Un viaje con final inesperado: Relato de pesadillas, presión alta y una intempestiva sala de urgencias

Aquí estamos, otra vez, contando las peripecias y volviendo a reír, a leer en voz alta una novela de Graham Greene que habíamos iniciado antes del viaje, hablando de numerología (por ejemplo, acerca de los significados del número once, que era el de su cama hospitalaria…Triste no habernos podido parar en el multicultural puente sobre el Drina a ver caer, desde lo alto, a una novia desilusionada, como pasa en la novela de Ivo Andrić.

1. Una camilla antes de Belgrado

Antes del ingreso a la sala de espera, denotó un cansancio inusual, buscó en el hall del aeropuerto de Rionegro una silla y tuvo que sentarse en el piso. Era el domingo 26 de marzo. Respiraba con dificultad y no expresaba ningún síntoma de alegría frente al viaje cultural que tenía a Bogotá como primera estación, para hacer conexión París-Belgrado. Me pareció que había una anormalidad en ella, siempre vivaz y fuerte y contenta y locuaz. No dije nada. En el avión se lamentó de haber comido demasiado antes del vuelo y de una llenura que le hacía más protuberante “la barriga”, según indicó con voz débil, acompañada con un gesto de molestia.

En el aeropuerto El Dorado, de Bogotá, caminó con dificultad por los pasillos, buscó las plataformas móviles, se metió a un baño y se demoró más de la cuenta, tanto que tuve que gritar: “Mona, ¿estás bien?”. “Sí, ya voy”. Continuó muy despacio y paraba a apoyarse en los pasamanos. Cuando íbamos hacia Migración, pasamos por enfrente de la caseta de Información. Me dijo que le dolía el estómago. La chica al otro lado del mostrador la escuchó. “¿Quiere que llame a Sanidad?”, le preguntó. “Sí, por favor”. Llegaron los paramédicos, la sentaron en una silla de ruedas, le tomaron la presión. “Hay que llevarla a la Sanidad Aeroportuaria”, dijo la paramédica. “Tiene muy alta la presión”. La ambulancia, en la que nos montamos con aire de interrogación, dio la vuelta por el aeropuerto y llegó a una oficina alargada, con una taquilla bien iluminada; más allá, un cuarto de observación. La entraron y acostaron en una camilla. Me quedé sentado en una salita y no me dieron ganas de leer. Me revolví en la silla. Luego escuché voces. Salió una enfermera y me dijo que le diera información sobre la paciente. “¿Van a viajar esta noche?”, me preguntó. “Sí, a las 21:55 sale el vuelo”. Eran las ocho de la noche, según vi en el celular.

Continuó el examen. Escuché que la Mona decía que este era un viaje soñado, que cómo iba a ser que no la dejaran partir cuando ya toda la gira estaba lista, con vuelos y hoteles. Belgrado-Budapest-Berlín-Roma-Florencia-París. “Mi esposo va a dictar unas charlas en el Instituto Cervantes, de Belgrado, y en París”. Salió una médica y me llamó aparte. “Su esposa no puede viajar esta noche”. La Mona escuchó y se levantó. La facultativa, peli cortica y delgada, hizo un gesto despectivo. “No puede viajar porque la traerían cadáver aquí”, señaló con énfasis y sin consideración alguna.

Los procedimientos indicaban que la presión era alta, que la saturación no sé qué, que estaba a punto de un infarto, que de viajar tendríamos que conseguir, cuando se pudiera, oxígeno. Me dieron teléfonos para llamar a averiguar por las pipetas o por concentradores. Que debía pagar once millones de pesos, según me dijo una voz de mujer al otro lado de la línea. Entre tanto, otro médico me llamó aparte y me dijo que veía el asunto grave. La Mona insistía en que viajaría así.

Salimos de la Sanidad Aeroportuaria. Fuimos hasta Migración. En la fila, la Mona arrojó sangre por su nariz, manchó el piso e hizo que un funcionario apartara a los viajantes. Alguien le entregó una botella de agua medio vacía (más vacía que llena). La blusa se tiñó de rojo, también los tenis. Cuando nos pusieron los sellos en los pasaportes y fuimos a la sala de espera 41 para abordar el vuelo de Air France, ya allí tenían el reporte perentorio. Una funcionaria, alta, pálida, peli-lisa y de arrogante mirada, dijo: “La señora Marcela Londoño no puede abordar”.

Otra empleada de la aerolínea nos dijo que la acompañáramos. En Migración levantó los sellos de los pasaportes. “A las doce y treinta pueden reclamar su equipaje”. Cuando fui por la maleta, la Mona se quedó sentada, a la espera, con su respiración entrecortada. Hubo que llamar de nuevo a la Sanidad Aeroportuaria. Otra vez la ruta era la de la oficina de antes. De allí, tras un chequeo, en medio de los alarmantes pitos de los aparatos, llamaron una ambulancia. Casi a las dos de la mañana salimos hacia el Hospital de Engativá, a su sección de Urgencias.

