Los avances de las fuerzas políticas y sociales de la izquierda en el ámbito latinoamericano y caribeño se limitan casi siempre a su acceso al gobierno pero están muy lejos de alcanzar el poder, al menos en sus formas decisivas. Por supuesto que desde los gobiernos se pueden adelantar importantes avances que mejoren la correlación de fuerzas entre el capital y el trabajo y entre los intereses nacionales mayoritarios y la muy complicada red de intereses del capital extranjero que hoy por hoy asume de manera creciente formas casi iguales al colonialismo tradicional.
En efecto, tener en sus manos el gobierno formal de la nación no es suficiente si se carece del control efectivo de los demás factores del poder real, esto es, las grandes empresas en los sectores claves de la economía, los medios masivos de comunicación que garantizan el muy sofisticado y eficaz sistema de manipulación de la opinión pública, y por supuesto, el apoyo irrestricto de los cuarteles (militares y policías) que constituyen uno de los mecanismos más importantes de salvaguardia del orden social.
En el escenario exterior, igualmente decisivo, estos países resultan controlados por organizaciones internacionales que responden básicamente a los intereses de las metrópolis, con lo cual el ejercicio de la soberanía nacional se ve duramente limitado o anulado en la práctica, o resultan víctimas de las políticas de aquella naciones ricas que les bloquean, les invaden o les hacen víctimas de diversas formas de golpes de Estado si no aceptan sus imposiciones. Hay entonces grandes obstáculos internos así como otros externos a los cuales con enormes dificultades se puede hacer frente si solo se tiene el gobierno formal, si se carece como Estado de una presencia decisiva en el tejido productivo o si se padece la amenaza permanente de los cuarteles.
La izquierda y los movimientos sociales en este continente tienen entonces que avanzar en el control de los principales resortes de la economía para que ejercer el gobierno formal se pueda traducir en realizaciones efectivas para el avance social; deben además asegurarse un respaldo efectivo de los militares, reformar a fondo las instituciones públicas (deterioradas por la corrupción y el clientelismo), impulsar la integración regional y –muy importante- adelantar una política exterior que permita mayores márgenes de acción en un nuevo orden mundial en el cual ya no señorean como antes las grandes potencias capitalistas clásicas, Estados Unidos y Europa. Se supone que ya se cuenta con un apoyo popular suficiente no solo en las urnas sino en la capacidad de movilización social favorable.
Los gobiernos del progreso en esta región tienen que avanzar todo lo que la correlación de fuerzas permita en la superación del actual modelo neoliberal de capitalismo que condena a estos países a ser simples complementos menores y prescindibles en el tejido económico mundial, que les impone renunciar a proyectos económicos que les permitan un cierto grado razonable de autonomía. Desde esta perspectiva resulta decisivo el fortalecimiento de las empresas públicas en los sectores estratégicos tanto los tradicionales (siderurgia, química, etc.) como los modernos (cibernética, robótica, nuevos materiales, la farmacéutica, etc.). Desde el gobierno deben estos nuevos movimientos recuperar para el Estado una función decisiva en el control del mercado y de la iniciativa privada y revisar a fondo las políticas referentes a la deuda externa, la evasión fiscal y en particular la inversión extranjera. Tener empresas claves en estos sectores (la banca, la energía, la investigación básica, las telecomunicaciones, entre otras) permite que el poder -al menos parcialmente- también sea disfrutado por los sectores populares que han llegado al gobierno mediante el voto ciudadano.
Este tipo de estrategias de desarrollo (y no de simple crecimiento como hasta ahora) no significa superar el capitalismo tal como puede comprobarse en los casos de Corea del Sur o de algunos países del norte de Europa (Finlandia, por ejemplo); pero es una estrategia igualmente compatible con un ideario socialista como sucede en el caso de Viet-Nam. En el fondo, todo depende de los objetivos que tengan los movimientos sociales y la dirección política en cada caso. Un tal propósito nacional de desarrollo exige entonces una claridad suficiente en las fuerzas políticas que lo impulsen no menos que un compromiso firme y sobre todo organizado de las fuerzas sociales que lo asuman como propio. Las fuerzas políticas del progreso requieren un alto grado de pragmatismo para evitar las aventuras (aunque siempre es necesario un toque suficiente de romanticismo para generar entusiasmo y compromiso) pero igualmente deben mantener siempre, como propósito central, objetivos estratégicos de forma que las medidas de hoy solo sean pasos necesarios de avance hacia el futuro; ni el aventurerismo irresponsable de las propuestas irrealizables ni contentarse tan solo con aquello que ofrezca la oportunidad (el llamado oportunismo político).
Por su parte, las fuerzas sociales que hagan suyo este propósito nacional deben tener consciencia de la necesidad de sacrificios y limitaciones temporales, inevitables hasta consolidar el proyecto. Se debe impulsarse su debida organización, el entusiasmo popular y el empeño cotidiano para avanzar hacia ese orden nuevo que saque a sus países del atraso material, la enorme desigualdad social, la poca o nula participación política de las mayorías y el predominio de valores culturales que son un obstáculo evidente; el racismo y la xenofobia, por ejemplo, que envenenan en mayor o menor medida estas sociedades, el agudo patriarcalismo no menos que la tendencia enfermiza de valorar lo metropolitano como superior a lo propio, traducido en diversas formas de complejo de inferioridad. Estas sociedades necesitan superar el pesimismo profundo, la escasez de perspectivas de futuro, el sentimiento de consagrar lo presente como lo inevitable. No extraña entonces que en tantas ocasiones este panorama sombrío solo ofrezca como horizonte la emigración a las metrópolis y lleve a considerar como un sueño irrealizable superar la condición actual.
Si el objetivo no es solo entonces alcanzar la presidencia sino afectar las estructuras básicas del orden social es fundamental avanzar en la consolidación de la propiedad pública en manos de un gobierno de las mayorías; propiedad pública en todos los resortes claves de la economía sin olvidar la indispensable organización de esas mayorías, la elevación de su consciencia política y –que nunca falte- conseguir el apoyo de los cuarteles de forma que las fuerzas armadas y de policía sean realmente nacionales, garantes de ese propósito nacional, y no instrumentos dóciles de las oligarquías locales y menos aún prolongaciones criollas de las armas imperialistas. Ciertamente que el poder real reside primeramente y sobre todo en el control de la economía pero sin olvidar que igualmente “nace de la boca de los fusiles”. No por azar las grandes transformaciones en este continente han tenido en tantas ocasiones como protagonistas importantes del cambio a militares patrióticos que lo promovieron y le aseguraron la necesaria estabilidad.
Juan Diego García para La Pluma, 12 de febrero de 2021
Editado por María Piedad Ossaba
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