La gremialización de la juventud

Pero hay algo más importante: los procesos organizativos y de articulación que se han dado en los diversos puntos de resistencia anuncian, desde ya, hacia el próximo futuro, un nuevo salto cualitativo.

Desde el 28 de abril, todos los días, múltiples y diversas movilizaciones de masas se han registrado en el territorio colombiano. A veces, dando lugar a enfrentamientos violentos con las fuerzas de policía, con el resultado de decenas de muertos y centenares de heridos y desaparecidos. Para algunos se trata fundamentalmente de una nueva manifestación de la juventud descontenta. Mirándolo más de cerca, sin embargo, se observa un estallido social mucho más complejo con implicaciones políticas más profundas, las cuales se tratan de ocultar precisamente con aquella mirada simplificadora.

Contagio radio, 19 de mayo de 2021 (Tomado vía Twitter)

Es ya un lugar común decir que las ocurridas durante este mes de mayo son movilizaciones de la juventud. No es tan exacto. Se constata en muchos casos una participación más rica y heterogénea. Sobre todo si se hace la diferencia entre las multitudinarias demostraciones convocadas por el Comité Nacional en las jornadas llamadas de Paro y las múltiples manifestaciones autoconvocadas cada día a lo largo y ancho del territorio. La protesta y el descontento, además, tienen otras expresiones diferentes a la toma de las calles. Pero puede aceptarse.

Otro lugar común, en cambio, es menos convincente. Es aquel que reduce la juventud a los estudiantes y confunde lo que podría ser un movimiento juvenil con un movimiento estudiantil. Y de allí deduce lo que deberían ser sus demandas; las propias, según se dice, de su naturaleza. Lo primero que se le ocurrió al presidente Duque, por ejemplo, fue ofrecer matrícula cero para los estratos 1, 2, y 3, inicialmente para el segundo semestre de este año y luego para todo el 2022. Como quien arroja un hueso, para entretener y calmar la jauría. Fue en vano. Se vio obligado a corregir y agregó tres ofertas más destinadas a los jóvenes en general: subsidios para la promoción del empleo joven, el emprendimiento rural juvenil y el crédito de vivienda (para jóvenes). También fue en vano. La calma no llegó.

No es solamente una confusión producida por la estúpida soberbia del mandatario. Se ha generalizado ya –desde el 21N de 2019– inundando los medios de comunicación y las conversaciones de los ciudadanos, hasta alcanzar la cúpula de los partidos y de la intelectualidad. Forma parte, hoy por hoy, del imaginario social. Pero si no es tan cierto, ¿cómo y por qué se fabricó?

Apenas obvio…

El protagonismo de la juventud en las protestas, en principio, no es más que el reflejo de su protagonismo creciente en la sociedad. Por razones que, para empezar, son puramente cuantitativas. Como se sabe, Colombia se encuentra en una fase bastante avanzada de la transición demográfica. En comparación con el censo de 2005, la población mayor de 65 años ha pasado de ser el 6.3 por ciento del total a representar el 9.1; en cambio, los de 14 años o menos que constituían el 30.7 por ciento en 2005, ahora sólo son el 22.6 (1). No se trata solamente de que la proporción de niños se haga cada vez menor, sino que, por un tiempo, la proporción de “jóvenes” va a ser cada vez mayor.

En efecto, el grupo de la, llamada por el Dane, juventud (entre 14 y 28 años) representaba en 2018 un 26.1 por ciento; participación superior, por cierto, no sólo a la del 2005 sino a la que se había proyectado para ese mismo año según el Censo anterior (2). Ahora bien, según las recientes proyecciones con base en el Censo 2018, se calcula que este grupo de población ascendería en 2021 a 12.666.317 jóvenes. La mayor proporción, sobre el total de población, se encuentra en departamentos de baja densidad que podríamos llamar periféricos, aunque algunos de la zona andina, mucho más poblados, cuentan con una proporción superior al promedio nacional, o sea que la magnitud es significativa también en números absolutos.