La noche bogotana, descongestionada, nos hizo llegar más rápido. La internaron. Entre tanto, en una sala en la que había gente expectante, fui a una taquilla, di la información requerida, me senté a esperar. Luego me entré y caminé por un largo pasillo adonde estaba la Mona en una camilla. De pronto, vi a un hombre que entró dejando un reguero de sangre en las baldosas brillantes. Tenía una herida en el brazo. “Atiéndanme, por favor”, decía. Más tarde, a la Mona la condujeron al pabellón de Observación, cama 11. Allí debía permanecer. Los que nos llevaron al hospital me dijeron que si gustaba me acompañaban a conseguir hotel. Me dejaron en uno, Hotel Palacio Real, sobre la calle 72, se bajaron conmigo, me ayudaron con la maleta y me acompañaron en la recepción. Eran casi las cinco de la mañana. “Aquí queda bien —me dijo el conductor de la ambulancia y paramédico—, porque no queda muy lejos del Hospital”.

No pude dormirme de inmediato hasta cuando me venció, en medio de las tensiones y el cansancio, un sueño que estuvo lleno de pesadillas. Era el amanecer del 27 de marzo.

Sueños que volaron en un avión. Foto Spitaletta
2. La pesadilla

La mujer, brillante, luminosa, plateada, avanzaba por un bosque y a todo el que se encontraba intentaba alcanzarlo con sus manos para pulverizarlo, o dejarlo convertido en cenizas. Caminaba muy lenta, a veces se tambaleaba y no se detenía. Desde un jeep descapotado un hombre le disparó con un rifle, al tiempo que una mujer y otro hombre escapaban por el monte. Al del arma lo mató la aparición fantástica. Luego, por el mismo monte, emergió un enorme oso. La mujer lumínica, que seguro estaba contaminada con radiaciones nucleares, lo convirtió en cadáver, mientras la pareja de los huyentes veía la escena con asombro y espanto. Corrieron a una casa. Y allí se apareció de súbito la terrorífica figura de la mujer color plata…

Como no me podía dormir, había prendido el televisor de la habitación y me topé con ese filme que ya estaba avanzado y no supe cuál era su título. Me parecieron ingenuas las imágenes y lo que supuse sería la trama e intriga sobre radiaciones nucleares o accidentes atómicos. La película, con final feliz (ya supondrán que la pareja en mención es capaz de deshacer para siempre esa monstruosa aparición de una mujer esbelta, de apariencia rubia y muy parecida a las bellezas de los años cuarenta), parece que me afectó.

No sé cuándo logré dormirme. Aparecí por un antiguo camino, similar al que recorríamos cuando, de niños, visitábamos a mi abuelo materno en una vereda de Rionegro. Iba solo. Sobre la carretera de barro amarillo rojizo había restos de pieles tal vez de osos despellejados. Pasé debajo de un arco, también de tierra apisonada o quizá de tapia. Y de pronto, una voz de estruendo, a mis espaldas, me impelía a detenerme. Cuando di la vuelta, estaba ahí, luminosa, enorme, como de casi tres metros de estatura y me decía que frenara. Era espeluznante. Mis gritos no la perturbaron. “Este camino es mío, de mis antepasados, de mi madre, que aquí mismo, cuando nos bajábamos del bus, se sentaba a orinar detrás de unos helechales… ¡Fuera, fuera!”, le decía a la terrorífica presencia. Pero la mujer seguía avanzando hasta capturarme y envolverme con sus brazos descomunales”.

Cuando desperté, la imagen de la Mona, en una camilla de Urgencias, volvió a estar conmigo.

3. La maleta y una falsa alarma

Al mediodía, tras comprobar que la maleta se había estropeado (se dañaron los cierres y estaba inutilizada) volví a Urgencias, la Mona estaba demacrada, con cánulas, bolsas de suero, ropa con manchas de sangre… De vecina, tenía a una mujer muy sonriente, una recicladora, a la que, tras un accidente de tránsito, le habían puesto mal, en otra institución clínica, una platina en su pierna izquierda y estaba a punto de perderla por la putrefacción. La Mona, sin perder su humor, su locuacidad, ya era conocida por pacientes y personal médico. Les contagiaba su alegría, pese a su estado de postración y a las circunstancias, nada halagüeñas. La doctora Sonia Lucía Bravo, médica internista, me dijo que la paciente tenía varias afectaciones, no solo de la presión arterial, sino de los pulmones y el corazón. Requería múltiples exámenes.

