Delegar sin resolver: cómo las grandes potencias externalizan sus crisis

Toda crisis que nos negamos a afrontar aquí, que transferimos, invisibilizamos, externalizamos, siempre acaba volviendo. Pero esta vez, no como un hecho que hay que gestionar, sino como un recuerdo doloroso, vuelto contra nosotros, contra nuestros principios, contra nuestra propia sociedad.


Externalizar fronteras, prisiones, guerras: las grandes potencias delegan la gestión de las crisis a regímenes autoritarios, empresas privadas y milicias. Esta estrategia aleja la democracia del debate y la responsabilidad, malvende sus principios y sale cara a los ciudadanos y a los más vulnerables. Un cambio histórico hacia un poder distante, que huye de sus propias consecuencias.

Ante los grandes retos, como la migración, la seguridad, la justicia, los conflictos armados y la política exterior, las grandes potencias ya no reparan, transfieren.

Subcontratación a regímenes autoritarios, externalización a zonas grises, devolución a periferias lejanas: todo se decide lejos de la mirada de los ciudadanos, lejos de los derechos. En nombre de una eficacia tecnocrática, los Estados abandonan lo esencial, hasta poner en peligro los propios fundamentos de la democracia. Porque, a fuerza de delegar, renuncian a gobernar. A fuerza de huir de la responsabilidad, socavan el contrato democrático.

Este texto cuestiona una estrategia global de abandono político, en la que la externalización y la transferencia se convierten en un modo de gobernanza. Un modo de negación.


Los gobiernos de la urgencia y el olvido de la política

Desde hace más de una década, se ha impuesto una consigna en la gestión de las grandes crisis contemporáneas, como las migraciones, la seguridad, la justicia y la guerra: delegar en lugar de resolver.

Ante el vertiginoso avance de la historia, los Estados, especialmente en Europa, pero también en otras partes del Norte global, adoptan un reflejo que se ha convertido en doctrina: subcontratar. Transferir la carga, externalizar la responsabilidad, deslocalizar las consecuencias. En lugar de abordar las causas profundas, los conflictos, las desigualdades estructurales, el cambio climático, las fracturas poscoloniales, las potencias prefieren confiar la gestión del caos a otros: terceros países a menudo autoritarios, dictaduras, empresas privadas sin mandato democrático, milicias locales, agencias alejadas del control ciudadano.

Estas gobernanzas de emergencia, disfrazadas de pragmatismo, se liberan de la política. Evitan el debate, eluden la soberanía popular y banalizan una forma de gestión por delegación que vacía de sentido a las instituciones.

Presentada como una solución «eficaz», esta estrategia es sobre todo una elusión de la responsabilidad. Y, en el fondo, una desarticulación silenciosa del proyecto democrático. Detrás de esta estrategia se esconde una lenta desintegración de nuestro ideal democrático, invisible, pero muy real.

¿Qué pasa con una democracia cuando externaliza el ejercicio de su soberanía?

Esta es la pregunta central, la que incomoda pero hay que plantear: ¿qué queda de una democracia cuando delega el ejercicio mismo de su soberanía?

Cuando la decisión, la coacción y el control ya no pertenecen al espacio público, sino a actores externos a menudo desconocidos, opacos y no elegidos, ¿qué valor tiene aún el principio del gobierno por y para el pueblo?

Este texto explora tres ámbitos en los que esta desarticulación del poder democrático se ha convertido en un sistema:

  • la gestión migratoria, transformada en una operación logística externalizada, a menudo subcontratada por regímenes autoritarios o a estructuras privadas sin mandato político;
  • la justicia penal y penitenciaria, cada vez más delegada a operadores mercantiles o a territorios de excepción donde el Estado de derecho es discreto;
  • la seguridad y los conflictos armados, donde la privatización de las misiones soberanas y la delegación a actores no estatales crean zonas de irresponsabilidad política.

En todos los casos se observan los mismos síntomas: opacidad creciente, abusos documentados pero impunes, ineficiencia estructural y, sobre todo, una ruptura radical con el sentido mismo de la acción política.

Tras la fachada de la eficacia tecnocrática, se instala una soberanía vaciada de su contenido democrático. Una soberanía sin pueblo, sin debate, sin control.

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