La pandemia “patasarribió” la vida cotidiana. O, visto desde otro balcón, la acabó. Disolvió las relaciones del ciudadano con la urbe. Y con los otros. Eliminó el saludo de mano, la ida al café a departir con los amigos, los partidos de rodillones en las escasas mangas supérstites en barrios o en las placas polideportivas. Adulteró la conversación de esquina, el encuentro en el aula, la gimnasia de los viejitos, las misas y otros cultos. Y, además, como si fuera poco, desalojó a las multitudes de los estadios.
Si antes casi todo tenía sus escenarios en el afuera, en las calles, las escuelas, las universidades, las fábricas, las oficinas, en fin, el advenimiento de la peste lo revolcó todo. Y auspició (según como se observe o entienda) la vida interior, bajo el techo doméstico. Y le dio otros sentidos y significados al espacio del adentro. Aumentó la conciencia (conocimiento) del lar, de las relaciones internas (también de sus contradicciones) y puso en evidencia, en casi todas las sociedades, las miserias y las inequidades.
Tuvimos que ir acostumbrándonos a la ruptura de las ritualidades (quizá pudo ser antes una rutina, una repetición automática, casi tics; esto es discutible, claro), a no ser más lo que éramos por el uso de la ciudad, de sus rutas y calles, de sus transportes y vías. En teoría, la pandemia no admite el tumulto, el amontonamiento, la aglomeración. En la práctica, múltiples situaciones deben darse, pese a los llamados de la salud pública, en revoltura.
Había unas rutas trazadas por las aficiones, más allá del mundo laboral. Y por la educación. En las primeras estaban la del domingo (bueno, también sábados y en otros días de la semana) futbolero, de programación de partidos en el estadio. Para tantos era una dicha poder asistir, sentarse en una tribuna, corear cánticos, desahogarse con palabrotas al árbitro o a determinados jugadores. Y celebrar en colectivo un gol del equipo amado. O llorar y lamentarse de una anotación del rival.
Ir a los establecimientos educativos, al aula, al encuentro entre alumnos y maestros, era otra posibilidad de ir construyendo el mundo con los otros. De estimular sueños y tener la posibilidad de la palabra, del encuentro y la solidaridad. De la aventura del saber y del contacto con métodos, posibilidades, aspiraciones, experimentos; la emoción del descubrimiento. Un patio de colegio, una cafetería universitaria, un salón de clase como una expresión del universo a escala, hacían, antes de la pandemia, parte del ejercicio de la búsqueda de saberes y de contacto con el otro.
El visitar los parques, una historia en una banca al tiempo que se podía apreciar el canto de aves, la relación con los demás en un espacio abierto, la práctica de los sentidos, también se disminuyó con la presencia funesta de la peste. De pronto, todo se vació. La insurgencia de una abrumadora soledad comenzó a extenderse en las ciudades, en las barriadas, en ciertos territorios, aunque las calles, según su personalidad y carácter, no murió del todo. ¿Por qué? Porque en países como Colombia, desindustrializados, de una cuota muy elevada de desempleados, la economía informal —la del rebusque, la de la sobrevivencia diaria— aumentó con la pandemia. No era posible ni aconsejable quedarse a la espera de morir de hambre en la casa. Y las carretillas, los vendedores ambulantes, los que circulan por las calles con sus pregones (casi siempre destemplados y sin gracia) y sus ofertas de frutas, verduras y otros productos de la tierra, se regaron por las ciudades y se volvieron parte de un paisaje urbano a veces muy triste, gris, en tiempos de insalubridades.
Se dispararon por los primeros meses pandémicos las serenatas diurnas. Las urbanizaciones, en particular, tuvieron la presencia de mariachis, tríos, agrupaciones de músicas diversas, que ofrecían sus voces y acompañamientos. Las ventanas y balcones se poblaron de escuchas, que tras las canciones arrojaban sus monedas de reivindicación a esos juglares citadinos. Músicas y letras abundaron en esquinas y encrucijadas. Con el tiempo, se desdibujó casi hasta ser apenas una anécdota urbana.
No soy de misas ni cultos ni de ningún oficio religioso. Pero, me parece que, en medio de una peste universal como la que azota al planeta, se resintieron los rituales de ir a una iglesia, de estar un rato en una ceremonia de ruptura con el mundo de afuera y penetrar en otros ámbitos, a veces misteriosos. Debe ser para los feligreses de todas las creencias una especie de purgatorio, o quizá una antesala del infierno, el no poder estar en esos espacios haciendo lo que antes solían realizar, como los acercamientos, tener al vecino (el prójimo) a pocos centímetros, casi pegada piel con piel, de guardar ciertas distancias que rompen con la proximidad, en fin. Una interrupción de las repeticiones, las rutinas, los rezos y sermones en cercanía.
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En las iglesias cambiaron las maneras de congregación. Foto Spitaletta
La pandemización nos encerró. Surgió otra vez, con renovada fuerza, el término de confinamiento, cuyos imaginarios y representaciones tienen que ver con cárceles, prisiones, celdas, rejas, cadenas, penales… Y en esa esfera, o, de otra forma, en esa casa por cárcel en que el coronavirus convirtió lo doméstico, se pudieron evidenciar para mucha gente fenómenos de claustrofobia, síntomas de desesperación, manifestaciones de desgano. O, como también pudo haber acaecido, fue esa condición una especie de acercamiento forzoso, de reflexión en torno a los significados de la casa.
