la democracia restringida alienta las formas mafiosas en la medida en que si, por un lado, amarra la legitimidad de determinados sectores a dádivas que incentiva el clientelismo, por el otro, para los sectores no comprometidos estimula igualmente prácticas de rebusque y corrupción como única forma de supervivencia78. En ambas direcciones se estimula una cultura mafiosa que no respeta el Estado de derecho ni las reglas y procedimientos formales, tanto por el lado de quienes directamente se benefician como por el de quienes se ven desfavorecidos que simplemente van a pretender reemplazar a los privilegiados en las mismas prácticas. Al final, unos y otros terminan convalidando una misma cultura mafiosa.

Pero detrás de esto hay un sujeto social pasivo sobre el que recae, indirectamente al comienzo y directamente al final, la responsabilidad de este proceso: la existencia de unas elites, en especial las regionales, que nunca estuvieron a la altura de su papel histórico, unas elites lumpezcas, parafraseando la categoría de André Gunder Frank de “lumpenburguesía” que por su carácter dependiente nunca logró consolidar un mercado y un sistema político que garantizara un mínimo de desarrollo equitativo y un régimen, por lo menos liberal, que cumpliera con el precepto formal de iguales oportunidades para todos79. Por el contrario, toda la estructura económico-política se concibió para ser usufructuada casi exclusivamente por ellas, sin permitir la más mínima movilidad social entre las clases lo que posibilitó que el narcotráfico se convirtiera para muchas capas de la población en un medio de ascenso social que les permitió acceder a donde jamás les habían permitido llegar80.

Esa evidencia, aunque se quiera ocultar y no sea de buen recibo en las altas y medias esferas, porque a nivel popular se lo sabe y se lo defiende, incluso con la complicidad de muchos sectores académicos que incentivaron su invisibilidad y que con su silencio y desconocimiento voluntario terminaron convalidando toda esta problemática, ya es inocultable en la sociedad colombiana que, además, no sólo la tolera sino la justifica y la apoya indirectamente al aceptar sin recato ni escrúpulos la corrupción que a nivel tanto del ejecutivo como del legislativo se sigue presentando81.

Desde hace años, en Colombia, se impuso la cultura de la mafia, que, entre otros defectos, estableció parámetros del mal gusto y paradigmas de comportamiento chabacano y ordinario, que muchos pobladores, en su alienación, ven como virtudes. Nada raro es rendirle pleitesía al que dispara (y no sólo al aire), al que escucha en sus camionetas polarizadas música (?) a alto volumen. Al que con su cuatrimoto de vereda hace arrojar a un lado a los viandantes. Estamos llenos de arribistas y “carangas resucitadas”. En el ejercicio de la política (o politiquería) valen más los corruptos. Son dignos de admiración y respeto. Y de alguna condecoración oficial o nombramiento diplomático. Mejor dicho, como en un tango, estos tiempos son un “despliegue de maldad insolente”. ¡Cuánto daño nos ha hecho tal cultura! Penetró todos los estamentos sociales y casi se ha vuelto una “política pública”82.

De ahí las honduras de este fenómeno en Colombia83. Tanto desde abajo, con formas tradicional-carismáticas que la propiciaban, como desde arriba, con unas elites lumpezcas que jamás lograron consolidar un proyecto nacional y una institucionalidad democráticas y fuertes, la cultura mafiosa ha tenido en Colombia un caldo de cultivo ideal para reproducirse84. De ahí que hasta las propias clases “altas” hayan caído en la tentación de lo mafioso, como bien lo ha sabido ver un educador de primer orden:

