La feria del “me gusta”

Y, para no ir muy lejos, sí que ha sido deficitaria la democracia en Colombia. Doscientos años manejado el país por un club exclusivo de patanes oligárquicos.

Hoy, el poder, cualquiera que este sea, no requiere prohibir el pensamiento. La velocidad y la feria de las emociones hacen que no haya necesidad de acudir a inquisiciones, cacería y quema de brujas y a otras inmundas maneras de la persecución y el “macartismo”. Es como la publicidad de una oscura gaseosa: no piense, sienta.

Habitamos el presuroso reino de la emotividad, limitado a lo que se siente (aunque sea hambre o indigestiones), a lo que percibo pero no comprendo, en un mundo al cual ya no se requiere ponerle “entendederas”. Las infinitas redes no están hechas para producir racionalidades, cuestionamientos a fondo o alguna reflexión subversiva, sino para que sintamos, así como “la chispa de la vida”, sin que nos preguntemos ¿qué es la vida? Tal condición es para filósofos y, como decía un viejo muy sabio y muy irreverente, estos son todos de la antigüedad.

Ya sabemos (o eso creemos) que la propaganda se mueve en los ámbitos en los que la razón no es la clave, no es la protagonista, ni siquiera es una convidada. La propaganda es deslumbramiento, latigazo y brillo de oropel. Hace rato que el miedo a la libertad nos ganó la partida. Y seguimos envueltos en la “comodidad” del no pensar; para qué ese proceso tan complejo, si es que, además, tal actividad requiere tiempo, y nuestro tiempo es para sentir.

Lo saben los publicistas, los propagandistas. Al rebaño hay que mantenerlo atento a las bobadas, no a lo esencial (¿qué es lo esencial? pudiera preguntar un personaje de literatura). Hoy estamos bajo la pesada bota de las emociones, aunque estas, bien miradas y sopesadas, pueden ser una posibilidad para “la reconexión de la política con la ciudadanía”, como aducen dos autores: Richard H. Taller y Cass R. Sunstein en su libro Un pequeño empujón.

Sin embargo, el discurso de frases efectistas, de calambures y fulgores verbales, no es para que el receptor se ponga a formularse preguntas existenciales, sino para que, por ejemplo, vote por este o por aquel. Y esos mismos discursos, digamos los muy abundantes (y redundantes) en campañas electorales, no se hacen para dar a entender cualquier asunto esencial, sino para que usted y yo escojamos al que más nos emocione.

Dicen que “los estados de ánimo son hoy los auténticos estados de opinión”. No se requiere, según las tácticas propagandísticas, que el receptor piense y se pregunte por tópicos vitales, de la civilización, de la convivencia pacífica, de la historia, en fin, sino que se emocione. Con eso basta. Se necesita la excitación, el miedo, el odio, la inclinación hacia este o aquel, o hacia esta o aquella, porque es “sexy” o porque es capaz de despertar toda la vulgaridad, la populachería, el “descomplique” …

El ritmo vertiginoso nos ha conducido hacia el desgano por pensar; solo hay que sentir. O, desde otra perspectiva, se requiere, según las novísimas presencias de la superficialidad, una suerte de amor artificial, que se mide en “likes”. Las ideologías han sido reemplazadas por un facilista “me gusta”. Los argumentos se han ido para casa del carajo. La propaganda no los necesita. Los borra. Prescinde de ellos.

Asistimos a los rituales de la “gestión política” como un cúmulo y un motor de emociones, y no como una posibilidad para los razonamientos, para la comparación, la crítica y la búsqueda de conocimiento. Mientras menos sepa el receptor, es más fácil manipularlo. Son técnicas de mercadeo. La ciudadanía como segmentos de consumidores.

La política es (creo que más en estos tiempos del dominio del mercado, del establecimiento del modelo neoliberal) parte del show, de las puestas en escena, de los reflectores de espectáculo. Hay que encandilar, exaltar, hacer que todo sea un relumbrón (no la luz de un faro). Los vehículos para transportar todas esas cargas de superficialidad y emotividad son las redes sociales. Y el candidato que mejor las maneje, puede ser el campeón (la política como competencia deportiva).

Parece (habitamos el mundo de las apariencias) que la política no está al servicio de la vida, de la educación, del conocimiento, sino de asuntos desechables, y su ejercicio pretende convertir al otro (en particular, durante los tiempos comiciales) en un mero consumidor. No está para sacarlo de la esclavitud, sino para continuar sumiéndolo en ella. Como decía alguien en la calle: nos globalizaron la güevonada.

Decía el maestro español José Luis Sampedro: “El déficit democrático es grande. Democracia quiere decir gobierno del pueblo y por el pueblo. En democracia la ciudadanía tiene voz y voto. Aquí sólo hay voto una vez cada cuatro años, un voto más condicionado por la manipulación mediática que por la educación”.

LA SUBPOLARQUÍA COLOMBIANA

Y, para no ir muy lejos, sí que ha sido deficitaria la democracia en Colombia. Doscientos años manejado el país por un club exclusivo de patanes oligárquicos. Espero emocionarme cuando algún candidato vuelva a izar las banderas de la defensa de la soberanía nacional y el antiimperialismo.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma 8 de junio de 2022

Editado por María Piedad Ossaba