* Pequeños holocaustos sin importancia

La señal del cerebro anuncia una última hora. Solo que la última hora no es una noticia, son los últimos sesenta minutos de asombro, de quedarse inmóvil frente a los fuegos artificiales que cruzan de sur a norte unos ojos inocentes. Mamá: ¿Hoy es fiesta? ¿Por qué estos fuegos artificiales? Tápate, mejor no mires. Mejor piensa en algo lindo.

Uno, diez, mil millones de poetas escribiendo sobre los cadáveres, y los cadáveres siguen muriendo

He sostenido siempre que la poesía es una epistemología del no saber.

María Negroni

No se puede escribir un poema y que debajo de los escombros de la palabra haya niñas y niños. No se puede escribir un poema y que debajo de los escombros haya un grito que ya nadie quiere ver. Cada poema se escribe con los restos de polvo que la masacre deja justo ahí, al alcance de las manos. Los gritos ya no pueden oírse, sólo unos pocos ciegos tienen el privilegio de poder observar el espectáculo paralelo de todos los finales. Todo se está acabando y empezando. Deja que pase el tiempo. El tiempo lo cura todo. Locura. Todo. Y nada de todo esto debería estar pasando.

Llevo meses escribiendo sobre lo que no debería escribirse nunca. Pero son demasiadas las cosas que atender. Poner la alarma, preparar un desayuno. Oh, el gran teatro del pan recién tostado y el aroma sinfónico del café recién hecho. Oh, si hubiéramos sabido que con cada mañana se levanta un andamio de alegría donde un operario de la nada nos avisa que hoy no será el día, que ya nadie se muere en la víspera, que cada muerte es exclusiva y única, que cada pena es de muerte, que todo juicio es final.

En la radio una voz sensual que nunca leerá los versos de nadie nos dice que lloverá en el tercio norte peninsular y que en algún lugar del paraíso hay una hora menos para morir. Nada más ni nada menos que una hora menos. Sesenta minutos para pensar en cada mamífero, en las aves del sur, en la mirada miedosa de un navegante que no se atreve a surcar el estrecho de magallanes. Una hora dedicada a los paritorios, a las analíticas, a los notarios, a la habitación de juegos, al cuento de anoche.

El viento de este lugar no necesita abrigarse para seguir su curso hacia las montañas. No necesita la barca de Caronte por si diluvia en el río, por si el diluvio en el mar. Oh, Benjamín, barquero de los abismos, remero y padre de todos los infiernos

Llevo meses escribiendo sobre el miserable milagro de la cuerda tendida y la ropa ondeando y desafiando a un arcoíris que asoma colándose por las extremidades de las prendas de vestir. Las prendas de vestir. Oh, el gran ballet para que el arte baile su danza multicolor y corramos a pintar con nuestras hijas. Los lápices acuareleables. Y esas manos asomando por los escombros pidiendo por un trozo de papel. Mamá: ¡Quiero pintar! Lloverá en el tercio norte peninsular. El viento de este lugar no necesita abrigarse para seguir su curso hacia las montañas. No necesita la barca de Caronte por si diluvia en el río, por si el diluvio en el mar. Oh, Benjamín, barquero de los abismos, remero y padre de todos los infiernos. ¿Por qué la radio nos avisa del mal tiempo? –Saquen sus ropas de invierno. ¿Dónde está el paraguas? Si hubiéramos sabido que el amor era eso.

Todos los actos cotidianos de occidente -por más ínfimos que fueran- deberían ser condenados de una vez por todas. Toda pena es de muerte. Toda muerte es súbita. Cada ducha tibia, cada patito de goma y su cara de felicidad como espejo de la infancia deberían estar prohibidos. Si me pongo a lavar la ropa, si observo con detenimiento los ingredientes de una comida alguien debería tirar mi puerta abajo. Las fuerzas del orden de lo cotidiano. La policía del momento. ¿Dónde están? ¿Acaso alguien los puede ver? ¿Acaso alguien puede oírme y avisarles que me lleven de una vez por todas?

Estoy debajo de los escombros de la palabra, por eso no puedo escribir un poema, por eso no pueden oírme. Son las doce. Las once en algún lugar del paraíso. El infierno se gana a pulso o no se gana. Todo paraíso es perdido.

Pero resulta que debajo de lo que escribo hay personas que necesitan ser atendidas, están aquí, en estas manos, rasguñando las comas y las subordinadas del orden occidental que las distribuye según las normas del sistema. Que alguien les ponga una alarma, una granada de mano atada a la metáfora del amor, que se pare de hurgar con detenimiento en las especias y las cantidades exactas para un plato de cuchara. Hagamos la huelga indefinida de poesía. El paro general y cardíaco del cacareo.

