“…reconocer que su satisfacción se acompaña de extraordinario placer narcisista, pues ofrece al yo la realización de sus más arcaicos deseos de omnipotencia
Sigmund Freud.
La palabra crueldad proviene del término latino crudelitas, relativo a la impiedad, y a la indiferencia respecto al dolor del otro. Clement Rosset en El Principio de Crueldad relaciona esta falta de compasión con un goce por el sufrimiento proveniente de la comprobación del que padece es ajeno a quien lo genera. El receptor de la crueldad certifica a su productor que no es la víctima. El harto probable que Milei responda a ese criterio: al imponer medidas insensibles comprueba que no es víctima. Simplemente porque es él quien las promueve y se garantiza de ese modo estar en la vereda de enfrente del padecimiento.
La crueldad mileísta se impone como un ethos orgulloso de su brutalidad competitiva y mercantil: la selva donde sobreviven los más aptos tienen al león como el responsable de imponer su ferocidad para disciplinamiento de los seres ubicados en los escalones inferiores de la cadena existencial. De esta manera la crueldad busca su legitimidad a fuerza de repetición. En este caso, el verdugo saborea de su presa mientras considera que está desarticulando el tejido de un cuerpo social colectivo que aborrece y desprecia.
Vemos algunos antecedentes de este ágape cruento en la farandulera etapa menemista: “ramal que para, ramal que cierra”, anunciaban en los noventa mientras entregaban las joyas de la abuela. Lo hacían, además, con el júbilo de suponer que habían superado la grieta de la oligarquía contra el pueblo. Por eso se les concedió a los Bunge y Born y a los Alsogaray la cabecera de una mesa que creían fundante.
Domingo Cavallo fue el primero en proclamar la luz al final del túnel. Una luminosidad que requería, como siempre, negrura, dolor, miseria y carencia para la inmensa mayoría de la población. Esa misma luz remota, que solo veían los festejantes de una derrota de los laburantes, se reconvertía en padecimiento para quienes solo tenían su trabajo como herramienta de sobrevivencia. Fernando De la Rúa reincidió en esa oscuridad sacrificial, acompañado apenas de unos golpecitos impostados de seguridad fingida. Pero volvió en el relato pacato de quien supo ser la hoy volatilizada exvicepresidenta de Mauricio Macri. Pero Javier Milei eclipsó a los anteriores: cambió el jolgorio de globos marketineros por una motosierra y sustituyó su promesa de “pobreza cero” por el eslogan del Estado Cero.
La luz ya no importa. La oscuridad podrá ser eterna porque lo que manda es la ecuación aritmética del sufrimiento imperecedero. Solo habrá túnel. Alcanza con la penumbra del trayecto si sirve para martirizar lo social, entendido como articulación asociativa.
Para Milei habrá túnel y oscuridad mientras los ciudadanos argentinos se resistan a aceptar que son individuos aislados, ajenos a todo compromiso común intergeneracional. El actual presidente pretende devastar el Estado porque su origen y existencia justifica la gestión de lo colectivo. Milei goza con la aniquilación de aquello que convierte a los habitantes de este país en ciudadanos. No debe existir –en su opinión– una sociedad porque eso supone algún compromiso colectivo. Y lo que debe primar es lo individual, lo egoísta, lo fragmentando, la perpetua ajenidad del prójimo.
Para la lógica neoliberal toda acción colectiva que no esté orientada a lo mercantil es visualizada como espuria. Es una disposición que los ultraliberales clasifican como contra natura, etiqueta que puede ser pasible de persecuciones mediante atrocidades sistematizadas. La imagen digital y las redes sociales apalancan este intento de destruir el vínculo interhumano. Y para propagar su creencia recurren a la espectacularización truculenta. Su misión pretende exorcizar aquello que pretende suplantar la normalidad del individuo aislado en guerra contra sus hermanos. Ese ajuste de cuentas –igual que el cáncer de la subversión de la dictadura genocida– postula a lo insensible como emblema. Todo sujeto compasivo es caracterizado como débil e irracional, situación que justifica su aniquilamiento y el goce de la crueldad que lo impulsa.
Si la crueldad excluye al otro –o lo convierte en una martirizado– la ternura lo empodera, le dice que él también es importante en esta vida. El paradigma del dispositivo de la crueldad es la mesa de torturas. Existe un goce en esa escena. El placer del poder que cree controla en forma absoluta al vejado.
Lo opuesto a la crueldad es la ternura. Cuando se expresa en la socialización inicial, su abrazo tiene dos componentes: el de abrigo y el de liberación. El primero recurre a la “empatía” para asegurar la confianza. La segunda difunde la seguridad en el vuelo, que deberá ser acompañado por otrxs. La ternura brinda certidumbre y valor. Pero también autonomía y esperanza en las trayectorias de la libertad. En su doble cometido, la ternura instituye convicción y al mismo tiempo dota de alas para la emancipación. Contribuye a la independencia para ir al encuentro del amor, de la amistad y/o de la asociatividad. La crueldad busca, en última instancia, el exterminio de la esperanza. Lo tanático que late en su negrura es ajeno y enemigo de la ilusión, de las pasiones alegres, de la creatividad y de la sonrisa genuina. Quizás la mueca más emblemática de la crueldad sea el fascismo. Los partisanos que colgaron al Chancho de Predappio el 28 de abril de 1945, recordaron que Walter Audisio fue el encargado de cumplir con el mandato de la ejecución. Cronistas de época afirmaron, en los días posteriores, que la ternura – palpable en el rostro del “Coronel Valerio”– había derrotado de forma tajante a la crueldad. No existe tal túnel. Solo hay luminosidad si los ejércitos de la ternura están dispuestos a encender sus lámparas de empatía y liberación.