Maestros y directivos de colegios privados de estratos altos de diferentes ciudades del país comentan con preocupación lo que viene ocurriendo en ese segmento privilegiado de la educación… Una maestra con mucha experiencia me decía que le sorprendía un proceso que ella llamaba “la traquetización de los ricos”, que se manifiesta en las actitudes agresivas y prepotentes de los estudiantes… Comportamientos de muy mal gusto fueron introducidos por los narcotraficantes… Compraron fincas, hicieron edificios espantosos, construyeron casas enormes, inventaron zoológicos, fabricaron reinas y modelos…. Con ingenuidad creí que las segundas generaciones, educadas en los mejores colegios privados y en universidades extranjeras, terminarían por mimetizarse bajo el ropaje de modales y comportamientos sociales más refinados y decentes y se convertirían en un par de décadas en empresarios discretos. Pero ocurrió lo inesperado: muchos ricos cuyos bienes eran incuestionables asumieron los comportamientos y gustos de los ‘traquetos’. La discreción con que las familias tradicionales habían llevado su riqueza dio paso al exhibicionismo propio de los nuevos ricos. … Muchas adolescentes aspiran a su primera lipoescultura o a sus implantes de silicona, porque sus madres ya lo han hecho emulando la belleza que fabricaron las fortunas rápidas en las muchachitas que, siendo las queridas de los narcos, aspiraban también a ser modelos o reinas. En algunos de estos colegios se hizo necesario organizar parqueaderos para las burbujas de los guardaespaldas de los alumnos que, al igual que sus padres, sienten que circular rodeados de personal armado es gran símbolo de poder. Lo malo es que estos niños son las víctimas de unos patrones sociales perversos, sostenidos y profesados como normales por sus padres que, sin duda, detentan buenas cuotas de poder en la sociedad. Y, más tarde, pero mucho más pronto de lo que quisiéramos, heredarán esa tajada del ponqué repitiendo y agrandando su prepotencia y convirtiéndose en victimarios85.

Pero unas elites sin identidad, sin un mito de Estado-Nación fuerte, que desde siempre negó sus raíces indígenas y afrodescendientes, que incluso negaba su piel y el color de su pelo y trataba de “blanquearse” por todos los medios cuando su origen no era “puro”, siendo como somos todos mestizos hibridizados, no es de extrañar pues que unas elites tan débiles culturalmente, acomplejadas de sí mismas, sucumbieran fácilmente a lo único tangible que habían aprendido a “cultivar”: el dinero fácil, los bienes suntuarios, el lujo desmedido. De ahí que cayeran fácilmente en la trampa de la cultura mafiosa que ellas mismas habían propiciado con su usufructo y discriminación descomedidos86.

La presencia de lo mafioso no solo en la realidad sino en el imaginario colombiano es de una contundencia inocultable. Sus prácticas cotidianas, sus referentes simbólicos, su imaginario social, su identidad nacional gravitan y se define desde la cultura mafiosa y el culto a lo mafioso que las grandes mayorías ya reivindican sin remordimientos. No es sino oír a las audiencias, en su lenguaje de intolerancia y discriminación, defendiendo la exclusión de las minorías que no se atienen a sus parámetros de vida, alentando una violencia ciega contra aquellas mientras a sí mismas se autoproclaman, a la luz de los ejemplos carismáticos, portadoras de la verdad de la “patria”. Verdad mafiosa, por supuesto, del “todo vale” por encima de cualquiera y de la misma institucionalidad.

Así lo recoge María Elvira Bonilla con justificado pesimismo:

El narcotráfico sigue vivito y coleando, imparable fuerza económica con su máquina de lavar dólares, que corrompe la política, las instituciones del Estado y sus aparatos represivo y de justicia; intacto en su capacidad para prostituir toda expresión de cultura, impone la narcoestética en la moda, la arquitectura, la decoración; construye los nuevos estereotipos, referencias e imaginarios sociales. Se instaló definitivamente en el alma colombiana. Los mafiosos, hijos de la ilegalidad y su carga de antivalores, poco a poco dejan de ser objeto de censura o cuestionamiento. Se toleran silenciosamente, complacientemente como grandes consumidores de artículos de lujo. Amos y señores de los centros comerciales, restaurantes y la clase ejecutiva de los aviones comerciales. Camuflados… detrás de anteojos oscuros, del brazo de mujeres envueltas en diminutas minifaldas, vulgaridad de escotes y descaderados. El capo como referencia de comportamiento social, con toda su rudeza y arbitrariedad, además de galán de telenovela, es comprador de corazones de reinas, modelitos y chicas de farándula…. Son los nuevos ricos de la época, la clase emergente a la que hacía referencia el presidente Julio César Turbay hace ya 30 años, cuando vaticinó que sus miembros serían los nuevos protagonistas de la vida del país, hoy legitimados por la pantalla televisiva, dispensadora del éxito y la aceptación social. La historia trágica del país, con sus muertos y su dolor, su desmoronamiento institucional, va camino a quedar enterrada y olvidada por la extravagancia y la vulgaridad de las tetas y las colas que estimulan cada noche a machos elementales, en la oscuridad de las alcobas tanto de los distinguidos como de los populares hogares de colombianos87.

