Salvar el negocio

Del año 1981 hasta ahora, Ronald Reagan, George Bush Sr., Bill Clinton, George Bush Jr., Barack Obama y Donald Trump se las arreglaron para reducir la carga impositiva de los milmillonarios a un diminuto 20%.

Las alarmas se encienden en Europa y en el Chile de tatán y otros presidentes de utilería. Biden aumenta los impuestos de la minoría privilegiada, y la prensa y los expertos se preguntan si Joe no ha perdido el juicio. Luis Casado tiene otra opinión, y estima que las razones que guían al presidente del Imperio surgen del más pedestre pragmatismo[ Nota de Politika].

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La princesa Estefanía de Mónaco, en sus años faranduleros

Corrían los alegres años 1980 y Estefanía de Mónaco, –lejana pariente de Alexandre François Marie, vizconde de Beauharnais, y por ende de su esposa Josephine que luego sería la díscola y muy infiel media naranja de Napoléon I, Emperatriz para más señas–, le hacía honor a la martiniquesa.

La prensa del corazón la apodó “la princesa rebelde”, -aunque si exceptuamos su acentuada fragilidad de slip, de rebelde no tenía nada-, cuestión de excitar el interés y la atención de los aficionados a los cuernos principescos y otras infidelidades monárquicas.

En esa época se rumoreaba insistentemente que los varones hacían bien no acercándose al roquerío monegasco visto que Estefanía saltaba sobre todo el que se aproximara, con una rápidez digna de mejor causa.

Su hermana Carolina no lo hacía mal, y el número de sus maridos –legales o de urgencia– fuerza el respeto, aun cuando el Vaticano se hizo pagar puntual y codiciosamente cada una de las necesarias dispensas exigidas a toda divorciada católica, apostólica y romana.

Las malas lenguas fueron hasta a asegurar que desde los luminosos tiempos de Alejandro VI, –el muy pecador Papa Borgia de origen valenciano de entre fines del siglo XV y principios del XVI–, el Vaticano nunca había vendido tantas indulgencias.

Entretanto el príncipe Rainiero, empresario, perdón, monarca del paraíso fiscal por obra y gracia de la aventura napoleónica (su soberanía fue reconocida en 1815 en el Congreso de Viena que distribuyó repartos y encomiendas a la caída del pinche Emperador) envejecía apaciblemente, sin la energía requerida para disciplinar el gallinero.

Principe Rainiero III de Mónaco (1923-2005)

De Alberto se decía, sin pruebas, que era un silencioso precursor del movimiento LGBTI, razón suplementaria para evitar cuidadosamente el Prinçipatu de Mu̍negu (en lengua monegasca), que se sumaba a la ya citada más arriba aconsejándole a los mozos mantenerse a respetuosa distancia del exiguo pero muy animado lupanar.

A lo largo de la Historia, en tan menguado reino se sucedieron liguros, fenicios, griegos, romanos y sarracenos, en una muy meritoria y coherente sucesión de mercaderes y negociantes de dudosa catadura: el billete en Mónaco tiene solera, abolengo y prosapia desde tiempos inmemoriales.

Dígolo porque a la muerte de Rainiero, Alberto, su sucesor, hizo como Fidel Castro: mandó a parar. Haciendo caso omiso de sus propias aventuras, amantes, hijos bastardos y otros deslices menores, en una lúcida reacción de empresario avisado y clarividente, reimpuso la virtud como principio rector del negocio.

Se acabaron las veleidades faranduleras de Estefanía así como las cálidas manifestaciones a cielo abierto de su ninfomanía militante, y Carolina hubo de asumir, con una dignidad de la cual hasta entonces no había hecho gala, el papel de primera dama de buena ley.

Nadie fue hasta predicar una virginidad de sanación, ni una abstinencia de novicia enterrada viva, pero Alberto le puso orden al carnaval de pachanga que prevalecía hasta entonces. La razón principal era evidente: había que salvar el negocio.