Para algunos, o tal vez muchos, la casa era una manera del dormitorio, un escampadero, estación de paso. Porque la vida y otras variaciones de la misma, sucedían en el afuera. Parecía estar dividido el mundo interno, casero, entre los que todos los días salían a sus trabajos, estudios, rebuscamientos, y los que en ese espacio (un problema conectado con la dignidad, la comodidad, la intimidad) estaban allí en una permanencia más larga. Ahí caben, por ejemplo, las amas de casa (un concepto semifeudal y patriarcal), las señoras del servicio.
Y fue entonces cuando el remezón pestífero puso patas arriba las relaciones caseras. Todo se trastrocó. Y los que poco tiempo pasaban en el hogar, de pronto se vieron allí metidos, sin salida, sin horizontes. Hubo, por supuesto, quienes descubrieron un nuevo mundo, nuevas relaciones, una intimidad bonita, quizá el goce de los espacios. Y si gustaban de los libros, la casa se transformó en biblioteca placentera, que para algunos —como lo señaló Borges— es una manera del paraíso o la auténtica expresión de ese estado de felicidad. Para unos (quizá una enorme cantidad) fue una tortura. Un castigo. Qué pereza estas paredes, pudieron haber dicho. Para otros, al contrario, fue el descubrimiento de relaciones diferentes, de dichas inéditas.
Y en este punto hay que decir que ese adentro depende de muchas cosas: no solo de la comodidad espacial, que es interesante, sino, además, de otros factores. Como, por ejemplo, la noción del tiempo. La relación con los otros habitantes. La construcción familiar. Los afectos. Y, por supuesto, si hay una economía sólida, o, al menos, que permita un estar adentro con cierta lucidez y resolución de problemas (pago de impuestos, de servicios públicos, mercado, compra de artículos que sirvan para el desarrollo mental, cultural, etc.).
Para algunos, pueden ser minorías ínfimas, no fue un sobresalto ni un trauma. El adentro tenía condiciones suficientes para una estadía larga sin tener que estar asomándose al afuera (la ciudad, el barrio, la urbanización) y modos de resolución de necesidades. Hubo, en estos casos, quizá un enamoramiento de esas dinámicas internas. Un avistamiento de otros paisajes interiores.
Para otros, pueden ser vastas mayorías, la casa era una representación carcelaria, un reformatorio, una condena. No había condiciones materiales suficientes para una estadía, por los espacios, por las carencias, porque de otra forma, en medio de la desesperanza, había que salir y buscar horizontes. Sacar la carretilla, ir a surtirla, desplazarla por barrios, pregonar, gritar, ofrecer. Y no solo para este tipo de faenas, sino, en muchos casos, para practicar la desgraciada mendicidad.
No era un espejismo el ver izadas en muchas casas las banderas rojas de la hambruna. La casa se erigía en una ergástula infame, sin ninguna posibilidad de mejoras. Era un encierro sin esperanzas ni posibilidades de soñar en un mundo distinto. Sin escape. La pandemia reveló, o evidenció en mayores proporciones, las ingentes miserias y desigualdades sociales. Ha vapuleado sin reticencias a los más desfavorecidos, los mismos que, con esa presencia apestosa, han descendido al inframundo de las carencias.
Otros rituales heridos y desmadejados por la pandemia, pueden estar en el cara a cara. Ya no hay acercamientos, a no ser con mascarillas. Las fisonomías, que son evidencias de la rostredad, de las huellas del tiempo, de su paso inexorable, se escondieron. Los encuentros familiares y de amigos se esfumaron, o pasaron al equipamiento de las nostalgias.
Puede ser que hayamos aprendido a lavarnos las manos y hacerlo con regularidad. Puede ser que la pandemia nos haya dado otras dimensiones de la higiene, de la salubridad, de los cuidados. Y eso puede ser una especie de consuelo. Como también, en medio de las desesperaciones, o de las falsas rebeldías, haya importado un pepino ponerse la máscara o agendar bailes en casas. Igual, la presencia inquietante del virus que llegó del Lejano Oriente, desarticuló mecanismos y modificó procederes.
Quizá en este nuevo estado de cosas se intensificó el lavado de platos, se permaneció más tiempo en las cocinas y junto a las pocetas, se pudo entender (a veces con incomodidad) el significado de la domesticidad. La pandemia alteró el ritmo de la calle, la manera de viajar, los equipajes. Mostró las relaciones del poder y la salud. Y puso en evidencia el negocio lucrativo de las transnacionales de la química farmacéutica. Supimos un poco más de células, virus, ADN, vacunas y los miedos aumentaron.
Nuestra cotidianidad se alteró con las noticias de allegados, conocidos, parientes, gentes cercanas que el coronavirus se llevó a las oscuridades mortuorias. Y nos entristeció la dolorosa situación de ni siquiera poder asistir a las ceremonias del adiós.
La peste llegó de lejos e hizo nido. A algunos nos puso a repasar la historia de las pandemias y a volver a inquietantes libros sobre ellas. Y nos arrimó a la virtualidad. A ver en las pantallas rostros indecisos, lejanos, desdibujados. A crear otras relaciones, en el estatus de las apariencias y las fantasías.
A veces, en solitarias calles siento la presencia de antiguas alegrías: muchachos fantasmagóricos que juegan con una pelota sobre el asfalto, y de pronto, por unos instantes, el mundo parece ser feliz y solidario. Ilusiones de la pandemia.
Escrito en Medellín el Día Internacional de los Trabajadores de 2021
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La casa tomó nuevos significados por la pandemia. Foto Spitaletta
Editado por María Piedad Ossaba