CONCLUSIONES

El presente escrito buscó explorar la relación entre la cultura política y la cultura mafiosa en Colombia, convencido de que el piso de la segunda se lo da la primera y que es, por tanto, imperativo evidenciar esos nexos. En esa dirección, como lo advertimos al inicio, quisimos en la primera parte explicitar los fundamentos epistemológicos que nos permiten plantear una caracterización de la cultura política en Colombia para, a partir de sus categorías básicas y constitutivas, intentar en la segunda una interpretación de la cultura mafiosa que de cuenta de la misma en Colombia y del estrecho nexo existente entre ambas dimensiones.

Básicamente, ayudándonos de fuentes periodísticas que son las que han querido dar cuenta de la cotidianidad de la situación, mostramos esa pirámide de prácticas mafiosas que en Colombia ha terminado por consolidarse. Pirámide que en los últimos años y a la sombra de un gobierno que estos sectores emergentes consideraron casi propio, se afianzo en el país socialmente (económicamente ya lo estaba) e inicio un proceso de colonización del Estado, a través del poder legislativo y el ejecutivo, del que todavía está por investigarse académicamente su definitiva incidencia.

Las investigaciones judiciales de la parapolítica dan cuenta de la contaminación alcanzada en los poderes regionales y en el legislativo pero aún no llegan plenamente a desentrañar sus tentáculos a nivel ejecutivo, si bien todos los indicios (las interceptaciones ilegales a la Corte Suprema de Justicia y miembros de los partidos de oposición, entre otros, así como los crímenes de lesa humanidad de los militares mal llamados “falsos positivos” contra la población civil) permiten adivinar cual es la base de esa punta del iceberg que apenas estamos observando. Pero las proyecciones al día de hoy (octubre de 2009) no pueden ser menos que pesimistas sobre el poder y la institucionalización de la mafia en Colombia.

Varias conclusiones pueden inferirse de esta reconstrucción. La cultura política colombiana, en su base y sus prácticas cotidianas es en lo sustancial lo que se denomina súbdito-parroquial, fundada en sentimientos tradicionales y carismáticos. Ese es el caldo de cultivo de prácticas mafiosas, catalizadas por la ausencia histórica de una institucionalidad fuerte, un mercado democratizado y un imaginario nacional proyectivo. Prácticas mafiosas que se expresan en la cultura del atajo y los reconocidos “décimoprimero” y “décimosegundo mandamientos colombianos”: “No dar papaya” y “A papaya dada, papaya partida”. Esa es la evidencia cotidiana de una cultura mafiosa, tanto de los que la usufructúan como de quienes nos tenemos que defender de ello.

Sin duda, la muerte de Galán fue el triunfo de la mafia en Colombia, como punto de inflexión histórica. Lo narco se tomó la región, después se tomó los gobiernos locales, después se unió al paramilitarismo en su lucha contra  la guerrilla, después colonizó el congreso y finalmente capturó porciones del gobierno y, a través del él, del Estado en Colombia. Pero esa es una realidad frente a la cual, como el avestruz, hemos preferido hundir la cabeza para no ver lo que está sucediendo. Lo cierto es que el numero de funcionarios públicos y parlamentarios investigados, judicializados y condenados es de por sí la punta del iceberg de un fenómeno cuya magnitud la sociedad colombiana no ha querido reconocer por complacencia, por complicidad o por miedo.