Si sacas la cabeza por la ventana, y miras en derredor, verás que el circo de la Convención Constitucional no tiene otro propósito que, a su vez, salvar un negocio llamado Chile. En la periferia del capitalismo se le adjudica la categoría de ‘hombre de Estado’ a los baqueanos capaces de saber hasta donde estirar la cuerda antes de que se rompa.

En la fértil provincia y señalada, en la región antártica famosa, ya no había cuerda. Apenas un resto de arnés y algunos hilos de poliamida, atados a vestigios de mosquetones y anclajes de espárragos oxidados: la costra política parasitaria.

Viendo que la mano venía mala, –un 80% de los electores que aun creen en Papá Noel y fueron a votar en el plebiscito vomitaron el sistema y sus benefactores–, los mangantes decidieron fabricar un Acuerdo por la paz diseñado para salvar el negocio: minería privada, salud privada, educación privada, previsión privada, mar privado, aguas privadas, seguridad privada, banca privada, energía privada, telecomunicaciones privadas, transportes privados… la lista es larga.

Confieso no ser capaz de ver debajo del alquitrán. No obstante, para mí que la voluntad de Joe Biden de aumentar los impuestos que pagan los indecorosos milmillonarios yanquis fue gatillada exactamente por la misma razón: salvar el negocio.

En su prefacio al libro de Jeremy Rifkin El Fin del Trabajo (1995), Michel Rocard –un tecnócrata francés convertido al neoliberalismo, poco sospechoso de arcaísmos revolucionarios– cuenta que un 90% de la riqueza acumulada durante décadas de crecimiento económico de los EEUU fue a parar a manos del 0,1% más rico de la población yanqui.

Lo que no fue óbice u obstáculo para que Bill Clinton, a la sazón presidente de los EEUU, se las arreglase para reducir significativamente los impuestos del riquerío y al mismo tiempo abrogar las disposiciones legales que maniataban la especulación financiera por parte de los bancos.

Clinton, y su Secretario del Tesoro Lawrence ‘Larry’ Summers, derogaron la Ley Glass-Steagall, la Ley de Bancos de los Estados Unidos, entrada en vigor el 16 de junio de 1933, creando la Corporación Federal de Seguro de Depósitos (FDIC) e introduciendo diversas reformas bancarias para controlar la especulación, entre ellas la separación de la banca de depósito y la banca de inversión. Dicha Ley había sido promulgada por el presidente Franklin D. Roosevelt con el fin de evitar que se produjera otra Depresión como la de 1929.

Abrogarla constituyó un señalado favor a Citibank, que en esos años ya se había pasado The Glass-Steagal Act por los fondos propios y especulaba alegremente en plena ilegalidad. De ahí en adelante los bancos fueron libres de inventar jugosos productos financieros innovadores y dicharacheros, llevando directamente a la Crisis de los Subprimes que estalló en el año 2007. Si la memoria no me falla, dicha crisis provocó la quiebra del sistema financiero planetario. Nada más, nada menos. ¡Gracias Bill!

A Clinton le sucedió George Bush Jr., que si bien no sabía ni leer ni escribir, sabía contar. De ese modo los EEUU asistieron alborozados a otra dosis de rebaja de impuestos a los más ricos.

Tal generosidad generó envidia en Europa, de modo que los gobiernos del viejo continente se lanzaron en una alegre emulación que dura hasta el día de hoy: cada país de la Unión Europea quiere ser el paraíso fiscal del conjunto, lo que trae consecuencias caricaturales.

Luxemburgo y su célebre primer ministro Jean-Claude Juncker, –luego presidente de la Comisión Europea–, organizaron el fraude fiscal en escala industrial durante décadas. Algún alma compasiva calculó que el fraude total se cifraba en billones de euros, y superaba la deuda soberana sumada de todos los países de la Unión Europea.

