La crisis institucional de Colombia es de larga data a un punto tal que ya es parte del sistema político, dicho de otra manera, las élites diseñaron un modelo a través del cual la crisis es vista y aceptada como expresión de democracia. Claro, el resquebrajamiento del Estado tiene límites en tanto no afecte los intereses oligárquicos que controlan ese país desde la independencia.
Las fuerzas armadas no son ajenas a este fenómeno. Fueron creadas para “… la defensa de la soberanía, la independencia, la integridad del territorio nacional y del orden constitucional” según reza el artículo 217 de la Constitución política. Sin embargo, toda vez que los únicos conflictos externos que ha tenido Colombia desde 1948 han sido provocados por Bogotá: la incursión de la corbeta Caldas en 1987 en aguas jurisdiccionales de Venezuela y la invasión a Ecuador en 2008, el estamento castrense ha sido involucrada en una guerra interna -que no han podido ganar en el terreno militar- por más de 60 años en defensa de ese “orden constitucional” que sirve a las élites y margina al pueblo que se encuentra sumido en altos niveles de pobreza y exclusión.
En el caso de las fuerzas armadas, el más alto grado de descomposición se manifestó a través de la política de falsos positivos mediante la cual el binomio Uribe-Santos prostituyó a una parte importante del componente militar colombiano. Ese delito que según la Corte Penal internacional (CPI) “puede ser catalogado como de lesa humanidad y de guerra” se convirtió en 2012 en política de Estado si se considera que estos asesinatos fueron cometidos para aumentar los índices de éxito militar, transformando la muerte de civiles en instrumento de obtención de mayores recursos internacionales para el logro de sus objetivos
Al respecto, en un informe elaborado en noviembre de 2012, la Corte señaló que: “Una política de Estado no necesariamente tiene que concebirse en el más alto nivel de la maquinaria estatal, sino que puede ser adoptada por órganos estatales locales o regionales. Incluso una política adoptada local o regionalmente puede ser catalogada como política de Estado”.
Estos hechos que no sólo manifestaron el horror de la guerra que el Estado libra contra el pueblo, fueron expresión de un descontento en ciertos sectores de las fuerzas armadas colombianas que no aceptaban que se les utilizara para formalizar la violación de derechos humanos, habida cuenta la impunidad que en lo interno ha tenido la oligarquía de ese país a través de la historia, y en lo externo el aval que Estados Unidos le ha concedido para cometer todo tipo de crímenes en nombre de la democracia.
Según el analista político colombiano Juan Carlos Tanus, en su país hay tres sectores dentro de las fuerzas armadas: los que viven del narcotráfico, los que viven de la lucha contra el narcotráfico y un tercero que se opone a vincular a la institución militar con el delito nacional y trasnacional.
Las conversaciones de paz en La Habana entre las Farc y el gobierno colombiano manifestaron un debate en las sesiones oficiales y fuera de ellas entre los líderes guerrilleros y los jefes militares colombianos que formaban parte de la delegación gubernamental. Tal como ocurriera en un evento similar a comienzos de los años 90 del siglo pasado en las negociaciones que culminaron con un acuerdo de paz entre las fuerzas enfrentadas en la guerra civil de El Salvador, la comunicación entre guerrilleros y militares se tornaba fluida y auspiciosa. Solo los que conocen la guerra y han participado directamente en ella aprecian con profundidad el valor de la paz.
Por el contrario, en uno y otro caso, las élites políticas gubernamentales dilataron, torpedearon y menospreciaron el valor del diálogo y la negociación. No obstante, los resultados obtenidos fueron disimiles: en El Salvador, donde desde 1992 impera un ambiente de paz en el que las armas dieron paso a la política, mientras que en Colombia, ello ha sido imposible, incluso cuando desde el gobierno de Iván Duque se ha establecido un permanente bombardeo contra los acuerdos, lo cual ha generado un clima de impunidad que ha provocado el asesinato de alrededor de 250 combatientes, aproximadamente un 4% del total de desmovilizados tras el aparente fin del conflicto. Una cifra similar de dirigentes sociales, campesinos, indígenas y activistas de derechos humanos también han sido asesinados con total impunidad.