Estaban haciendo lo mejor posible en aquel hospital. La Mona ya le había contado a la médica Bravo el asunto de la maleta, como otro episodio que se agregaba a toda una situación adversa. “Dígale a su marido que yo le prestaré una maleta para que no tenga que salir a comprar otra”. En efecto, tras terminar su jornada, me llevó hasta su casa, entre los límites de Modelia y La Esperanza, y me la facilitó. Además, me dio las coordenadas de varias empresas para adquirir un concentrador de oxígeno, para que, cuando le dieran de alta a la Mona, pudiera continuar el viaje.

Nuestra agente viajera, la señora Cristina Siegert, de Medellín, ya había hecho nuevos contactos con las aerolíneas para viajar el 31 de marzo. Así, en Lufthansa, nos consiguió tiquetes Bogotá-Frankfurt-Belgrado. La médica internista nos proporcionó resultados, documentos, diagnósticos, para que, en efecto, se pudieran enviar a la empresa aérea. La Mona, entre tanto, continuaba en Observación.  En uno de los exámenes hospitalarios, hubo, por un momento, una confusión. “Marcela Londoño Orozco, la vamos a pasar a cuarto”, le dijo una asistente. “¿Cómo así, por qué?”. “Porque el examen de covid salió positivo”, le dijeron. En esas, cuando ya la Mona se quebraba en llanto, llegó otro empleado y aclaró que había una equivocación. “El examen salió negativo”, aseveró.

Había alguna esperanza en retomar el viaje. La Mona continuaba en recuperación y ya era parte amistosa y familiar de enfermeras, empleados y pacientes de esa sección. Su afabilidad y espíritu de mujer amable y chistosa se había ganado la simpatía de todos. Eso hacía menos dramática la situación inesperada de la interrupción del periplo. Conseguimos, tras gestiones de la doctora Sonia Lucía, el concentrador de oxígeno, la paciente mejoraba, ya llevaba cuatro días internada. El 30 de marzo le dieron el alta. El viaje se haría el 31, a las 23:55, en un vuelo de Lufthansa. Se enviaron a la compañía aérea documentos pertinentes hospitalarios. Faltaba que el médico de la aerolínea autorizara el viaje.

En tierra se quedaron las ganas de volar lejos. Foto Spitaletta

4. Don Quijote no pudo cabalgar

El 31, por la mañana, cuando ya se había enviado la documentación en inglés de la historia clínica y otros datos, la agente viajera recibió la noticia: “la señora Marcela Londoño Orozco no puede viajar”. La doctora Bravo se aterró. “Pero sí ya está medicada, le dimos de alta y tiene todas las facultades para viajar con el concentrador de oxígeno”. Pues no. La Mona, sin perder la calma, aunque se le notaba una cara de pesar, me dijo que “por algo suceden las cosas. Estuve a punto de morir y ya estoy bien. Pero es mejor no viajar. Vendrán otros días, otros viajes, nuevos sueños”.

Qué tal, me decía, una cargando este aparato (una maletita con cánulas, pilas, cables) por museos, calles, barrios, lugares culturales, por callejones y galerías. “No convenía. Nos devolvemos para Medellín”. La charla sobre don Quijote podrá esperar, lo mismo que, en París, la conferencia sobre la líder obrera Betsabé Espinal y mi novela “Betsabé y Betsabé” se podrá hacer en otros calendarios. Había una serenidad y una nueva luz en los ojos de la Mona. Y ya estaba mucho mejor de salud y su semblante era luminoso (pero no como el de la mujer de la película). Jugaba (bueno, es un decir) con un espirómetro o incentivo respiratorio, de tres baloncitos de colores. Ya los subía sin dificultad hasta la cima.

El primero de abril volamos a Medellín, con la maleta prestada, con los mismos objetos de la ida, pero con más remedios empacados. La Mona sonreía con la gracia de siempre y recordaba con una mezcla rara de cariño pesadumbre los días y noches en una sala de observación, por lo bien que la trataron y, seguro, por las angustias inesperadas. “No volví difunta o cadáver, como dijo la de la Sanidad del aeropuerto”, dijo y soltó una risotada.

Aquí estamos, otra vez, contando las peripecias y volviendo a reír, a leer en voz alta una novela de Graham Greene que habíamos iniciado antes del viaje, hablando de numerología (por ejemplo, acerca de los significados del número once, que era el de su cama hospitalaria) y volviendo a armar un nuevo derrotero para volver, en tiempos menos agitados, a buscar las huellas de los bombardeos de la OTAN y EE.UU. a Belgrado y las esculturas fulgurantes de Miguel Ángel en Florencia. Triste no habernos podido parar en el multicultural puente sobre el Drina a ver caer, desde lo alto, a una novia desilusionada, como pasa en la novela de Ivo Andrić.

El sueño de las escalinatas (Hotel Palacio Real). Foto Spitaletta

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, Escrito en Medellín, sin tensiones, el primero de abril de 2023

Editado por María Piedad Ossaba