Además, los tiempos en que el débil imaginario nacional gravitaba en torno a los triunfos de los ciclistas (los “escarabajos” nos decían) o al café, o, en los setenta, al “macondo” y el realismo mágico de García Márquez han muerto. Desde hace 20 años el referente principal, en términos de la conciencia de identidad que se mide en el cine, el arte, la narrativa, las telenovelas, la música (los “corrillos prohibidos”, por ej.) pasa por la cultura mafiosa. Referente que las viejas generaciones todavía podían ver críticamente pero que para las nuevas se constituye en símbolo de identificación social, adoptando su hablado, su vestir, sus valores ostentosos, su desprecio a la diferencia y las minorías, su exaltación de lo rural, de los caballos, de lo burdo, del irrespeto al Estado de derecho.

Finalmente habría que recabar en la razón de que lo narco se venda en los medios. Son varias razones: primero, porque lo narco es el espejo de esta sociedad y uno tiene la necesidad de mirarse al espejo para reconocerse y para retocarse. Segundo, porqué hoy por hoy es uno de los referentes más emblemáticos de nuestra nacionalidad: al colombiano promedio le gusta auto-percibirse como el “duro”, el que “todo lo puede”, para el que “todo vale”, es decir, como un mafioso. Y, tercero, porque a ¿quién no le gusta verse retratado en los medios?

En esto la cultura del espectáculo no está midiendo responsablemente el rol social y simbólico que está jugando, no como denunciante de esta realidad, sino, involuntariamente, como apologeta y catalizadora, en términos de identidad nacional, de una identidad mafiosa del colombiano, hoy más que nunca apuntalada por la colonización mafiosa del gobierno y el Estado en Colombia.

Notas:

1. Valencia, León. “El ‘narcdéco’, inadvertida revolución cultural”, en: El Tiempo, mayo 3 de 2008, Sección Editorial.
2. Jaramillo Uribe, Jaime. Algunos aspectos de la personalidad histórica de Colombia, en: La Personalidad Histórica de Colombia y otros ensayos, Bogotá, Biblioteca Básica Colombiana, 1997, pp. 131-153; Martz, John. Elementos de la vida nacional, en: Colombia un Estudio de Política Contemporánea, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1969, pp. 13-24.
3. Ver Henriquez Ureña, P. Historia de la Cultura en América Hispana, México, F.C.E., 1979 y Franco, Jean. La Cultura Moderna en América Latina, México, Grijalbo, 1985.
4. Ver Zea, Leopoldo. El Pensamiento Latinaoamericano, Barcelona, Ariel, 1976; Filosofía de la Historia Americana, México, F.C.E., 1978.
5. Ver igualmente, Gutiérrez Girardot, Rafael. La cultura de viñeta, en: Varios, Manual de Historia de Colombia (T. III), Bogotá, Colcultura, 1980, pp. 447-536, y Jaramillo Vélez, Rubén. Colombia: la Modernidad Postergada, Bogotá, Argumentos/Temis, 1994, pp. 3-50.
6. Ver García Canclini, Néstor. Las Culturas Populares en el Capitalismo, México, Nueva Imágen, 1982, y Cultura y Sociedad en México, México, Sep/Cultura, 1985. 7 Ver Frondizi, Risieri y Gracia, Jorge. El Hombre y los Valores en la Filosofía Latinoamericana del Siglo XX, México, F.C.E., 1981.
7. Ver Frondizi, Risieri y Gracia, Jorge. El Hombre y los Valores en la Filosofía Latinoamericana del Siglo XX, México, F.C.E., 1981.
8. Ver Fernández Moreno, César (Coord). América Latina en su Literatura, México, Siglo XXI, 1972, y Bayón, Damían (Ed.). América Latina en sus Artes, México, Siglo XXI, 1974.
9. Ver Zea, Leopoldo. América Latina en sus Ideas, México, Siglo XXI, 1986.
10. Ver Dussel, Enrique. Historia de la Filosofía y Filosofía de la Liberación, Bogotá, Nueva América, 1994; Cerutti, Horacio. Filosofía de la Liberación Latinoamericana, México, F.C.E., 1983 y Demenchonok, Eduardo. Filosofía Latinoamericana: Problemas y Tendencias, Bogotá, el Búho, 1990.
11. Miró Quesada, Francisco. Proyecto y Realización del Filosofar Latinoamericano, México, F.C.E., 1981.
12. Cassirer, Ernst. Antropología Filosófica, México, F.C.E., 1976 y El Mito del Estado, México, F.C.E., 1974.
13. Ricœur, Paul. Le Conflict des Interpretations, Paris, Du Seuil, 1969.
14. Durand, Gilbert. L’Imagination Symbolique, Paris, P.U.F., 1964.
15 Gadamer, Hans Georg. Verdad y Método, Salamanca, Sígueme, 1984.
16 Ricœur, Paul. La Memoria, La Historia, el Olvido, Madrid, Trotta, 2003.
17 Ver Blumenberg, Hans. Trabajo sobre el Mito, Barcelona, Paidós, (1979) 2003, así como Losev, A.F. Dialéctica del Mito, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 1998.
18 García Canclini, Néstor. Culturas Híbridas, México, Grijalbo, 1989.
19 Habermas, Jürgen. Conocimiento e interés, en: Ciencia y Técnica como Ideología, Madrid, Técnos, 1984, pp. 159-181.
20 Ricœur, Paul. Para una hermenéutica crítica, en: Hermenéutica y Acción, Buenos Aires, Docencia, 1985, pp. 209-222.
21 Zea, Leopoldo. Filosofía de la Historia Americana, México, F.C.E., 1978.
22 Gutiérrez Girardot, Rafael. La cultura de viñeta, op. cit. pp. 447-536; Jaramillo Vélez, Rubén. Colombia: la Modernidad Postergada, Bogotá, Argumentos/Temis, 1994, pp. 3-50; Brunner, José Joaquín. “Tradicionalismo y posmodernidad en la cultura latinoamericana”, en: Herlinghaus, H. & Walter, M. (Eds.), Posmodernidad en la Periferia, Berlín, Langer, 1994, pp. 48-82.
23 García Canclini, Néstor. Culturas Híbridas, México, Grijalbo, 1989.
24 Ver Weber, Max. Ensayos sobre Metodología Sociológica, Buenos Aires, Amorrortu, 2001.
25. Ver Serrano, Enrique. Legitimidad y dominación, en: Legitimación y Racionalización, Barcelona, Anthropos, 1994, pp. 39-52.