No es pues un fenómeno rural o semiurbano. Al contrario, la proporción viene en creciente en varias ciudades, incluida Bogotá. Lo mismo que la cantidad. La proyección mencionada nos dice que, en 2021, por ejemplo en Bogotá este grupo de edad ascendería a 1’943.906 jóvenes sobre un total de 7’834.167 habitantes. En Cali se calculan 531.369 y en Medellín, 636.440. Y esto sin contar los municipios de sus áreas metropolitanas. Es un fenómeno que acompaña el proceso de urbanización, el cual ha sido precipitado en Colombia por el violento desplazamiento. La gran concentración de jóvenes, que no ha dejado de acentuarse durante lo corrido de este siglo, se encuentra pues en las principales ciudades. O mejor, en sus áreas metropolitanas, pues, adicionalmente, es un rasgo característico de los procesos de conurbación.

Pero el protagonismo responde también, sencillamente, a que, en su inmensa mayoría, forman parte de la población subordinada y padecen igualmente sus miserias y las consecuencias de las políticas neoliberales; de esa población que hoy se encuentra en condiciones de extrema pobreza o que, estando acomodada anteriormente, ha visto disminuidos sus ingresos. Su edad no los excluye de tal condición; por el contrario, los convierte en sus representantes más visibles y activos. Al respecto cabe advertir, de una vez, que no se trata de “los estudiantes”. Si se toma el rango de edad entre 18 y 26 años, o sea, para 2021 un número estimado de 7.718.714, la verdad es que la cobertura de la educación superior no alcanza siquiera a la mitad. Es un poco difícil hacer el cálculo, dados los sorprendentes fenómenos de deserción de los últimos años, los cuales se acentuaron obviamente con la pandemia, pero bástenos saber que el sistema de información del Ministerio de Educación contabilizaba para el segundo semestre de 2019 un total de 2.396.250 estudiantes. Desde luego, la cobertura es mayor en las grandes ciudades (3).

Un indicador de la situación social y económica de los jóvenes es el nivel y evolución del desempleo. Obviamente, si alguien aparece en las estadísticas es porque ha estado buscando empleo activamente, es decir que no es estudiante o si lo es no tiene la posibilidad de dedicarse a ello de tiempo completo. Como se sabe, las tasas de desempleo son mucho mayores en la llamada “provincia”, es decir fuera de Bogotá y unas pocas grandes capitales; además, en la zona semiurbana o rural, habría que considerar los fenómenos de subempleo o desempleo disfrazado; sin embargo, en las ciudades la situación es también preocupante. En general, según el Dane, la tasa de desempleo de los jóvenes viene creciendo desde 2015 cuando estuvo alrededor de 16,2 por ciento, a enero-marzo de 2021 cuando alcanzó 23,9 porciento. –Con un significativo contraste: para las mujeres la tasa fue de 31,3 por ciento mientras que para los hombres fue de 18,5 por ciento–. Esto significa, en este año, un total de desocupados jóvenes de aproximadamente un millón seiscientos mil.

La particularidad de los jóvenes, dentro del conjunto del pueblo, y sobre la cual se ha escrito mucho últimamente, consiste en la dolorosa sensación que han denominado como “no futuro”, recordando la popular película colombiana. Varias son las respuestas presentadas frente a esta angustia y que pueden preverse hacia el futuro. Algunas deplorables, pero otras promisorias. En todas se percibe el abandono definitivo de la resignación. Al mismo tiempo se constata como la característica más protuberante de este periodo histórico la descomposición y explosividad urbanas. En cierta forma, el traslado de la conflictividad social de los espacios rurales a los urbanos. Desde luego, no se trata de la desaparición en aquellos sino de un relevo del protagonismo y de un cambio en su naturaleza. Descomposición y explosividad están estrechamente ligadas y el primer grupo poblacional arrastrado por esta mezcla en ascenso es la juventud. La cuestión del futuro introduce entonces un ingrediente enriquecedor. La misma juventud puede encontrar alguna forma de canalización, política o no pero claramente constructiva (4).

