La Muerte Roja te puede apuñalar
Un relato gótico de Edgar Allan Poe sobre la peste y lo inevitable

Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y  al cabo, la muerte también sabe bailar.

En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.

Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.

Y el poeta del retintín (como lo apodó Emerson, refiriéndose a la poesia Las Campanas), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.

Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?

El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.

El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.

Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.

Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de incidir la luz, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.

En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?

Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.

Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.

La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y al cabo, la muerte también sabe bailar.

En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.

Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.

Y el poeta del retintín (como lo apodó Emerson, refiriéndose a la poesia Las Campanas), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.

Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?

El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.

El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.

Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.

Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de incidir la luz, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.

En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?

Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.

Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.

La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y  al cabo, la muerte también sabe bailar.

En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.

Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.

Y el poeta del retintín (como lo apodó Emerson, refiriéndose a la poesia Las Campanas), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.

Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?

El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.

El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.

Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.

Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de incidir la luz, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.

En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?

Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.

Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.

La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y  al cabo, la muerte también sabe bailar.

En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.

Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.

Y el poeta del retintín (como lo apodó Emerson, refiriéndose a la poesia Las Campanas), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.

Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?

El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.

El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.

Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.

Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de incidir la luz, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.

En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?

Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.

Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.

La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y  al cabo, la muerte también sabe bailar.

En tiempos de pestes es posible que las palabras, las historias, acompañadas de vihuelas y panderos, puedan erigirse como antídoto, como una suerte de conjuro contra el contagio y la muerte, como acaece en las jornadas de maravilla y concupiscencia de El Decamerón. Puede que, vista a distancia, la peste obtenga dimensiones de un acontecimiento lejano que mató a mucha gente y que, a través de ciertos documentos, puede reconstruirse muchos años después, como pasa en Diario del año de la peste, de Daniel Defoe. Y así, estaremos preparados para ver y sentir el cólera en los canales de Venecia o la peste negra en medio de una historia de amor en Milán y Bérgamo, como se puede apreciar en la novela Los novios, de Alessandro Manzoni.

Y como una continuación de lecturas, una peste con estado de sitio, ópera y muchas ratas, en la novela de Camus; y la peste blanca, enceguecedora, en la novela de Saramago. Pestes por aquí y por allá. Ayer y hoy. Mañana y siempre. Pestes que arriban a Manaure y pestes que atraviesan el Mediterráneo. Y de todas ellas, y de las que faltan por relacionar, hay una, muy macabra, muy matemática, quizá cabalística, que es la que imagina el más analítico de los escritores (por lo menos hasta ese momento del siglo XIX), el bostoniano Edgar Allan Poe.

Y el poeta del retintín (como lo apodó Emerson, refiriéndose a la poesia Las Campanas), el inventor del relato policíaco y del cuento moderno, escribió una narración que puede ser, no por su tema sino por su tratamiento, una simbólica historia en la que el autor se escurre de la reflexión, del mecanismo de relojería (aunque aparezca en escena un reloj presagiador de tragedias) que utiliza en otras de sus creaciones. Publicada en 1842, La máscara de la Muerte Roja, es una composición sobre una devastadora peste que se ha ensañado largo tiempo con los habitantes de un país que en el relato no se sabe cuál es, pero que puede ser cualquiera, con castillos y aristócratas, con carnaval y fiesta, con mascarada y una sucesión de habitaciones, siete para ser exactos, como arquitectura donde ocurrirá lo inevitable.

Es un relato de tonalidad gótica, escrito por el que puede ser uno de los autores más racionalistas y usuario de métodos analíticos, con operaciones de lógica matemática combinadas con piezas de alta precisión artesanal. En la Muerte Roja asistimos a una estructura de tiempo lineal con auténtico predominio de la sentimentalidad, de los presagios y de lo sensorial. Es más, se puede aseverar que es un cuento en el que la piel, los bailes, el placer es trascendido por lo inexplicable. Esa situación se puede llamar el misterio. Pero no un misterio como el de Los crímenes de la calle Morgue, por ejemplo, ni como el de Metzengerstein. Es la presencia ineludible de la muerte. ¿Por qué en este cuento no es Poe tan racionalista?

El relato está montado sobre la hipótesis, que es del protagonista, de que con un encerramiento en un espacio dedicado al placer, a la fiesta, a la buena mesa, al vino, se podría esquivar el mal de la peste, el mismo que ha asolado a esa región como nunca antes se había visto. Y el mal tenía como encarnación la sangre, el rojo escarlata. Quien lo padecía era presa de agudos dolores, vértigos repentinos, de hematidrosis y al fin de tantas miserias y miedos advenía la muerte. El príncipe Próspero, calificado de intrépido y sagaz, al ver que sus dominios estaban quedando sin gente llamó a mil amigos, entre caballeros y damas de su elegante corte y, con ellos, se marchó a un encierro en una abadía bien fortificada.