26.Ver, al respecto, Habermas, Jürgen. Talcott Parsons: problemas de construcción de la teoría de la sociedad, en: Teoría de la Acción Comunicativa (Tomo II), Buenos Aires, Taurus, 1990, pp. 281-426.
27.En general, para lo que se refiere a la Región Andina, consultar: De Trazegnies, Fernando. El derecho civil como ingrediente de la modernidad, en: Postmodernidad y Derecho, Bogotá, Témis, 1993.
28.Ver Jameson, Fredric. El Postmodernismo o la Lógica Cultural del Capitalismo Avanzado, Barcelona, Paidós, 1991; o, desde la otra orilla, Drucker, Peter. La Sociedad Poscapitalista, Bogotá, Norma, 1994.
29. Küng, Hans. Teología para la Postmodernidad, Madrid, Alianza Editorial, 1989.
30. Ver García Canclini, Néstor. Culturas Híbridas, México, Grijalbo, 1989.
31. Ver el estudio colectivo de Giddens, Beck, Luhmann, Bauman, en: Beriain, Josetxo (Comp.), Las Consecuencias Perversas de la Modernidad, Barcelona, Anthropos, 1996.
32. Beriain, Josetxo. La noción de modernidades múltiple, en: Modernidades en Disputa, Barcelona, Anthropos, 2005, pp. 12-29.
33. Ver Jay, Martin. Campos de Fuerza, Barcelona, Paidós, 1993, p.43.
34. Offe, Claus y Philippe Schmitter. “Las paradojas y los dilemas de la democracia liberal”, en Revista de Filosofía Política, No. 6, Madrid, CSIC, 1995, pp. 5-30.
35. Almond, Gabriel y Sídney Verba. La cultura política, en: Varios, Diez Textos Básicos de Ciencia Política, Barcelona, Ariel, 1992, pp. 171-202.
36. Ibíd., p. 173 y ss.
37. Ibíd., p. 173
38. Ibíd., p. 179.
39. Ibíd., p. 180.
40. Ver Anderson, Benedict. Comunidades Imaginadas, México, FC.E., 1993.
41. Urrego, Miguel Ángel. «Mitos fundacionales y crisis del estado nación», en: La Crisis del Estado Nacional en Colombia, Morelia, Universidad Michoacana, 2004, pp. 101-132.
42. Zea, Leopoldo. “Puritanismo en la conciencia norteamericana”, en: América en la Historia, Madrid, Revista de Occidente, 1970, pp. 181-208.
43. Molano, Alfredo, «Cultura mafiosa», en: El Espectador, marzo 28 de 2008, Sección editorial.
44. Kalmanovitz, Salomón. «Postcripto. El inicio turbulento del siglo XXI», en: Economía y Nación, Bogotá, Norma, 2003, pp. 571-592.
45. Ver Duncan, Gustavo. “La escuela y la secuela de los paramilitares”, en: Los Señores de la Guerra, Bogotá, Planeta, 2006, pp. 240-277.
46. Medina, Carlos. “El Narco-paramilitarismo. Lógicas y Procesos en el Desarrollo de un Capitalismo Criminal”, en: Capitalismo Criminal, Bogotá, Universidad Nacional de Colombia, 2008, pp. 103-142.
47. Samper, María Elvira, “Cambiar el “chip”, en: Revista Cambio, Bogotá, septiembre 17 de 2008.
48. Contreras Joseph, “El candidato de los paras” en El Señor de las Sombras, Bogotá, Oveja Negra, 2002, pp. 111-150
49. Jaramillo, Rubén. Colombia: la Modernidad Postergada, Bogotá, Temis, 1994, pp. 3-70.
50. Palacios, Marco y Frank Safford. «La violencia política en la segunda mitad del siglo XX», en: Colombia, País Fragmentado, Sociedad Dividida, Bogotá, Norma, 2002, pp. 629-678.
51. López de la Roche, Fabio. Izquierdas y Cultura Política, Bogotá, Cinep, 1994, pp. 305-314.
52 .Palacios, Marco. «El (des)encuentro de los colombianos con el liberalismo», en: Parábola del Liberalismo, Bogotá, Norma, 1999, pp. 143-236.
53. Calvi, Fabrizio. El Misterio de la Mafia, España, Gedisa, 2004, pp. 59-77.
54. Gayraud, Jean Francois. «La expansión, el objetivo y las armas», en: El G-9 de las Mafias Organizadas, España, Tendencias, 2007, pp. 67-76, 247-263.
55. Mosca, Gaetano. ¿Qué es la Mafia?, México, FCE, 2003.
56. Molano, Alfredo, «Cultura mafiosa», op. cit.
57. Dickie, John. «La mafia se establece en Estados Unidos (1900-1914)», en: Cosa Nostra: Historia de la Mafia Siciliana, Barcelona, Random House Mondadori, 2007, pp. 221-240.
58. Burin, Philippe. Cultures Mafiueses: l’Exemple Colombien, Paris, Stock, 1995.
59. Gambetta, Diego. La Mafia Siciliana, México, F.C.E., pp. 397-413.