El “divino tesoro”

La categoría “Juventud” no se refiere, evidentemente, a un grupo etario. Más allá de la caracterización psicosocial y afectiva propia de la disciplina denominada sicología evolutiva, la sociología, desde hace mucho tiempo insiste en la connotación cultural que tiene, hasta el punto de no dudar en atribuirla, como construcción social, a la época moderna, particularmente en la segunda mitad del siglo XX. Tiene que ver, naturalmente, con la expansión del aparato educativo y la prolongación de la vida escolar. Un espacio vital se abre, entre la adolescencia y el mundo del trabajo. Un espacio que antiguamente no existía. Salvo en los vástagos de las familias de la nobleza, en donde podía contemplarse una etapa de “preparación” para las funciones de mando; por el contrario, el niño del campo o de las ciudades era vinculado rápidamente al trabajo. En las niñas cuyo destino, como se sabe, aun en la nobleza, era el matrimonio, es evidente la inexistencia de esta etapa.

Las investigaciones históricas y antropológicas lo corroboran. Aunque era ya tan reconocido como hecho evidente que ni siquiera merecía estudio, los acontecimientos del mayo del 68 le dieron un aliento adicional al tema en el discurso eurocéntrico. Puede recordarse el libro ya clásico de Margaret Mead “Cultura y compromiso” publicado en 1970 donde trata de explicar como una forma contemporánea de relación intergeneracional que denomina prefigurativa, el “desafío de la juventud”, como se decía entonces. A Touraine, por su parte, encontró en el movimiento estudiantil, que tenía enfrente, el punto de partida de su enfoque de los “nuevos movimientos sociales”.

No obstante, aun en la época moderna conservan pertinencia las diferencias de clase social. Como nos lo recuerda M. Sagrera: ¡Es que los pobres no pueden darse el lujo de ser jóvenes! (5). Por eso, en el imaginario social, fortalecido por las industrias culturales y los grandes medios de comunicación, la juventud no deja de asociarse con un grupo social, de ciertas edades claro está, pero también estudiantil, de clase media y urbano. Es decir, para el capitalismo, es considerada fundamentalmente como grupo de consumo, como nicho de mercado.

Otra cosa es que, al mismo tiempo, durante toda esta historia, este grupo, en todos los países, también haya sido movimiento social, particularmente combativo y radical, lleno de ideales alternativos y motor principal de las transformaciones en el campo cultural. Como parte del movimiento popular; a veces diferenciado, como dinámicos agrupamientos intelectuales o, más claramente como movimiento estudiantil (6), y otras veces incorporado en el seno de otros movimientos sociales, incluido, por supuesto, el de los trabajadores. He ahí un punto de partida adecuado para entender los cambios que se están presentando no sólo en Colombia sino en todo el mundo.

La dinámica de un levantamiento popular

La última razón por la cual la juventud ha resultado ser la protagonista es tan obvia que se pasa por alto. Lo que estamos viviendo en Colombia, con sus antecedentes en noviembre de 2019 y en septiembre del año pasado, es un levantamiento popular que ha cubierto todo el territorio nacional y se ha prolongado más de un mes. Muchas y diversas han sido sus expresiones, con motivaciones (¿objetivos?) que cambian de importancia, alternándose, y con actores sociales que entran y salen y se involucran en unas u otras formas de expresión. Como había ocurrido hace dos años, el punto de partida fue la convocatoria a un paro nacional cuyo objetivo, en cierta forma reiteración de las exigencias pendientes desde entonces, era la negociación de un “pliego de emergencia”.