El caso de Irlanda también es sabroso: en octubre de 2017 la Comisión Europea condenó Amazon a pagarle al Estado irlandés 250 millones de euros de impuestos sabiamente eludidos, y reclamó a Apple el pago a Irlanda de 13 mil millones de euros de ventajas fiscales indebidas. Inmediatamente el gobierno irlandés salió en defensa de Amazon y Apple: ¡primero muertos que cobrar impuestos! ¿Debo precisar que los contribuyentes irlandeses pagarán durante 40 años el rescate de los bancos quebrados en la Crisis de los Subprimes?

Al inenarrable Georges Bush Jr. le sucedió Barack Obama, quien tardó menos de lo que me lleva escribirlo en nombrar a Lawrence ‘Larry’ Summers Director of the United States National Economic Council en la Casa Blanca.

Después de montar al estrellato con Clinton y la Crisis de los Subprimes, Larry Summers había sido presidente de Harvard, de donde salió de mala manera en razón de un conflicto de interés, amén de declaraciones públicas en las que aseguró que las mujeres “carecen de las aptitudes intelectuales necesarias para formar parte de la elite”. No fue todo: Larry (¿puedo llamarlo Larry?) aprovechó el Instituto para el Desarrollo Internacional de Harvard para asesorar la privatización de las empresas públicas de la ex Unión Soviética. De ese modo se construyeron monumentales fortunas en menos de 24 horas. Tal hazaña fue la tumba del Instituto para el Desarrollo Internacional de Harvard: la institución hubo de ser eliminada para evitar mayores vergüenzas.

Como quiera que sea, con Larry Summers como su principal consejero económico, Obama continuó liberando al riquerío de los impuestos que alguna vez pagó.

Obama le cedió la Oficina Oval a Donald Trump quien, apenas llegado a la Casa Blanca, se apresuró en reducir significativamente los impuestos corporativos y los que aun pagaban los poderosos. Un empresario llegado al gobierno no tarda en usarlo para acrecentar su propia fortuna, ¿Ah, tatán?

La segretaria al Tesoro de Biden, Janet Yellen, enfrentando a las multinacionales, en una viñeta de Ella Baron en el Financial Times

De modo que cuando ahora Joe Biden propone aumentar la tasa de impuestos del riquerío de un pinche 20% a un pijotero 40%, ningún torrente de lágrimas acude a mis tersas mejillas. Lo que quiere Joe Biden es salvar el negocio.

Sintió, gracias al programa propuesto por Bernie Sanders, que la cuerda está por romperse. Comprendió que un salario mínimo de 7 dólares la hora es una limosna, y que Bernie tenía razón al querer elevarlo a 15 dólares la hora.

Después de todo, la tasa marginal de impuestos en los años que conocieron la más alta tasa de crecimiento de los EEUU superaba el 90%. Así como lo lees. Con impuestos del orden del 90%, los EEUU conocieron el período más fasto de su historia. Si no me crees, vete a ver The History of Taxation in the USA, de la cual te adelanto el trailer:

Para los años fiscales de 1944 a 1951, la tasa marginal máxima para el impuesto a la renta individual fue de 91%, subiendo al 92% para los años 1952 y 1953, y regresando al 91% para los impuestos de los años 1954 a 1963. Para el año fiscal 1964 la tasa marginal más alta para el impuesto a la renta fue reducido a un 77%, y luego al 70% para los años fiscales de 1965 a 1981.

Del año 1981 hasta ahora, Ronald Reagan, George Bush Sr., Bill Clinton, George Bush Jr., Barack Obama y Donald Trump se las arreglaron para reducir la carga impositiva de los milmillonarios a un diminuto 20%.

Razón por la cual, como quedó dicho más arriba, cuando Joe Biden propone aumentar la tasa de impuestos del riquerío de un pinche 20% a un pijotero 40%, ningún torrente de lágrimas acude a mis tersas mejillas.

Sé que lo hace para salvar el negocio.

Luis Casado para La Pluma, 29 de abril de 2021

Editado por María Piedad Ossaba