Aquel once de septiembre

Tengo la debilidad de pensar que la memoria no necesita museos. Miles de compatriotas, arrojados a la calle, a los campos de concentración o a las celdas de castigo, guardan un recuerdo imperecedero del día en que sus vidas fueron destruidas por un poder demencial de odio y de dominación irracional. Las consecuencias, como la memoria, no se borran con una supuesta “Reconciliación” basada en la impunidad. El Dr. Claudio Schuftan nos cuenta “Aquel 11 de septiembre”.

Salida de la morgue, Santiago 1973

Para Aron, de su padre

Las cosas se habían estado poniendo malas desde hacía ya semanas. El paro de los transportistas tenía al país paralizado; sabíamos que estaba siendo financiado desde afuera.

Esa mañana salí como de costumbre a mi trabajo en el hospital pediátrico. Faltaban tres minutos para las ocho. Abrí el portón del garaje, me senté al volante de mi mini Fiat 600, y salí en marcha atrás como todos los días.

Lo primero que vi fue un vecino; golpeaba frenéticamente a la puerta de la casa de otro vecino. Una observación más minuciosa me permitió detectar una gran euforia en su golpear. Yo lo sabia un “momio” opuesto a la Unidad Popular. Mi mano derecha se dirigió automáticamente a la perilla de la radio. El Reporter Esso, mi acompañante noticiero de todas las mañanas debía salir al aire en un instante. Pero la Radio Minería estaba silente. El Reporter Esso no salió. ¡Mierda! Treinta segundos pasadas las ocho escuché el primer himno marcial, uno de muchos que habían de venir. Recorrí el dial: marchas, marchas y más marchas militares. Estacioné el Fiat en la acera y volví a entrar en casa. El aforismo “A buen entendedor pocas palabras” se me cruzó por la mente. Rápidamente junte un pulóver, alimentos secos de coctel para picar, un par de frutas, mi radio a pilas, unas pilas extra, una linterna. Lo puse todo en una bolsa de papel de almacén; mi estetoscopio y otros implementos médicos siempre los traía conmigo. Volví a salir y me dirigí al hospital. Las malditas marchas prusianas seguían, en todas las estaciones de radio. Ni una noticia. El tráfico estaba más leve que de costumbre.

Cuando llegué, solo la mitad del personal había venido a trabajar. Los primeros rumores me llegaron apenas me bajé del auto: “Fue en Valparaíso….la marina…. el ejército, aun no se sabe… los carabineros no…. ¿y la fuerza aérea?…” A las nueve salió al aire el primer bando militar. Hablaron los jefes de las tres fuerzas armadas y de carabineros. Era claro. Había sido “eso”.

Pasé visita a los enfermos. El jefe dijo que había que dar de alta a todos los niños salvo los de gravedad extrema. Me ubiqué con los pocos amigos ‘simpatizantes’ que pude hallar. La orden de partido que teníamos era quedarnos en el lugar de trabajo y esperar instrucciones. ¿Pero de dónde? ¿A través de qué medio? No había sido especificado. Todos pensamos: la radio. Saldrá una radio clandestina. Hay que seguir rastreando el dial: de izquierda a derecha y vuelta. Mil veces. Pero nunca salió nada. Excepto Radio Chilena que, arriesgándolo todo, sacó a media mañana, no sé cómo ni recuerdo bien a qué hora exactamente, aquel histórico discurso de despedida del presidente Allende. Lo siguieron himnos marciales. Radio Chilena había sido silenciada también. Luego los bandos militares comenzaron a regularizarse: casi cada hora. Se llamaba a la calma; todo era ya un fait accompli.

Pero el palacio de la Moneda aun no caía. A las once de la mañana oímos por primera vez los caza-bombarderos pasar en vuelo rasante sobre nuestro hospital. Luego lo hicieron veinte veces más. “Es una muestra de fuerza y de músculo”, pensamos. Pero cuando oímos la primera detonación corrimos a la terraza del techo del hospital (un acto no muy prudente, mirado a posteriori) y vimos las nubes de humo que se concentraban en un lugar situado a unos cuatro km al noroeste de nosotros: La Moneda. No podíamos creerlo. “Chile es la Atenas de Latinoamérica….” ¡Telón! Todo había terminado.

A las doce decretaron el toque de queda. Todos a casa, decía el bando; y allí esperar instrucciones. La orden nuestra, ya lo dije, era quedarnos en los lugares de trabajo. Pero vi la mayoría de mis compañeros y camaradas salir del hospital rumbo a casa con la cabeza gacha y el semblante sombrío. Solo el personal de turno en la emergencia (todos “momios”) y dos de nosotros –una enfermera y yo– nos quedamos. Me acerqué al jefe de turno para decirle que me quedaba como voluntario; “puede que lleguen muchos heridos”, dije. Me miró con gran recelo. No confiaba en mí. Debo haber dicho aquello con mucha decisión pues se resignó.