En Colombia, sin embargo, la denominación de Paro Nacional no se refiere, como en otros países, a una declaratoria de huelga general, pese a ser convocado por organizaciones sindicales. Es una jornada de protesta de un día cuya fuerza se demuestra en la amplitud y calidad de las movilizaciones, principalmente urbanas, y sólo a partir de ellas podría esperarse una parálisis de la actividad económica. Pero, nuevamente, las razones de la protesta –y de la rabia– fueron tan poderosas que la dinámica social se desbordó; continuó en los días siguientes, haciendo de la toma de las calles –y de las carreteras– un ejercicio permanente de protesta. Con un salto cualitativo. A diferencia de las ocasiones anteriores, se encontró en los llamados “bloqueos”, que son operaciones de destacamentos, una forma apropiada de lucha. En los países del Cono Sur se les llama “cortes de vías”; hace veinte años, en Argentina, por las características descritas, se habló del movimiento de los “piqueteros”. Una forma de lucha que, dada la certeza de que se prolongaría en el tiempo, dio a la protesta las características de resistencia. Pues bien, en estas circunstancias, en este tipo de lucha, es evidente que son los jóvenes quienes tienen las mejores condiciones para encarnar la vanguardia.

Dos rasgos fundamentales, a tono con lo dicho anteriormente, deben subrayarse. El primero tiene que ver con la ruptura de las fronteras entre el estudiante y el trabajador. Es cierto que en lo más fuerte y persistente de las manifestaciones predomina la juventud; pero, contrariamente a lo que repiten los medios y se vuelve como una inercia del pensamiento en los adultos que miran, no es ya la “clásica” movilización de los “estudiantes universitarios”, sino una categoría nueva de “trabajadores-estudiantes” no sólo porque muchos son en sí mismos ambas cosas, o son jóvenes desempleados, sino porque así se sienten todos.

Ello remite al segundo rasgo. También en contradicción con las “inercias del pensamiento”, no es cierto que el énfasis de la rabia y las exigencias de estos jóvenes esté puesto en la Educación Superior y sus problemas (aunque, claro, también han estado entre sus demandas), en realidad se preocupan por su futuro; al igual que toda la multitud, denuncian la amenaza de la reforma tributaria y todo el conjunto de reformas y políticas que, como se sabe, tiene que ver con las condiciones sociales de la población, en general. Para sorpresa de muchos observadores, en su necedad, esto sería un asunto “sindical”.

La incomprensión acerca de la dinámica de este levantamiento no se detiene ahí. Como queda sugerido en lo antes dicho, entre los analistas de todas las clases, hay una suerte de obsesión por precisar “los objetivos”. Obsesión que no permite entender la dinámica y la complejidad de la explosión social. En efecto, una palabra que hemos usado repetidamente es “rabia”; habría que añadirle desilusión y escepticismo, pero sobre todo asco. Y seguramente odio, aunque ya no sea de buen recibo en estos tiempos de paz, amor y reconciliación Más que objetivos lo que hay son blancos. Uno de ellos, por supuesto, es el Esmad. Resulta insulso entonces agregar que se busca una reforma de la Policía. Y sobra decirlo: el principal objeto del odio es Duque (y su mentor). Tampoco viene al caso interpretar que se busca su renuncia.

Estos son los sentimientos que constituyen la sustancia del levantamiento. Son secundarios los objetivos. Y aunque los jóvenes, por sus características, probablemente sean los más proclives a expresarlo así, también existen en los demás sectores populares. Desde luego, como esta dinámica social suele describir un ciclo, no faltarán las buenas almas que finalmente logren convencer a los jóvenes para que precisen y cuantifiquen sus objetivos a negociar.

La funcionalidad de los piropos envenenados

Como se decía al principio, la reducción del levantamiento popular a una explosión juvenil, y de lo juvenil a lo estudiantil, termina siendo una operación bastante conveniente para las alturas del poder y particularmente para el Gobierno. Para empezar, permite concentrar y simplificar los objetivos, después de retirada la reforma tributaria, en lo educativo. Por otra parte, significa trazar la línea divisoria en lo generacional, escamoteando lo social y económico. El gobierno escoge así los interlocutores válidos. Como si fuera poco, en ello parece contar con la ventaja de poder mostrar no pocos funcionarios “jóvenes”: entre otros, un Ministro de Vivienda de 36 años, el recién nombrado Consejero de Paz con 32 años y la joya de la corona, una ministra afrocolombiana de 31 años, originaria de una de las regiones más azotadas por la pobreza y la violencia. El propio presidente apenas pasa los 42 años. En cambio, la absoluta mayoría del Comité Nacional de Paro ya supera los sesenta años. Nadie podría decir entonces que el régimen político en Colombia es “adultocéntrico”. Finalmente, logra que el conjunto de la población quede excluido del conflicto. Dadas las enormes exigencias de la lucha, poco a poco tiende a volverse cierto que es un “problema de los jóvenes”. El tiempo corre a favor del Gobierno.

