Persisto y firmo: la elección presidencial chilena no es sino una megagaláctica payasada

Más de una vez Luis Casado recordó esos versos de Leo Ferré: “Votaron… ¿Y ahora qué?” El tema es recurrente. ¿De qué va la próxima elección? ¿Qué está en juego? No mucho… visto lo que hemos visto.

Hace algunos meses afirmé que el dichoso “Acuerdo” cocinero no tenía otro objetivo que detener y desarmar el movimiento insurreccional nacido el 18 de octubre de 2019. Claramente, el plebiscito y luego la Convención Constitucional no fueron, en su origen, sino un intento de darle largas al asunto para mantener, hasta donde fuese posible, incólume el ‘modelo’ económico-político.

Lo sucedido después es conocido: no todo salió a pedir de bocas y la pugna por consolidar la tambaleante y delicuescente institucionalidad sigue ahí. Poco a poco la Convención Constitucional empieza a formar parte del paisaje y, hasta donde sé, el Artículo 1º de la tan esquiva nueva Constitución sigue en el limbo.

La política, como dicen en Europa, se ha gasificado.

Henos aquí –una vez más– frente a la cuestión de saber si las mismas causas producen los mismos efectos. Lo cierto es que surgen fenómenos similares en diversos puntos del globo y Chile no solo no es una excepción, sino que funge de señero experimento de laboratorio.

La imposición de un liberalismo ultramontano a partir de los años 1980 tuvo, entre otras, la consecuencia de atomizar la sociedad, su desagregación, como una suerte de acreción al revés que en vez de formar un planeta lo disuelve en corpúsculos elementales, en polvo interestelar.

Las estructuras sociales –sindicatos, partidos políticos, asociaciones, etc.– se debilitaron, se marchitaron al punto de desaparecer, o bien subsistieron como una caricatura de lo que fueron. Si se lo pidieran, la sociología tendría dificultades para definir hasta las clases sociales que, desestructuradas, ya no se parecen al concepto que de ellas se tuvo.

El “mercado”, noción que se disgrega apenas intentas definirla, se erige en el lugar geométrico de todas las relaciones humanas y en el cerebro de todas las decisiones que nos afectan. Así, la democracia pierde gradualmente su razón de ser: todo lo resuelve –o debiese–, el mercado. Margaret Thatcher lo había puesto claro: The market will provide! Ante las dudas, que amenazaron transformarse en protesta, Thatcher contraatacó decretando: There is no alternative!

La creciente abulia de los electores, lo que llamé ‘la desgana de votar’, no tiene otro origen ni otra explicación. Las decisiones las toma el mercado. Los políticos dimitieron de sus responsabilidades, limitándose a cobrar. Considerado su escaso o nulo aporte, cobran caro.

La desafiliación orgánica (partidos, sindicatos, asociaciones…), el desinterés por la acción política, la pérdida de credibilidad de instituciones ahora consagradas a la ‘rentabilidad’, la dominación sin contrapeso del gran capital, hacen de nuestra sociedad una suerte de comedia del absurdo.

Como los personajes en las obras de Ionesco, los ciudadanos son reducidos a la calidad de títeres, toda posibilidad de comunicación entre ellos es o fue destruida, lo que impide o anula toda lógica y coherencia en la acción social. La vida política devino una pantomima.

Una vez el estallido social controlado, pero con los escándalos del pillaje de los Presupuestos del Estado en pantalla, convenía pasar página, dedicarse a otra cosa. El calendario –por una vez muy oportuno– se prestó para una farsa electoral. Chile es un país en el que, a falta de otra diversión, basta con lanzar una elección para que tododiós, olvidando aquello en lo que estaba, salga a la calle a pegar carteles y llame a los amigos haciendo la pregunta del millón: “¿Y tú, por quién vas a votar?”

Los enteraos, los politólogos y los analistas, autodesignados deus ex machina, conciben improbables coaliciones, unen en sus molleras fantasiosas alianzas-uniones-pactos-ligas-consorcios, creando y exagerando eventuales peligros que justifiquen el matrimonio de la jibia y el salmón, o de la carpa y el huanaco, para descartarlos al día siguiente en función de lo que cada cual marque en las encuestas.

Todo lo cual se entiende fácilmente visto que todo ese bello mundo vive del mismo cuento: la institucionalidad heredada de la dictadura. ¿Para qué cambiarla? La realidad es prosaica, ramplona, pedestre… pero es lo que es. Los hechos, los porfiados hechos.

O bien tropiezas con el mismo piedro por la enésima vez, y crees de verdad que un nuevo electo será como las pomadas de Don Quijote, esas de la andante caballería, que curaban todo, excepto la ingenuidad y la candidez.

Ya en la recta final (deseando llegar al nuestro…), los candidatos presentidos para llegar a la primera magistratura tranquilizan a los inversionistas, a los patrones, a Washington, a la costra política parasitaria y a las almas sensibles: lo que ocurra –poco o nada– ocurrirá en la calma y la tranquilidad que convienen a la producción de lucro y a la exportación de capitales.

Mientras tanto, se le ruega a los convencionales hacer como si aun creyesen en su eminente tarea. Esa que le vale madre a todos los que se la han pasado por las amígdalas del sur, considerando que ganar una elección en el estricto respeto de las reglas definidas en dictadura es mucho más rentable.

En lo que a mí respecta sigo convencido de que esto no es sino una megagaláctica payasada. Persisto y firmo. Ante notario si hace falta. Como se estila en estos pagos.

Luis Casado para La Pluma, 19 de noviembre de 2021

Editado por María Piedad Ossaba

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