Seguimos dando de alta pacientes cuyos padres llegaban corriendo hasta la una de la tarde, tratando de no jugársela con el toque de queda. No querían muchas explicaciones: “Déme mi hijo. Tengo que apurarme”. Hicimos lo mejor que pudimos. Alcanzamos a comprar algunos refrigerios para el almuerzo antes que la ciudad entrara en ese silencio tenso que solo se interrumpía con el ruido distante de helicópteros y algún fuego de ametralladora.

Al fin la radio dio la noticia de la caída de la Moneda y del suicidio del presidente. El golpe ya no era un bluff. Sucesivos bandos detallaron cómo el golpe se consolidaba a través de todo el territorio nacional y las fuerzas armadas tomaban control absoluto del país.

Yo seguía recorriendo el dial de mi pequeña Sony…. la transmisión clandestina tendría que salir al aire en cualquier instante… todo se aclararía en torno a qué hacer… Pero no hubo de ser.

Angélica, la enfermera jefe del servicio de Lactantes, se había quedado a cargo de los pocos pacientes que quedaron en el hospital. Era una antigua camarada, y la única persona en que podía confiar en todo el hospital.

Como a las tres de la tarde llamé a casa. Le dije a mis padres que no se preocuparan, que pasaría el toque de queda en el hospital ayudando en la emergencia. Que le avisaran a mi esposa.

Dos días antes, ella y yo habíamos tenido una gran discusión. Ella (tu madre, Aron) no podía soportar que yo siguiera tan envuelto en el proceso político que vivía el país. No le daba suficiente atención; estaba siempre ocupado en reuniones de emergencia; todo era emergencia durante esos días del paro de los transportistas. Me había dado un ultimátum. ¡Y tenía razón! Se fue a casa de una amiga diciendo: “Llámame cuando estés dispuesto a cambiar…”.

La crisis del país, nueve horas de edad a esas alturas, se unía a mi crisis personal de un par de días. ¿De dónde sacar coraje? Estaba devastado.

Para nuestro gran asombro, no había heridos en la posta de emergencia de nuestro hospital. Todo tranquilo como una taza de té en reposo. Pensamos que se debía a que éramos un hospital pediátrico, ya que tanto fuego de ametralladora tenía que estar produciendo víctimas. ¿O es que no estaban dejando víctimas con necesidad de atención médica sino más bien de servicios funerarios?

Que pasó hasta el anochecer ya no lo recuerdo. Quizás un par de atenciones a los pacientes que quedaron, un montón de introspección, y el ejercicio del dial que solo brindaba más y más bandos y ritmo de marchas.

Cuando oscureció, hubo tiempo para un respiro. En la sala de enfermería de Lactantes Angélica y yo bebíamos un té en silencio. Fue entonces que el peso de lo acontecido en las horas precedentes tocó fondo en nosotros. Fue el instante crítico. Angélica se levantó despacio y se dirigió hacia la ventana en la penumbra. Desde allí sentí sus primeros sollozos; lentos y contenidos al principio, casi convulsivos después. Cuando me acerqué, el nudo que traía en la garganta se hizo inaguantable.

Lloramos juntos por un largo rato. En silencio. Las imágenes y los recuerdos se atropellaban en secuencia entrecortada. Solo queríamos saber una cosa: ¿Porqué? ¿Donde habíamos errado en la persecución de nuestros ideales; de nuestros sueños para una sociedad mejor? El discutirlo no nos trajo muchas respuestas cabales esa noche.

No creo haya llantos peores que los de la impotencia.

A eso de las nueve bajamos al comedor de la posta de emergencia. Los colegas mayores del turno estaban todos allí. Se les veía una cierta euforia con reservas en el semblante. Tampoco ellos lograban entender bien que nos traería el mañana; mal que mal se consideraban demócratas. Nuestra presencia no les era del todo grata (¿qué se traman estos dos…? se preguntarían; poco sospechaban nuestro infructuoso barrido del dial…). No era tiempo para hablar de pequeñeces tampoco. Se comió poco y en silencio esa noche. Los largos silencios eran pesados como el plomo.

El jefe de turno comentó el estado grave de un paciente neuro-quirúrgico del día anterior. Parecía que necesitaría cirugía; cirugía que no podíamos llevar a cabo con el hospital a medio funcionar como estaba. Habría que reevaluarlo mañana temprano y decidir enviarlo a la posta central. Pero había toque de queda… ¿Aplicaría este también para las ambulancias?