Esto ha sido manejado eficazmente en el plano simbólico. Hemos dicho que el protagonismo de la juventud forma parte ya del imaginario colectivo. Pero es reforzado una y otra vez por políticos y analistas. Y no siempre con una carga negativa o de condena; al contrario, suele estar revestido de elogios. Los adultos que, atenazados por la angustia de la pérdida del “divino tesoro”, saludan la nueva generación que ¡logrará lo que ellos no pudieron! Hasta el extremo de lo grotesco. Hace unos días se convocó en Bogotá a una demostración que dio en denominarse la “cuchimarcha” (7). Aparte de la autodesvalorización que representaba para los adultos mayores que la convocaban, lo más grave era su autoexclusión, la declaración abierta de que no se sentían involucrados en la protesta, en el enfrentamiento. El objetivo de la marcha era un llamado a la “solidaridad con ellos”, con los jóvenes.

La lógica que van imponiendo, en este orden de ideas, y contra la cual valdría la pena reaccionar, es la proliferación de los “mediadores”. Gentes y organizaciones, que se colocan “por encima del bien y del mal”, condenan la violencia “venga de donde viniere” y por tanto se sienten con autoridad para “ayudar a que los jóvenes y el gobierno comiencen a dialogar”. Entre tanto, las razones de la protesta y la rabia continúan vigentes. Aunque el natural proceso de desgaste ya va debilitando la fuerza social, no puede descartarse un renacer inmediato con más fuerza. Pero hay algo más importante: los procesos organizativos y de articulación que se han dado en los diversos puntos de resistencia anuncian, desde ya, hacia el próximo futuro, un nuevo salto cualitativo.

Notas:

1. Ver: www.dane.gov.co /index.php/estadisticas-por-tema/demografia-y-poblacion/censo-nacional-de-poblacion-y-vivenda-2018
2. Ibídem. El Dane presenta también un grupo cuya clasificación sorprende, el de “educación superior” (entre 18 y 26 años) cuya participación igualmente creciente habría llegado en 2018 a 16.0 por ciento.
3. ESTADÍSTICAS – SNIES – Ministerio de Educación Nacionalhttps://snies.mineducacion.gov.co
4. Algunas de estas reflexiones y de las que siguen fueron presentadas y desarrolladas en un Informe de Consultoría (interno y por tanto no publicado) para la organización Internacional “Terre des hommes” en agosto de 2019.
5. Sagrera, M., El Edadismo. Editorial Fundamentos, Madrid, 1992
6. Esta última forma fue la característica de la segunda mitad del siglo XX. En 1971, en Colombia, frente a las tesis que consideraban el conjunto de los estudiantes como una fracción de clase (pequeñoburguesa) o una categoría social, decíamos que su identidad social provenía justamente de su ser en movimiento, fuera del cual sólo existía una dispersión de individuos heterogéneos. Sin desconocer, claro, que un esfuerzo organizativo podía convertirlos, a partir de ciertos intereses comunes, en una especie de gremio.
7. En Colombia, tal vez desde los años setenta del siglo pasado, se acostumbra llamar cuchos y cuchas a los viejos y viejas. Generalmente en un tono de burla. Por ejemplo, a la mujer de edad que, a juicio de los machos jóvenes, se viste y comporta como una muchacha, se le llama “cuchibarbie”.

Héctor-león Moncada S.

 

Editado por María Piedad Ossaba

Publicado por desde abajo, 14 de junio de 2021

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