Naturaleza y capital

Para quienes no dan muchas alternativas a este control del capital no queda sino el recurso de desmantelar el capitalismo y empezar a echar las bases de un orden social esencialmente diferente. En muchos aspectos podrían estos revolucionarios coincidir –al menos temporalmente- con quienes apuestan por someter el capital a ciertos controles mediante políticas reformistas.

Solucionar la contradicción que existe objetivamente entre la acción humana y el medio natural no es en modo alguno una preocupación actual. Los clásicos de la economía capitalista ya registraban el problema, preocupados,  por ejemplo, por el evidente deterioro de los suelos como resultado de la explotación intensiva y sobre todo porque se abandonaba la restitución de componentes esenciales a la tierra con la urbanización, así como olvidar otras prácticas tradicionales desde la Edad Media tales como el barbecho o la rotación de cultivos. Marx insiste sobre todo en que en el capitalismo, al imponer el beneficio del capital sobre cualquier otra consideración impide la solución adecuada a la contradicción sociedad-naturaleza para asegurar un metabolismo sostenible. Para él, la solución pasaba inevitablemente por la superación del orden entonces vigente. El ecologismo no es nuevo.

En lo fundamental ese argumento sigue siendo válido en la actualidad; solo que la experiencia ha demostrado que los avances de la ciencia permiten un aumento considerable de la producción sin que se rompa irremediablemente esa relación sociedad-naturaleza, y siempre y cuando el Estado consiga cierto control sobre el capital y obligue al menos a una gestión más racional de la explotación de los recursos. En cierta forma, se supone que ese Estado moderno no sería, a secas, un simple instrumento ciego del empresario individual (tal como se promueve en el neoliberalismo) sino un gestor responsable de los intereses del capitalismo en su conjunto. Ese sería el límite del carácter democrático del sistema al que podría llegar el capitalismo. Desde esta perspectiva en el actual debate sobre el calentamiento global y en general sobre el impacto dramático de la actividad humana sobre la naturaleza, a la tradicional estrategia reformista que busca equilibrios entre oferta y demanda habría que agregar otra tan o más urgente que permita alcanzar un posible y necesario equilibrio entre consumo y producción. En realidad, la contradicción entre la sociedad y el entorno natural, aunque alcanza dimensiones catastróficas en el momento actual aparece casi desde siempre, desde que la humanidad abandonó las formas de comunismo primitivo en las cuales la propiedad era común y las decisiones expresaban el sentir mayoritario de la colectividad.

Por ejemplo, la preocupación ya aparece durante la colonización del Nuevo Mundo. La Corona española impuso normas muy precisas para los asentamientos humanos buscando asegurar lugares limpios y seguros para evitar enfermedades, garantizar recursos como agua, suelos adecuados para la economía de entonces y terrenos no expuestos a derrumbes, inundaciones y otras catástrofes similares. Unas normas que bien podrán aplicarse ahora cuando el calentamiento global se traduce allí en un impacto natural de dimensiones dramáticas.

La preocupación de los clásicos de la economía capitalista enfatizaba sobre todo en el deterioro evidente de los suelos debido a la explotación intensiva pero no omitían en modo alguno la problemática provocada por la salvaje explotación de los seres humanos, enorme en Europa pero de dimensiones más criminales aún en el mundo colonizado. Y en el fondo estaba como razón principal de este drama la prioridad de los beneficios del capital sobre cualquier otra consideración. O sea, lo mismo que se puede registrar en el actual debate sobre el calentamiento global y sobre el manejo irresponsable de los recursos naturales. Y de nuevo, se constata que aunque la ciencia ofrece soluciones, éstas no se aplican porque los intereses de las grandes empresas y sobre todo por el poder de las actuales naciones metropolitanas lo impiden.

En el mejor de los casos, los congresos mundiales y otras instancias semejantes se limitan a hacer solemnes declaraciones en las que nadie cree. Que el actual orden social puede conducir a una catástrofe ya no parece ser una preocupación tan solo de la ciencia. Por supuesto que hay también científicos que niegan esos riesgos, pero son minoría y casi siempre no pueden ocultar que los financian las mismas empresas y gobiernos que aparecen como principales responsables del llamado cambio climático. Pero el problema no parece ser nuevo; existen ejemplos de civilizaciones que desaparecieron probablemente porque hicieron un uso suicida de los recursos. Podría ser que la civilización maya, por ejemplo, se extinguiera como tal, precisamente por una sobreexplotación de los recursos de que disponía (la tierra cultivable, sobre todo) y, en el resto del continente americano y en el mundo existen otros ejemplos similares, aun sin explicación suficiente.

Cuando los europeos invaden el Nuevo Mundo encontraron vestigios de civilizaciones extinguidas sin que pueda determinarse la causa precisa de su desaparición, aunque siempre cabe la hipótesis de un manejo inapropiado de los recursos disponibles. Y al igual que en Europa en el arranque del capitalismo, con sus formas de extrema explotación de recursos materiales y del moderno proletariado, en el Nuevo Mundo (y en la periferia colonial, igualmente) se registra la extinción física de pueblos enteros y la desaparición de formas culturales en aquellos que lograron sobrevivir (lenguajes, conocimientos médicos, formas de organización social y política, manejo de los recursos, etc.). Con el actual conflicto en Ucrania y la posibilidad de una guerra nuclear, no faltan quienes prevén la desaparición de la actual civilización. Cabe señalar no obstante  que tan apocalíptica previsión, por ahora, parece tener mucho fundamento.

Si la raíz del problema está en la lógica misma del capital (el beneficio por encima de toda otra consideración) solo cabe esperar que sea posible someter ese capital a ciertas normas correctoras. Ese es el desafío para quienes confían en fórmulas reformistas que pueden conseguir, por ejemplo, un uso diferente de recursos como el gas, el petróleo o la energía nuclear reemplazándolos por energía renovables; conseguir igualmente que aumente el consumo de bienes básicos para la mayoría marginada del género humano (incluidos grupos crecientes en las mismas metrópolis) y al mismo tiempo que ese consumo disminuya para los grupos minoritarios privilegiados. El objetivo es, para comenzar, conseguir un consumo y una producción que permita combatir el calentamiento del planeta, limitando o eliminando  toda práctica destructora de recursos tales como el suelo, la madera, los minerales, la pesca y otros semejantes. Se trataría de conseguir el control racional del proceso de urbanización que se ha intensificado mucho en el medio siglo anterior y que ya es dramático en las grandes urbes del mundo periférico.

Para quienes no dan muchas alternativas a este control del capital no queda sino el recurso de desmantelar el capitalismo y empezar a echar las bases de un orden social esencialmente diferente. En muchos aspectos podrían estos revolucionarios coincidir –al menos temporalmente- con quienes apuestan por someter el capital a ciertos controles mediante políticas reformistas. El caso del uso de energías renovables puede ser una oportunidad para alianzas entre revolucionarios y reformistas. Por supuesto, en las filas reformistas abundarán quienes prefieran que las entidades que impulsen esas nuevas formas de energía sean las grandes empresas (tal como ya parece que está ocurriendo). Para quienes desean el cambio radical, un gran avance sería que sean empresas públicas las que impulsen ese cambio y se permita así un control más democrático.

Juan Diego García para La Pluma, 20 de noviembre de 2022

Editado por María Piedad Ossaba