Tampoco se durmió mucho esa noche. Ahora no solo se oía el zumbido de los helicópteros; se veían también, a lo lejos, sus potentes halos de luz proyectados sobre la superficie. Calculamos que era sobre las poblaciones marginales del sector sur de la ciudad.

El bando de la mañana del doce de septiembre prolongó el toque de queda por veinticuatro horas. La noche no había traído ningún paciente a la emergencia. El dial nos había dado marchas solamente. El paciente quirúrgico nos preocupaba a todos. Se llamó a la posta central. Nos remitieron a su flamante interventor militar: Que sí, que se podía; un solo chofer, un solo médico, luces encendidas, circular por el medio de la calle, velocidad veinte km por hora, no usar la sirena, detenerse ante el requerimiento de cualquier patrulla para inspección… y un santo y seña.

“¿Usted doctor, iría con el paciente?”, me preguntó el jefe de turno. Touché! El médico que se había ofrecido de voluntario era el más dispensable del turno.

A las nueve y media salimos; sabíamos las instrucciones de memoria. El chofer demostraba (¿o actuaba?) estar en control. Eso me tranquilizó un poco. Luces prendidas y por el medio de la calle a paso de tortuga emprendimos el recorrido de unos 4 km. Calles desiertas. Ni perros ni gatos. Puertas cerradas. Ni un alma.

Había que pellizcarse para asegurarse que eso estaba realmente pasando. No tuvimos incidentes. No vimos ni siquiera una patrulla hasta ya casi llegar a nuestro destino. Pero allí no éramos gran novedad. Las ambulancias iban y venían sin cesar, en silencio, a sus veloces veinte km por hora, con sus luces encendidas.

En la entrada principal de la emergencia ya vimos una buena docena y media de cadáveres. Aun sin cubrir. Adentro, era un panal. Se veía al personal correr; se daban órdenes a gritos. Había pacientes en camas, en camillas, en colchones en el suelo, en los corredores. Se veía que ese ritmo de trabajo duraba desde el día anterior. La gente se veía agotada. Encontré un colega que no conocía con un minuto libre. Le presenté nuestro paciente. Hizo una mueca. “No sé doctor… si podremos… haré lo posible… esto es una casa de locos… no ha parado… mejor váyase luego… si no el nuevo jefe lo va a reclutar ‘sin derecho a pataleo’… Aquí se cumplen ordenes no más”.

Vi a lo lejos a un camarada médico conocido. Le dije al chofer que ya volvía, que me esperara en la ambulancia. Tuve solo tres minutos para inquirir lo que ya sospechaba. Las víctimas vienen de las poblaciones marginales. Hay allanamientos en toda la capital. Se tira a matar. Aquí llegan los que se salvan por equivocación. No damos abasto. La gente no da más. Necesitamos más personal. Hay muertos por todas partes. “Ah, ¿y sabes?, acabo de certificar muerto a Tito Olivares (el secretario de prensa de la Presidencia); lo allanaron en su casa; dicen que trató de arrancarse; los dos tiros son por delante…”.

Volví de prisa a la ambulancia. “¡Vamos!” dije; “esto no da para más”. Llegamos de regreso también sin percances.

A las dos de la tarde anunciaron un levantamiento del toque por una hora ‘para reabastecerse de comestibles y bebidas’. Se permitirían la apertura de negocios del ramo y una limitada circulación de vehículos por la calle pero con las mismas reglas que para las ambulancias.

Tenía que tomar una decisión. Hice un balance. Los militares llegarían a nuestro hospital tarde o temprano en las próximas horas. Mis colegas serían para entonces impredecibles. Mis paseos por el dial seguirían infructuosos. Era hora de partir. Angélica se quedó. Una vez en casa llamé a mi esposa…

Claudio Schuftan, Hanoi, 13 de abril de 1996.

Editado por María Piedad Ossaba

El Dr. Claudio Schuftan es médico pediatra dedicado a la salud internacional. De nacionalidad chilena, reside actualmente en Ciudad Ho Chi Minh donde es Cónsul Honorario de Chile. Se graduó de médico en la Universidad de Chile en 1970. Es autor de dos libros y de numerosos artículos de su especialidad. El Dr. Schuftan es consultor en salud pública con experiencia en más de 50 países, especialmente en África y en Asia. Residió siete años en Nairobi; en Hanoi otros siete y ahora nueve años en Ciudad Ho Chi Minh. Es miembro fundador del Movimiento por la Salud de los Pueblos, una red de activistas en salud con presencia en más de 50 países.

Este relato es inédito. Fue escrito en 1996, y son sus recuerdos de cómo pasó las horas siguientes al golpe militar del 11 de septiembre de 1973 en su ciudad natal de Santiago. El Dr. Schuftan debió dejar su país de origen en enero de 1974.

Fuente: Politika, 6 de septiembre de 2018