No se puede suponer que todas los militares colombianos avalan tal comportamiento. Un sector, como dijo Tanus, cree que hay que darle una oportunidad a la paz. Finalmente, debe pasar por la cabeza de algunos, que esas fuerzas armadas son herederas de las tradiciones de Pantano de Vargas y de Boyacá, saben que el fundador de su ejército fue el Libertador Simón Bolívar, quien en medio del fragor del combate en 1820, fue capaz de comprender e impulsar una negociación con los españoles -en un momento en que la victoria final se oteaba en la cercana- solo para evitar mayores sufrimientos y dolores al pueblo.
Es sabido que en Colombia son los estratos medios los que envían a sus hijos a las academias militares, la oligarquía no manda sus descendientes a la guerra, sino a las universidades estadounidenses para formarse a fin de asumir el poder y controlar la economía del país, así mismo van a los seminarios para formarse como sacerdotes capaces de vigilar el alma de los feligreses y la sacrosanta propiedad privada, son los que persisten en una guerra absurda que utiliza a los hijos de los campesinos como carne de cañón en un conflicto que no les pertenece.
En días recientes se ha sabido como el ex fiscal general Néstor Humberto Martínez, un adalid del belicismo y la confrontación fraguó en alianza con la DEA estadounidense pruebas para incriminar a Iván Márquez y a Jesús Santrich en el narcotráfico, obligándolos a dar continuidad a la lucha armada en resguardo de su vida y la de miles de combatientes que le dieron una oportunidad a una paz que por segunda vez ha sido traicionada por las élites. El uribismo en Colombia pretende obtener por vía del asesinato y las masacres lo que las fuerzas armadas no pudieron lograr en el terreno bélico.
En este marco también se ha hecho pública la denuncia del Inspector General de la Policía Nacional general William José Salamanca en contra del director de esa instancia general Óscar Atehortúa y otros jefes policiales por la posibilidad de que éste haya intentado borrar información relacionada con investigaciones al interior de la institución.
Así mismo, se han manifestado dudas en la sociedad colombiana respecto de quienes son realmente los autores de las reiteradas masacres a la población, en particular de jóvenes humildes, las que Duque y Atehortúa se han empecinado en responsabilizar a la guerrilla del ELN y a “disidentes” de las FARC, sin que hasta el momento hayan presentado ninguna prueba al respecto. Se sabe que Atehortúa es un protegido del ministro de defensa Carlos Holmes Trujillo quien aspira a ser el abanderado del uribismo en las próximas elecciones, de manera que una vez más se está usando a las fuerzas de seguridad en función de mezquinos intereses de un grupo.
Otro tanto está ocurriendo en el ejército. El 22 de septiembre pasado, el coronel Pedro Javier Rojas Guevara, Director del Centro de Doctrina del Ejército Nacional presentó su renuncia a las fuerzas armadas. Rojas, que cuenta con 33 años de servicio dirige la instancia que se encarga de elaborar la doctrina que sustenta la planificación y ejecución de las operaciones militares. Esta institución es la responsable además desde 2011, de instrumentar el “Plan Damasco”, orientado a producir una modernización del Ejército para hacerlo más acorde a sus pares de la OTAN, alianza a la que Colombia se incorporó en 2013.
En su carta de renuncia dirigida al presidente Iván Duque, Rojas le hizo saber que: “Debo manifestarle de manera respetuosa pero enfática […] que he perdido absolutamente la confianza en el Alto Mando institucional, encabezada por el señor general Eduardo Enrique Zapateiro, comandante del Ejército Nacional, lo que, sin atisbo de duda no solo me impide continuar bajo sus órdenes sino, además, va contra mis principios cristianos y valores como la lealtad, fidelidad y transparencia”.
Entrevistado ayer 1° de diciembre por el periódico “El Tiempo” de Bogotá, el oficial declaró que: “Hay una crisis de liderazgo interno evidente. Tenemos 25 generales menos de los que debería haber y también han salido oficiales de otros rangos”. Y sobre el Plan Damasco, según El Tiempo, el coronel Rojas señaló “que la siguen matriculando como una doctrina desarrollada por uno de los bandos: el del general Alberto Mejía, ex comandante de las Fuerzas Militares. Y que por ello le han quitado apoyo”.
El militar continúa diciendo que: “Desde 2011, los generales Navas, Mantilla, Rodríguez, Lasprilla, Mejía, Gómez y Martínez apoyaron la evolución doctrinal denominada Damasco en el marco del plan de transformación del Ejército (2011-2030). Lo extraño es que el actual comandante quiera borrar algo que ha sido beneficioso para la institución”. El Tiempo cree que “para Rojas es claro que esa falta de liderazgo y una incompetencia interna no generan confianza en los mandos medios y la tropa”.