¡Que hay personas debajo de los escombros del poema! Que alguien las acaricie con una sonrisa, que alguien les prepare el desayuno, una jornada amable y otra vez el espectáculo de tener que soportar que el arcoíris sea posible. Ah, la insistencia del cielo, las hormonas del otoño, la pubertad de las ramas desnudas con sus huesos de pudor. Y las fuerzas del orden de lo cotidiano que siguen sin venir a derribar mi puerta, a confiscarme los instantes de soledad. Por cada melodía con las que hago mis quehaceres, un año de prisión.

Aquí está la muerte, por encima de cada verso, por eso es urgente que dejemos de escribir, que rompamos nuestro teclado y nuestro cuaderno de notas contra el cielo y levantemos de una vez esa viga que nos impide ver. La viga en el ojo ajeno. Que los poetas nos agachemos a ver con qué nos encontramos. Quizá así, podamos construir un poema que apuntale toda la devastación y la poca humanidad, la poca vergüenza. Alguien que intente poner de pie la infancia y que podamos llevarla cosida a nuestras mangas.

A veces la tristeza de la poesía tropieza con la misma piedra. Tropieza para que se quede en el suelo para siempre, en ese suelo donde están las palabras esperando, donde una mano asoma para que el poema se ponga de pie

Sopla un aire tenebroso que hincha mis sábanas tendidas y, la cuerda, que es el escenario y la orgía de todas las siluetas, ha venido a decirme que la muerte está esperando en otro lugar que no es el mío, que está vestida de general y apunta contra mi jardín con la fuerza del hambre. La cuerda, la locura, el juego del ahorcado y las palabras jugando a lo invisible. Un hombre y una mujer escuchan música clásica en su monovolumen. Han decidido morir sus horas en una larga fila de coches que marchan al matadero. Ellos no lo saben. Última hora. La madre de todas las últimas horas. ¿Has hecho los deberes? Mamá: ¡Quiero pintar!

Por eso el ojo de la poesía no alcanza, se está yendo a husmear en un dispositivo para decirnos que no llegamos, que ya no nos queda tiempo, que habrá que preparar el desayuno, la jornada, las clases de piano, los cumpleaños familiares y unas líneas contra el genocidio que dejen mi verso y mi conciencia en paz, saber que habré hecho algo. Pero no.

Por eso desde siempre se mata a los poetas. Hay que masacrarlos antes de que se den cuenta de una masacre mayor y puedan cantarla

A veces la tristeza de la poesía tropieza con la misma piedra. Tropieza para que se quede en el suelo para siempre, en ese suelo donde están las palabras esperando, donde una mano asoma para que el poema se ponga de pie. Solo que ya no hay palabras, sino nacimientos de posibles palabras que puedan nombrar esto que se ve desde el suelo. La conquista del pan de las hormigas que desfilan por unas manos suaves. Cierra los ojos. Imagina esas manos pequeñitas que son el puente donde cada bichito atiende su necesidad según su hambre. ¿Dónde estás? ¿Dónde estoy? Un trozo de papel para poder pintar este cielo. Estoy boca arriba. Último momento. Última hora. Mamá: ¡Quiero pintar!

Por eso desde siempre se mata a los poetas. Hay que masacrarlos antes de que se den cuenta de una masacre mayor y puedan cantarla. ¿Cantarla? ¿Contarla? ¿Acaso es necesario dar testimonio de la madre de todas las caídas? Si vas a hablar de la caída, tápate la boca. Si vas a hablar del genocidio, tápate la boca. Baja la tapa de tu portátil. Quema tus notas. Aquí ya no hay quien esboce algo sobre la mujer que amas, sobre un beso imposible, sobre estos pequeños holocaustos sin importancia.

Los asesinos se dan cuenta, ellos lo saben, por eso cuando se mata un niño también se está matando un poema que iba naciendo con su último latido. Una última oportunidad, un último grito. Matan niñas, matan niños y luego a sus casas, como si nada, a poner la alarma, a deslumbrarse con el idioma de la noche, al rincón donde la existencia sacude el polvo y las pelusas del asombro de haber nacido. ¡Qué bello es vivir! ¡Cuántos instantes inmortalizados en imágenes e impactos en nuestros teléfonos! ¿Hola? ¿Acaso hay alguien ahí? ¿Pueden escucharme? ¿Pueden escuchar?

