El holocausto cauchero y ‘La vorágine’

“La Vorágine, de José Eustacio Rivera, oscila entre el romanticismo exacerbado, para entonces ya extinto en el resto del mundo, y el realismo, que muestra a la bestia humana con sus peores instintos desbocados, se convirtió en un referente universal de los desastres de la violencia en un país como Colombia” – Reinaldo Spitaletta.

"La Vorágine, de José Eustacio Rivera, Biblioteca virtual Miguel de Cervantes

El holocausto amazónico, el genocidio cauchero, los más de cien mil indios, a los que en el siglo XIX se les denominaba “irracionales”, asesinados por la Casa Arana, convirtieron la manigua en una sede de todos los infiernos. Las primeras incursiones en las que se abatían naturales como si se estuviera desyerbando, fueron en los tiempos de la “fiebre de la quina”, y, después, con el ascenso de la explotación del caucho, tras los adelantos de la vulcanización en países capitalistas como Inglaterra, Francia y Estados Unidos, prosiguió el arrasamiento de indígenas, víctimas de insólitos castigos, persecuciones y exterminio.

El imperio comercial conocido como Casa Arana, que explotó el caucho en el Amazonas, utilizó el terror para esclavizar a los indigenas. Archivo Portafolio.co

Una enorme red de extracción y distribución del látex se esparció por Manaos e Iquitos, se irrigó asimismo en las selvas colombianas y transfiguró aquellos territorios en una fuente de riquezas para unos cuantos y de muerte y desolaciones para miles, entre los que estaban miembros de distintas culturas amazónicas, como la de los huitotos, por ejemplo. El peruano Julio César Arana conformó con otros aliados, en 1901, la colonia indiana La Chorrera. Aquella riqueza natural, explotada además por la voracidad de Gran Bretaña, conduciría a las tensiones entre Colombia y Perú, detonante de la guerra entre ambos países en 1932.

La selva se erigió como el “paraíso del diablo”, como la catalogó un joven ingeniero estadounidense, Walter Hardenburg, que presenció, en 1907, las torturas y miles de atrocidades contra los indígenas, sometidos a un régimen de esclavitud. Parte de aquellas aberraciones fueron las que denunció, años más tarde, el novelista y poeta José Eustasio Rivera, en La vorágine, publicada en 1924. La obra, que oscila entre el romanticismo exacerbado, para entonces ya extinto en el resto del mundo, y el realismo, que muestra a la “bestia humana” con sus peores instintos desbocados, se convirtió en un referente universal de los desastres de la violencia en un país como Colombia.

Miles de indígenas fueron esclavizados y asesinados durante la fiebre del caucho. © W Hardenburg

Al comenzar a popularizarse la fogosa novela, Rivera se erigió en una especie de “estrella”, que trascendió su viaje a la selva a la que iba solo por un “negocio de abogado” y salió de ella convertido en una figura universal, como lo es también su obra. Rivera, al narrar el otro país, el desconocido, el de lo increíble, lo maravilloso y lo descomunal, va creciendo en el interés de los lectores. En febrero 7 de 1926, Lecturas Dominicales de El Tiempo publicó una entrevista que tituló “Una hora con José Eustasio Rivera”.

Una de las preguntas formuladas era sobre “el movimiento de novela en la literatura colombiana”, a la que el escritor respondió que, entre nosotros, la prosa no ha tenido el mismo ambiente que el verso (al fin de cuentas, desde antes y desde después de esa entrevista este se ha conocido como un país de poetas, pero también como un país de asesinos). También dijo que “la capacidad imaginativa para crear es deficiente, casi nula. Los personajes, base esencial de la novela, son borrosos, por lo general, y se olvidan fácilmente, pues carecen casi todos de vida, vida fuerte y real”.

Sin duda, Arturo Cova, aquel que antes de enamorarse de mujer alguna jugó su corazón al azar y se lo ganó la Violencia, sí es un personaje inolvidable, como lo son el principio y también el epílogo de La vorágine. Asimismo, en la entrevista le preguntaron sobre el “movimiento poético de Colombia” y dijo que era superior a cualquier otro de América. Le picaron la lengua y mencionó que de los poetas nuevos “de los que escriben aquí en Bogotá”, le gustaban Rafael Maya “en algunas de sus poesías”, León de Greiff, “quien a pesar de sus extravagancias métricas, pone de relieve su vena poética”, y Rafael Vásquez.

Consideró que el máximo poeta en Colombia era Rafael Pombo y expresó su gusto por escritores y poetas extranjeros como Eça de Queiroz, Gabriel D’Annunzio y Henrik Ibsen. “Últimamente he leído un libro que me ha llamado mucho la atención: la novela Ifigenia, de la escritora venezolana Teresa de la Parra”. Una pregunta clave fue la de qué le interesaba más, si la política o la literatura: “La literatura, sin duda alguna; de la política no he sacado sino el conocimiento de los hombres, de sus miserias, que me suministrará elementos para mi obra literaria futura en alguna forma”.

Empezó a escribir otra obra, La mancha negra, que se perdió en Nueva York, ciudad en la que murió de modo misterioso el 1 de diciembre de 1928. Faltaban cinco días para que, en Colombia, sucediera la masacre de las bananeras, ejecutada por la transnacional United Fruit Company y el gobierno conservador de Miguel Abadía Méndez. La masacre, es sabido, aparece en obras como Cien años de soledad, de García Márquez; La casa grande, de Cepeda Samudio, y Si no fuera por la zona caramba, de Ramón Illán Bacca.

Hace más de un siglo, hubo un genocidio en las selvas amazónicas. Los máximos verdugos fueron Julio César Arana y la empresa británica Peruvian Amazon. Que la historia y la literatura sigan haciendo justicia.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 11 de marzo de 2024

Editado por María Piedad Ossaba