Resulta evidente que todo este complicado trance es expresión de la profundización de la crisis interna en la institución castrense. Lo que ha ocurrido es la manifestación de una respuesta pública de un sector militar que vio en los Acuerdos de La Habana una ruta positiva para salir del entrampamiento de la guerra. De esa manera está dando respuesta al grupo más recalcitrante del uribismo guerrerista que no está acostumbrado a develar estos asuntos a la opinión pública, pero que subyace a pesar de lo poco que se ha conocido abiertamente.
La actual cúpula militar, impuesta arbitrariamente por Duque, removió de sus cargos a todos los militares simpatizantes del proceso de paz e inició una “cacería” interna. Lo que ha hecho el coronel Rojas es atreverse a dar la cara para mostrar que hoy existe una alternativa al uribismo y a la guerra. En este sentido, es probable que otros uniformados activos o en situación de retiro apoyen a Rojas, si no es que antes, también sean sometidos a fuertes sanciones y/o a su expulsión de la institución armada.
En un artículo escrito por el periodista Andrés Dávila y publicado por el portal “Razón Pública” el 22 de julio de 2019 se señala que tras las negociaciones de paz: “El Ejército entendió que, aunque en La Habana no se discutieron su tamaño ni sus funciones, tenía que adaptarse y anticipar los cambios que traería el post acuerdo. Desde luego, en organizaciones jerárquicas tremendamente conservadoras, adversas al cambio e inerciales, estos cambios toman tiempo, y producen tensiones, divisiones y debates internos”, Es probable que estas manifestaciones disidentes sean expresión de esas “tensiones, divisiones y debate internos” de los que habla Dávila.
En medio del aprieto, el Ejército se apresuró a refutar al Coronel Rojas en el mismo medio de comunicación en el que el militar hizo sus afirmaciones, diciendo que la Doctrina Damasco está “instaurada, y con base en la misma sigue la capacitación. No es cierto que se vaya a parar”. De igual forma, señaló que en este momento se está trabajando en 30 manuales de instrucción sobre la misma asegurando que: “No es un tema político, son los lineamientos tácticos, operacionales y estratégicos del actuar castrense”, según informó un alto militar que rechazó identificarse.
Curiosamente, como si fuera una olla que se está destapando, en el mismo momento en que se produce este debate público sobre la integridad y las capacidades de las fuerzas armadas, el periódico “El Espectador” de Bogotá en su edición de hoy 2 de diciembre da a conocer que el pasado 26 de noviembre, dando respuesta a la solicitud que había hecho en julio pasado el presidente de la Comisión de la Verdad, Francisco de Roux, las Fuerzas Militares entregaron tres informes sobre la génesis y las operaciones de las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC), negando a priori cualquier vínculo de las fuerzas armadas con el paramilitarismo.
Reconociendo que las juntas de autodefensas se hicieron con el objetivo de “permitir a los ciudadanos la defensa de sus bienes del ataque de las organizaciones guerrilleras”, los militares opinan que dichas estructuras tuvieron “la incorporación de organizaciones de narcotráfico en el escenario nacional” que se convirtieron en grupos armados irregulares como las AUC. A partir de ello, el informe las justifica con el argumento de que en el contexto en que dichas organizaciones fueron creadas “aumentaba la presencia de grupos delincuenciales generando condiciones de inseguridad para muchos de los pobladores de distintas regiones del país”, intentando de esta manera establecer una diferencia inaceptable entre paramilitarismo y AUC como si estas no fueran expresión de lo anterior.
El Espectador opina que: “… aunque en el documento se niega la existencia de acciones sistemáticas entre las Fuerzas Armadas y las Auc, la Corte, hasta septiembre de 2019, había proferido 22 sentencias contra el Estado colombiano por la violación a los derechos humanos: varias de estas por “omisión” a su deber frente a hechos delictivos perpetrados por paramilitares”.
En fin, como se afirma en el argot popular: “si el río suena, piedras trae”. Es evidente que al interior de las fuerzas armadas colombianas están ocurriendo hechos que a la luz de los acontecimientos recientes en el país, son sólo el inicio de acciones de sectores cada vez más amplios (incluyendo de las fuerzas armadas) que intentarán rescatar la decencia y el decoro de la institucionalidad del país.
Sergio Rodriguez Gelfenstein para La Pluma, 3 de diciembre de 2020
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