Colombia: Cultura mafiosa

El asunto trasciende aquello de “te doy en la cara, marica” y pasa por Odebrecht, fiscalías, magnates, ministerios… Más que la marabunta, o la selva, a Colombia se la tragó la cultura mafiosa.

De los blacamanes vendedores de específicos y prometedores del oro y el moro, se pasó, sin solución de continuidad, a la adoración por el mal gusto, a las cuatrimotos de vereda, a la repartición sin ascos de coimas y gabelas para cambiar “articulitos” constitucionales, a la denominada “cultura mafiosa”. La misma del “usted no sabe quién soy yo”, la del enriquecimiento rápido “a como dé lugar”, la de “aniquilar al otro” para acceder al poder y la de las fascinaciones por lujos y consumos a ultranza. Y hasta por ponerse tetas y nalgas de artificio.

De los vendedores de milagros, como el Blacamán garciamarquiano, nos trasladamos a la presencia del “patrón”, al que hay que adorar, aplaudir, no contradecir y endiosar. Y así, ricos y pobres, prendieron incienso a la “chabacanidad” y la ordinariez. Hubo tiempo para las bambas, los enlucimientos, la joyería extravagante y la resolución de cualquier incidente menor a punta de bala. Y otros días para la exhibición de la vulgaridad en sus más deshonrosas presentaciones.

Las “carangas resucitadas” irrumpieron en la política y en las condecoraciones oficiales, y el “todo vale” se erigió en lema moral. El mafioso llegó a los altares, se despaturró en los salones de clubes exclusivos, penetró en las esferas que antes se llamaban impolutas y contaminó el comportamiento de populachos y élites blanqueadas. El dinero, el rey del bailongo, obtuvo nuevos roles en el concierto social y había que conseguirlo como fuera, no sea que nos quedáramos al margen y clasificáramos dentro del dicho de “quién lo manda a ser güevón”.

De los carteles de Medellín y de Cali nos mudamos a los de las toallas higiénicas, la salud, los pañales, la industria farmacéutica, la construcción, los bancos, los contratistas de obras públicas… Se traficó con influencias, notarías, puestos públicos. Y cuando alguno no accedía a los chantajes o las “untadas”, entonces se le sacaba del camino. De un momento a otro, la promoción inusitada de la trampa, la falsificación, el facilismo, la “ley del menor esfuerzo”, en fin, se constituyeron en mecanismos para el ascenso socioeconómico, el arribismo en su expresión más pútrida y sin cortapisas.

La cultura mafiosa alteró los sentidos y el cerebro. Se manifestó en pequeños y grandes conglomerados. Y sigue tan campante en los métodos politiqueros, en el clientelismo, en las maneras de estafar al ciudadano, en los discursos demagógicos. Está en los modos de ser del policía y del delincuente. Igualó por lo bajo a presuntos estadistas y dueños de emporios financieros. Estableció en la barriada, en la empresa, en la calle, aquella sinrazón de “quien no está conmigo está contra mí”. Y, así, con la aplicación de la fuerza, saca de circulación a los que no están de acuerdo.

El narcotráfico, además de mercados ilegales, de establecer una cultura de la violencia, de empañetar nuevos ricos, lo irrigó todo. Todo lo contaminó. Quizá su punto de inflexión haya sido el asesinato del ministro Rodrigo Lara, en 1984. Para entonces, el poder arrasador del tráfico de estupefacientes, como el de un Atila tropical, ya había hecho trizas la ética y las “buenas costumbres”. Por donde pasaba, dejaba secos los cerebros y las pautas de comportamiento establecidas por poderes que lo precedieron y que, tal vez, fueron una de sus causas. ¿Cómo incidieron las viejas estructuras en la creación del monstruo?

La narcocultura se apoderó de todas las plazas. El fútbol, la mercadería de artes, los nombramientos oficiales, las listas electorales, las campañas políticas, las fuerzas militares y de policía, todo ha sido permeado. Llegaron nuevos inquilinos y se tomaron toda la casa, como en un cuento de Cortázar.

Como lo plantea en una investigación el profesor Óscar Mejía Quintana (La cultura mafiosa en Colombia y su impacto en la cultura jurídico-política), es posible que aquellos rasgos identitarios establecidos desde la Regeneración, como el autoritarismo, el tradicionalismo y el pensamiento conservadurista, hayan incidido en el posterior nacimiento de una aberración que aún nos mantiene en vilo. El país del “Sagrado Corazón”, con una elitización de las “virtudes”, terminó en manos de demonios y numerosos endriagos. Y así vamos.

De las desviaciones más degradantes de la tal cultura ha sido la puesta en el pabellón de los héroes de “carteludos” capos y otros bandidos. Y los ayudan en la faena productores de narconovelones y de series sin sentido crítico. Ah, y ni hablar de las conductas de los “patricios”, de los estadistas y personalidades del poder metamorfoseados en patanes y promotores de la narcocultura. El asunto trasciende aquello de “te doy en la cara, marica” y pasa por Odebrecht, fiscalías, magnates, ministerios… Más que la marabunta, o la selva, a Colombia se la tragó la cultura mafiosa.

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Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 27 de febrero de 2019

Editado por María Piedad Ossaba