60. Yunis, Emilio. “Sobre la formación de la mentalidad del colombiano”, en: ¿Por qué somos así?, Bogotá, Témis, 2003, pp. 103-138.
61. Ver Camacho, Álvaro. “Mesa redonda: perspectiva sobre el desarrollo económico”, en: Desarrollo Económico y Social en Colombia, Bogotá, Editorial Unibiblos, 2001, pp.520-522.
62. Kalmanovitz, Salomón. Las instituciones Colombianas en el Siglo XX, Bogotá, Editorial Alfaomega, 2001, pp. 64-66.
63. Duncan, Gustavo. “Las redes mafiosas en las ciudades”, en: Los Señores de la Guerra, Bogotá, Editorial Planeta, 2006, pp. 333-348.
64. Restrepo, Gabriel. “Sobre la esfinge y el ladino”, en: Varios, Arte y Cultura Democrática, Bogotá, Fundación Luís Carlos Galán, 1994, pp. 157-248.
65. Jaramillo, Rubén. “Sobre autoritarismo, docencia y el estado precario de la modernidad en Colombia”, en: Problemática Actual de la Democracia, Bogotá, Ibáñez, 2004, pp. 139-174.
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67. Emilio Yunis, “Sobre la formación de la mentalidad del colombiano”, en: ¿Por qué somos así?, Bogotá, Témis, 2003, pp. 103-138.
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70. Ver López, Andrés. “Nacimiento del narcotráfico y su máximo exponente: Pablo Escobar; Los Pepes; y Llora Andrés”, en: El Cartel de los Sapos, Bogotá, Planeta, 2008, pp. 7-26.
71. Orjuela, Luis Javier. “Estado, sociedad y régimen político en Colombia”, en: La Sociedad Colombiana en los Años Noventa, Bogotá, Uniandes-Ceso, 2005, pp. 72-86.
72. Leal Buitrago, Francisco. “Formación nacional y proyectos políticos de la clase dominante en el siglo XIX”, en: Estado y Política en Colombia, México, Siglo XXI, 1984, pp. 92-135.
73. Urrego, Miguel Ángel. «Un Estado nacional inconcluso y en crisis», en: La Crisis del Estado Nacional en Colombia, Morelia, Universidad Michoacana de Hidalgo, 2004, pp. 63-100.
74. Palacios, Marco. «Legitimidad elusiva», en: Entre la Legitimidad y la Violencia, Bogotá, Norma, 2003, pp. 237-288.
75. Ver «4 billones pierde el país cada año por corrupción», en: Revista Cambio, Bogotá D.C., octubre 1 al 7 de 2009.
76. Kalmanovitz, Salomón. Postcripto. El inicio turbulento del siglo XXI, op. cit., pp. 571-592.
77. Duzán, María Jimena. “Las lecciones de Obama”, en: Revista Semana, Bogotá, noviembre 10 de 2008.
78. Leal Buitrago, Francisco. “El sistema político del clientelismo”, en: Varios, Democracia y Sistema Político, Bogotá, IEPRI, 2003, pp. 63-140.
79. Gunder Frank, Andre. “Neoimperialismo y neodependencia”, en: Lumpenburguesia: Lumpendesarrollo, Santiago de Chile, AG.F., 1969, pp. 89-130.
80. Estrada, Jairo. “Las instituciones del modelo neoliberal”, en: Construcción del Modelo Neoliberal en Colombia, Bogotá, Aura, 2004, pp. 141-202.
81. Garay, Luis Jorge (Coord.), “Construcción de lo público y ciudadanía”, en: Repensar a Colombia, Bogotá, PNUD, 2002, pp. 67-130.
82. Spitaletta, Reinaldo, “Una (In)cultura mafiosa”, en: El Espectador, septiembre 23 de 2008.
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84. Pizarro Leongómez, Eduardo. “La erosión progresiva del Estado, la economía y el tejido social”, en: Una Democracia Asediada, Bogotá, Norma, 2004, pp. 203-254.
85. Cajiao, Francisco, “La traquetización de los ricos”, en: El Tiempo, diciembre 9 de 2008.
86. Gutiérrez Girardot, Rafael, La cultura de viñeta, op. cit. pp. 447-452
87. Bonilla, María Elvira, “Alma mafiosa”, en: El Espectador, octubre 5 de 2009.

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Oscar Mejía Quintana

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Pensamiento Jurídico, Universidad Nacional de Colombia (Sede Bogotá). Facultad de Derecho, Ciencias Políticas y Sociales

Pensam. jurid., Número 30, p. 15-62, enero 2011. ISSN electrónico 2357-6170. ISSN impreso 0122-1108, revistas.unal.co