El salario mínimo en Colombia ha representado, históricamente, mucho más que una cifra anual ajustada por decreto: es un indicador de las políticas sociales y económicas que rigen la vida de millones de trabajadores. Durante décadas, la determinación del salario mínimo estuvo marcada por una lógica de contención, justificando incrementos moderados bajo el falaz argumento neoliberal de evitar presiones inflacionarias y preservar la supuesta y egoísta competitividad empresarial.
Sin embargo, el anuncio del Gobierno de Gustavo Petro el pasado lunes 29 de diciembre de un aumento del 23.7 % para 2026 constituye un cambio de paradigma que desafía las bases del modelo neoliberal dominante en el país, impuesto por la tradicional y caduca elite oligárquica que ha gobernado históricamente.
La Constitución Política de Colombia de 1991 establece, en su artículo 53, el principio de salario vital y móvil. Esto significa que el salario debe ser suficiente para cubrir las necesidades básicas del trabajador y su familia, permitiendo una vida digna. Este mandato se encuentra alineado con los estándares internacionales de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), que define el salario vital como aquel capaz de garantizar alimentación, vivienda, salud, educación y recreación. A pesar de la claridad normativa, la brecha entre el salario mínimo legal y el salario vital ha sido persistente, alimentada por una interpretación restrictiva de las obligaciones estatales y por la influencia del malhadado modelo económico neoliberal que prioriza la estabilidad macroeconómica sobre el bienestar social.

El modelo neoliberal, dominante en Colombia desde finales del siglo XX, sostiene que aumentos significativos en el salario mínimo generan efectos adversos como inflación, desempleo y pérdida de competitividad. Bajo esta perspectiva, los incrementos salariales deben ser prudentes y acordes con la productividad. No obstante, el Gobierno Petro plantea una visión alternativa: argumenta que el salario mínimo debe ser una herramienta de redistribución y justicia social, priorizando el bienestar de los trabajadores por encima de las restricciones ortodoxas.
Estudios recientes y experiencias internacionales muestran que, en contextos de desigualdad, incrementos sustanciales dinamizan la demanda interna sin necesariamente disparar la inflación. El Gobierno respalda su propuesta con cifras de crecimiento económico y reducción de la pobreza, desafiando la asociación directa entre salario e inflación.
El aumento anunciado del 23.7 % para el salario mínimo en 2026 sitúa el ingreso básico de los trabajadores colombianos en uno de los niveles más altos de la región. La justificación oficial se centra en la necesidad de cerrar la brecha entre el salario legal y el salario vital, garantizando que millones de familias tengan acceso a una vida digna.

El Gobierno del presidente Petro argumenta que este incremento responde a una deuda histórica con la clase trabajadora y busca estimular el consumo, fortalecer el mercado interno y reducir la pobreza. Además, se reconoce el impacto positivo en sectores informales, donde el salario mínimo sirve como referencia para negociaciones y ajustes contractuales.
El incremento del salario mínimo tiene efectos multidimensionales. En el corto plazo, se espera un aumento en el poder adquisitivo de los trabajadores, lo que se traducirá en mayor demanda de bienes y servicios y dinamización de la economía.
En cuanto al empleo, algunos sectores advierten sobre riesgos de informalidad y despidos, pero la evidencia internacional sugiere que, en contextos de alta desigualdad, los efectos negativos pueden ser compensados por el crecimiento del mercado interno.

En términos de pobreza, el mayor ingreso disponible contribuye a la reducción de la pobreza monetaria y la mejora de las condiciones de vida. Finalmente, el aumento salarial representa una herramienta de redistribución de la riqueza, al transferir recursos desde los sectores más concentrados hacia los trabajadores, promoviendo mayor equidad social.
El anuncio del Gobierno por supuesto ha generado reacciones diversas. Sectores conservadores y representantes empresariales y corporativistas defensores del statu quo han expresado preocupación por el posible impacto en la inflación, el empleo y la competitividad, argumentando que el incremento podría desincentivar la inversión y fomentar la informalidad.
Por su parte, el Gobierno ha respondido con argumentos técnicos y sociales, enfatizando que la evidencia internacional respalda incrementos significativos en contextos de desigualdad y que el salario mínimo vital debe ser visto como un derecho, no como una variable de ajuste macroeconómico. Además, se ha comprometido a acompañar el aumento con políticas de formalización laboral, capacitación y apoyo a pequeñas y medianas empresas, buscando mitigar posibles efectos adversos y garantizar una transición ordenada.

El incremento del salario mínimo en Colombia para 2026 marca un hito en la política social y económica del país, evidenciando un cambio de paradigma que privilegia el bienestar de los trabajadores sobre las restricciones del codicioso modelo neoliberal. La apuesta por un salario vital, respaldada por la Constitución y la OIT, representa una oportunidad para avanzar hacia una sociedad más equitativa y justa. Si bien existen desafíos y controversias, la decisión abre el debate sobre el papel del Estado en la redistribución de la riqueza y la garantía de derechos fundamentales.
El futuro dependerá de la capacidad del Gobierno y la sociedad para acompañar el cambio con políticas integrales que aseguren la sostenibilidad y el impacto positivo de la medida, desmintiendo las voces apocalípticas de los sectores privilegiados que se han beneficiado de las políticas neoliberales a costa del pueblo colombiano.