Por eso desde siempre los poetas se cansan de habitar sus cuerpos, por eso el dolor quiere habitar otras heridas. Donde habita lo herido. Las heridas de verdad. Los asesinos nos sirven para que nos demos cuenta de que el dolor se ha mudado del mal dolor y se ha colado por los bolsillos donde vibra una llamada urgente. ¿Mamá? ¿Hijo? ¿Amigo? Todos pequeños holocaustos sin importancia. No tengo cobertura. Estoy hasta arriba. Quiero equivocarme. Es mi vida. No te metas. Por algo será.

Entonces ¿Dónde están las flores? ¿Somos capaces de plantar las semillas más imposibles en las tierras más imposibles? ¿Nos agacharemos a levantar una viga y atrevernos a lanzar un puñado de semillas sobre todas las tumbas?

Los cementerios son conservatorios donde los pájaros van a aprender que la música más bella está compuesta de silencio. Solo que el silencio tampoco existe. Por eso cantan, por eso levantan un réquiem contra la barbarie de lo cotidiano. Los cementerios son museos al aire libre donde la noticia ha matado el poema que yace debajo de estos escombros. ¿Lo ves? ¿Cacareas?

El otoño se ha detenido para siempre sobre esta enorme tristeza y ya nada volverá a ser lo mismo

¿Y dónde está la belleza del aleteo de un insecto estrellándose contra los cristales de la lluvia? Deja de pensar en tu amor mientras cada gota se suicida sobre la ventana de tu doble cristal que te protege de la intemperie.

Que las niñas y los niños dediquen sus tardes estudiando el misterio del otoño para luego meterlo en un frasco de cristal, para que cada día tengan su propio atardecer entre sus manos y un crepúsculo exclusivo donde saberse vivos, donde ponerse a llorar. ¿Acaso a alguien le importa?

Hoy los pájaros ni siquiera se atreven a cantar. Los árboles ya no crujen en octubre. ¿Acaso alguien lo ha notado? El otoño se ha detenido para siempre sobre esta enorme tristeza y ya nada volverá a ser lo mismo. Ya no importa cómo terminará todo esto si una última mirada no puede recoger lo que queda de cielo y meterlo en un frasco de cristal como herencia de haber pasado por la vida. Que lo que atesora una mirada antes de cerrarse para siempre descanse en paz. Las personas no deberían descansar en paz.

Uno, diez, mil millones de poetas escribiendo sobre los cadáveres, y los cadáveres siguen muriendo. Y las ranas en los estanques sin poder entonar ni una sola sinfonía de rocío, un pequeño holocausto sin importancia para los cadáveres que siguen muriendo. Ni reducción de jornada, ni vivienda digna, ni sueldos a la altura. Tan solo el privilegio de escuchar el coro de la noche colarse por una casa hecha de piedras, hecha de escombros y regada con fósforo blanco para que la masacre se encienda y cerremos los ojos para verla en directo. Un fósforo en la oscuridad sirve para ver mejor la oscuridad.

La señal del cerebro anuncia una última hora. Solo que la última hora no es una noticia, son los últimos sesenta minutos de asombro, de quedarse inmóvil frente a los fuegos artificiales que cruzan de sur a norte unos ojos inocentes. Mamá: ¿Hoy es fiesta? ¿Por qué estos fuegos artificiales? Tápate, mejor no mires. Mejor piensa en algo lindo.

A nadie le importaría, ni al poeta, ni al pájaro, ni al árbol, si toda la humanidad se perdiera la majestuosidad de los instantes. Nada de lo que realmente es bello se daría cuenta de nuestra partida. Apenas lo notaría. La poesía no va de justicia. El mar. Las olas. Un árbol desnudo. Todo seguiría estando ahí.

*¿Importa? ¿Perder las piernas? Porque la gente siempre será amable, y no es necesario que demuestres que te importa cuando los demás vienen después de la caza para engullir sus magdalenas y huevos. ¿Importa? ¿Perder la vista? Hay un trabajo espléndido para los ciegos; y la gente siempre será amable, mientras te sientas en la terraza recordando y volteando tu rostro hacia la luz. ¿Importan, esos sueños en el hoyo?

Puedes beber, olvidar y alegrarte, y la gente no dirá que estás loco; porque saben que has luchado por tu país, y nadie se preocupará un poco.

Nota: *El título de este artículo pertenece a un poemario escrito por Iñaki Carrasco González.

La última línea es un fragmento de un poema escrito por Siegfried Sassoon (1886 – 1967) que se dio a conocer por sus versos antibelicistas escritos luego de participar en la Primera Guerra Mundial

Sebastian Fiorilli

Fuente: Diario Red, 8 de octubre de 2024

Editado por María Piedad Ossaba