El relato va mostrando cómo se logra un encerramiento seguro, una fortificación sólida, como previsión de que, fuera de los que allí se hallan, no pueda entrar nadie. Puertas de hierro bien cerradas. Y así como nadie podía ingresar después de que todos los que eran los invitados, tampoco se salía. Los que allí estaban pretendían derrotar la peste, que estaba afuera y a la que, con tantas seguridades, querían mantener sin posibilidades de entrar a aquella fortaleza en apariencia inexpugnable.

Afuera, la Muerte Roja continuaba con su labor de arrasamiento. Se supo, eso sí, que adentro, al quinto o sexto mes de reclusión voluntaria y, ante todo, de escape singular a las destructivas maneras de la Muerte Roja, el príncipe ofreció a sus amigotes un baile de máscaras, una especie de celebración festiva para burlar la peste y animar los sentidos, activar los placeres y poner al cuerpo como una máquina de sentir, de gozar, de moverse con gracia. Y el baile carnestoléndico (sí, porque era como una suerte de carnaval interior, de regocijo de todos, a modo de victoria sobre aquello que no los tocaría nunca: la peste, la muerte escarlata, la pavorosa enfermedad) se iba a realizar, como en efecto se hizo, en una insólita sucesión de habitaciones.

Y el narrador hace notar que en los palacios, los salones están en galería, en línea recta, y en este punto comienza una introducción misteriosa de cómo allí, en aquella construcción, los salones estaban dispuestos en otra geometría, con recodos y curvas. Cada salón, con un color específico y con cortinajes, con maneras de incidir la luz, va teniendo una funcionalidad, además de una decoración singular. El príncipe se había ocupado de buena parte de las ornamentaciones, las disposiciones de las cortinas, de la clase de disfraces que se utilizarían en la mascarada. Las siete salas tenían su cuento, aunque una de ellas, la que daba al poniente, tenía una suerte de arcano, de fuerza indescifrable, que al final va a ser definitiva en el desenlace.

En el relato se da cuenta de cómo suena la música, cómo se desplazan los cuerpos, como todo es una especie de sueño, de alegría colectiva, porque es que los que allí están, como una sarta de privilegiados, están lejos —o así lo creen— de las acechanzas torvas de una peste que ha sido fatídica. ¿Si se podría así no más, con cierta impunidad adobada con vino y pasos de baile, derrotar el fatal asedio de la peste?

Poe, maestro del uso de ingredientes técnicos como la intensidad y la tensión, en este relato va metiendo al lector en los espacios donde se danza y se escucha música, donde se bebe y pasa bueno. Pero va dando puntadas, muy sutiles, con elementos que pueden sugerir que algo más puede suceder, que no es gratuito el sonido del reloj de péndulo (un reloj de ébano) que interrumpe músicas y baile, que el tiempo allí tiene un límite. En el encerramiento, en esa aparente imposibilidad de que cualquiera otro pueda entrar, está la fuerza de la narración.

Muchos años después, un escritor italiano, Ítalo Calvino, escribiría una singular historia, otra manera de quijotear con la caballería, y pondría una armadura detrás de la cual, o, mejor dicho, en la que adentro no había ningún caballero. En el relato de Poe, como el lector verá, aparecerá tal vez de la nada un extraño caballero enmascarado que sorprenderá a todos los concurrentes y sobre todo al príncipe Próspero. Es posible que nadie escape a un destino marcado. Que nadie pueda hacerle gambetas definitivas a la muerte. Y menos a ese ser de espanto que la mente, el pensamiento y la imaginación de un gran escritor pondrá como una inesperada aparición siniestra de la que nadie puede burlarse y menos vencer.

La máscara de la Muerte Roja puede ser un cuento que el autor haya concebido como un divertimento, como una experiencia gótica, en la que, por lo demás, con un clima de claroscuros y de símbolos mortuorios, el mundo de la peste está presente y del cual, así se baile y beba y se haga una “cuarentena” carnavalesca, no hay forma de escapar. Sus alcances macabros son imparables. Y tenebrosos. Que suene la música, pues, al fin y  al cabo, la muerte también sabe bailar.

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Reinaldo Spitaletta para La Pluma

Editado por   Fausto Giudice Фаусто Джудиче فاوستو جيوديشي

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