La caída

El edificio uribista, con veinte años de dominios absolutos en el ámbito político colombiano, se deterioró, se quedó sin fundaciones y se ha derrumbado como una torre de fichas de dominó. El otrora “mesías”, tan amenazador y autoritario, que con el proceso de paz se quedó sin su cuña (y las Farc o “la Far” cuánto contribuyeron a sus dos elecciones), ha rodado por el despeñadero de la derrota.

 

Y con él, que en su decadencia tuvo que salir a volantear (no como un diez de fútbol, sino como un repartidor de octavillas), se deshizo a pedazos el Centro Democrático. Siempre habrá la posibilidad, en un país como el nuestro, en que la memoria histórica no es su fuerte, de la “resurrección de los muertos”, pero, hasta ahora, todo indica que se trata de una irreversible caída. Ojalá sin posibilidad de volverse a poner en pie.

El guarapazo ha sido tan rotundo que al expresidente no le cabe, como en otras instancias, la ranchera aquella de “pero sigo siendo el rey”. Los resultados electorales señalan más bien que los síntomas son de una muerte irreversible, sin aplazamientos. El juicio de las urnas, que igual sigue siendo un riesgo porque, como decía Camilo, “el que escruta elige”, le ha propinado un mentís a la ya inveterada politiquería, a los métodos de intimidación y a señorones feudales que han mantenido a casi toda la gente en un deplorable estado de necesidades sin resolver.

La debacle uribista ha sido consecuencia de un proceso infeccioso de vieja data, con acumulación de elementos del desastre, que viene desde la implantación de políticas despóticas y antipatrióticas, como la feria de privatizaciones, los “falsos positivos” y la macartización permanente a opositores y a todo aquel que no se prosternó —ni se dejó intimidar—ante su “embrujo autoritario”.

La JEP reveló que 6.402 personas fueron asesinadas por el estado colombiano entre los años 2002 y 2008. Este genocidio fue cometido en el marco de una estrategia sin antecedentes a nivel mundial consistente en disfrazar a civiles muertos para presentarlos como guerrilleros caídos en combates contra el Ejército y así se quiso hacerle creer al país que las FARC estaban siendo derrotadas.

 

Las elecciones recientes han sido un medidor de fuerzas, de las que suben, de las que bajan. Y en el panorama, en el que se han asomado las intentonas de fraude en un país de larga tradición de fraudes electorales, ha quedado el uribismo en una suerte de basurero. Ha sido tan contundente la pérdida de curules en senado y cámara, que el Centro Democrático, en un pataleo promovido por su decadente jefe, ha dicho que no está de acuerdo con los resultados.

Oscar Iván Zuluaga, candidato presidencial por el Centro Democrático, habla durante un debate previo a las primarias en Bogotá, Colombia, el martes 25 de enero de 2022. Las elecciones primarias están previstas para el 13 de marzo. © Ivan Valencia / AP

Otro de las consecuencias del revés que no parece ser solo electoral, sino que se desprende de un largo historial de despropósitos, ha sido la renuncia del candidato oficial del Centro Democrático, Óscar Iván Zuluaga, que tenía todos los parabienes de Uribe, quien con su descolorido cetro determinó su escogencia. Y ha quedado al descubierto que el máximo cabecilla de ese partido tenía otra carta bajo la manga, la de Fico, exalcalde de Medellín.

La larga cadena de desprestigios de Uribe, su imputación por presunto fraude procesal y soborno, el prontuario de decenas de sus “colaboradores”, algunos de ellos ya condenados por diversos delitos, y otras suciedades se han sumado al proceso de declive de esa colectividad y de su patrón. Ya ni siquiera es “el que diga Uribe” en cuanto a candidato, porque se vio cómo el ungido por él, ante el descalabro electoral y la visibilización de un “uribista camuflado”, dio un paso al costado.

Una de las más categóricas causas del revés de las toldas del don del Ubérrimo ha sido la desastrosa administración del presidente Duque, tal vez el peor mandatario de los últimos cincuenta años. El pelele, cuyos hilos los ha manejado su jefe, con su desgobierno ha puesto patas arriba al “país nacional”. Lo podrían comprobar más de veinte millones de pobres, más de miles de desempleados, la pequeña y mediana empresa en crisis, los líderes sociales asesinados, las personas a montón que en Colombia no tienen modo de comer ni siquiera dos veces al día y tantos otros desafueros oficiales contra los sin fortuna.

A Uribe y su patota no le funcionaron más las viejas bribonadas de señalar, en su propaganda y desinformación, que los otros, sus opositores, son “comunistas disfrazados”, “guerrilleros de civil”, “castrochavistas” (cualquier pendejada que eso signifique), “neocomunistas” … Y, pese a las intentonas del gobierno de volver trizas los acuerdos de paz, como una línea trazada por el Centro Democrático, el antiguo discurso se les agotó cuando ya dejaron de existir las Farc.

Tantos miedos artificiosos que echaron a volar con el fin de perpetuar su dominio; tantas mentiras y consejas arrojadas contra sus contradictores; tantas falacias y falsos señalamientos, tantas tenebrosidades e infundios, se les fueron gastando hasta volverse contra ellos mismos: contra Uribe y su banda de manipuladores. Es un extenso caudal de desmanes y truculencias las que tiene el uribismo en su haber. Y ya comienza a notarse, como en un tango, la rodada cuesta abajo del chamán de la secta y sus adláteres.

Tras las elecciones parlamentarias, el uribismo (léase extrema derecha) quedó “chilinguiando”. Y parece que no habrá barranco que ataje su caída.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma,22 de marzo de 2022

Editado por María Piedad Ossaba