En 2005, no sin perplejidad, descubrí que para algunos de mis estudiantes en la Universidad de Georgia el argumento más sólido e incontestable consistía en que algo “es verdad porque yo lo creo”. La perplejidad se multiplicaba por varias razones. Las razones del origen de semejante argumento y su actual y devastador efecto en las sociedades del Norte y del Sur, también.
Por entonces, yo era un asistente de cátedra y, a su vez, estudiante de posgrado que había llegado con su esposa y sesenta dólares en el bolsillo un par de años antes, golpeado por la masiva crisis neoliberal del Cono Sur. Con un salario mínimo, pero con los estudios cubiertos por la universidad, vivimos varios años por debajo del nivel oficial de pobreza, pero nuestra austeridad natural, el descubrimiento permanente (desde el salón de clase hasta las reuniones en los parques del campus con decenas de estudiantes de todos los continentes) habían convertido esas limitaciones, el exilio económico, la intemperie psicológica y la ausencia de cualquier ayuda económica en una experiencia más bien agradable e inolvidable. Lo mismo el placer por el estudio y la investigación, sin condiciones y sin la obsesión monetaria, que cada vez escasea más en las nuevas generaciones, según lo observo en mis nuevos estudiantes y en muchos jóvenes que encuentro en otros países.
Por entonces, veníamos de un país pequeño, sin posibilidades de dictar ni imponerle nada a ningún otro (afortunadamente), pero todavía con una sólida tradición intelectual y pedagógica proveniente de la Ilustración, por lo cual el contraste con Estados Unidos fue evidente en todos los aspectos. Al menos por entonces, en Uruguay no era necesario ser universitario para poseer una sólida formación intelectual. La cultura y el ejercicio civilizado de la discusión crítica solían estar en los cafés, en los bares y las librerías callejeras. Para mí no hay dudas: eran muy superiores a lo que es hoy la educación comercializada y banalizada de las universidades más caras del mundo capitalista y postcapitalista.
Como anotaba al comienzo, uno de esos descubrimientos que me mantuvieron perplejo desde principios del siglo y por mucho tiempo fue el mecanismo dialéctico de los jóvenes que vivían en la potencia mundial (“es verdad porque yo lo creo”) y que se parecía mucho más al fanatismo político y religioso (supongamos que son cosas diferentes) que a alguna excelencia por el pensamiento crítico, científico e ilustrado al que, desde el Sur, yo asociaba con gente como Carl Sagan. Desde entonces, sospeché que este entrenamiento intelectual, esta confusión de la física con la metafísica (aclarada por Averroes hace ya casi mil años) que cada año se hacía más dominante (la fe como valor supremo, aun contradiciendo todas las pruebas objetivas) provenía de las majestuosas y millonarias iglesias del sur de Estados Unidos. Ya escribí sobre esto hace muchos años y no quisiera repetirme aquí.
Ahora, los hábitos adictivos de las nuevas tecnologías, como mirar cada día cien micro videos y responder a cien opiniones antes de terminar de comprenderlas o de leerlas, pese a su brevedad y simpleza, ha destruido las capacidades intelectuales más básicas, desde la simple memorización de un poema o de un hecho histórico, desde la concentración serena en el intento de comprender algo con lo cual discrepamos, hasta el razonamiento de principios matemáticos básicos, como de proporción, de probabilidades o la ecuación más simple como una regla de tres.
Es más, ya no sólo el estudio de la filosofía, eso que nos permite un diálogo civilizado con siglos anteriores de la humanidad, sino también las matemáticas son cuestionadas como “conocimiento inútil”. No generan dopamina ni dinero fácil e inmediato. No se considera que ambas disciplinas son un ejercicio intelectual insustituible para evitar convertirnos en plantas, en insectos dando vueltas en torno al fuego donde van a morir, en sanguijuelas pegadas a una pantallita luminosa esperando eternamente a que sangre un poco.
Pero sí se matan en el gimnasio para sacar músculos que se desinflan en dos semanas o afirmar las nalgas (muy bonitas, eso sí) para sacudirlas delante de un teléfono y ejercitar así su narcisismo en Instagram o TikTok. Ejercitar el músculo gris con un poco de lectura compleja es desacreditado como una pérdida de tiempo. Naturalmente, lo dicen porque lo creen y, además, tienen toda la fuerza del convencimiento del fanático―en este caso, laico.
Una forma que tiene el Narciso de las redes para defenderse del esfuerzo intelectual es etiquetándolo como “lavado de cerebro”. Es decir, acusar a los demás de lo que se sufre de forma objetiva y radical. Nos estamos aproximando a la realidad política de nuestro tiempo ¿no? Aún nos falta otro elemento central.
Debido a la cultura de la competencia y con el propósito de “elevar la autoestima” del niño que se revuelca en el piso porque no le compraron lo que quería, la psicología Disney se ha encargado de convencer a los hijos desde la tierna infancia de que son todos genios, de que sus opiniones son respetables por el hecho de ser suyas y que, por si fuese poco, tienen el derecho de no fracasar nunca. Que alguien los ayude a comprender que están equivocados se convierte en una ofensa intolerable que responden con una nueva pataleta.
Luego, como muchos nunca maduran en sociedades infantilizadas como las nuestras, responden con violencia. Primero violencia verbal, luego electoral y, finalmente, fascista. Como tampoco pueden hacerse cargo de su tan mentada libertad, culpan a los padres por haber sido padres en algún momento, en lugar de psicólogos y proveedores incondicionales de entretenimiento y felicidad eterna. Las opiniones de los Bambi y de los Tribilin (como que la Tierra es plana y el progreso del mundo se debe al infinito esfuerzo de individuos multibillonarios como Elon Musk) no solo deben ser respetadas, sino además deben ser consideradas verdades, verdades alternativas.
Así, no sólo llegamos a una nueva Edad Media donde la verdad se basa en la fe, sino que hasta los terraplanistas han invadido como hordas la esfera pública y han tomado por asalto la política y los gobiernos. Ahora también van por las universidades, con ciertas posibilidades reales de éxito, sino por la destrucción vandálica de la privatización for profit, al menos por el desangrado a través del desfinanciamiento y de la pérdida de autonomía académica..
Argentina, por mencionar un solo caso. Las Lilia Lemoine, los Ramiro Marra y el mismo presidente Javier Milei son personajes que treinta años atrás ni siquiera hubiesen calificado para un casting de un programa humorístico como No toca botón. Todos hablan con elocuencia (Psicología Disney del hijo genio) porque su nivel de vacío e ignorancia es tan abrumador que ni siquiera les da para adoptar una mínima actitud de modestia (“Es verdad porque yo lo creo”).
Los otros de su especie espantapájaros que no alcanzan su visibilidad (otra palabra adoptada que me sorprendía en 2005), los votan los defienden a muerte, porque se sienten representados. Al menos en esto tienen razón: están más que bien representados en la dictadura del lumpeado.