¿Qué es Colombia?

Un país que jamás ha tenido una reforma agraria, que carece de soberanía alimentaria y, peor aún, de otras soberanías. Un coto de caza de Washington. Una neocolonia. Eso es Colombia.

¿Qué es Colombia? En realidad, no es un acto de fe, como se dice del “ser colombiano” en Ulrica, un cuento de Borges. No es un sueño de Bolívar, al que su aspiración de un país de fraternidades se la distorsionaron y erigieron en una gran republiqueta, con príncipes feudales, con clérigos a favor de los terratenientes, con una educación confesional… Colombia son muchas aristas, tantos ángulos, tantos puntos de vista. En esencia, es un país desigual (uno de los más inequitativos del mundo, según el Coeficiente de Gini), en cuya historia de perplejidades siempre ha estado presente, como un mecanismo perverso de resolución de conflictos, la violencia.

Como en La Vorágine, una bella y dolorosa novela social, de denuncia, cuya entrada es inolvidable, como también lo es el resto de la obra, en Colombia, digo, uno se puede jugar el corazón al azar y se lo gana la violencia, como le sucedió a Arturo Cova. ¿Qué es este país extraño, en el que hubo un Concordato centenario, cuyas emanaciones todavía se prolongan, y que no ha podido convertirse nunca en un Estado laico? Somos una enorme extensión de tierras que pertenecen a unos pocos y que el proyecto paramilitar, cuyos albores se establecen en los ochenta del siglo pasado, volvió una contrarreforma agraria. Los mejores lotes han sido para la ganadería, cultivos de palma africana, para el ejercicio del poder despótico sobre las mayorías despojadas. Y para crear fosas comunes, para forjar un poder espurio basado en el terror. Un país que jamás ha tenido una reforma agraria, que carece de soberanía alimentaria y, peor aún, de otras soberanías. Un coto de caza de Washington. Una neocolonia. Eso es Colombia.

Sometidos por magnates, por intermediarios del capital extranjero, por un régimen oligárquico, que se ha mantenido como un club de exclusividades de unas cuantas familias, los colombianos, es decir, aquella ficción llamada el pueblo, ha estado sometida al látigo del vasallaje de unos pocos. Ha sido, y la historia así lo muestra, un país de asesinos, en el que el crimen, el borrar al otro, al opositor, ha estado a la orden del día. Magnicidios a granel, por citar solo algunos, como el de Gaitán y como el de Uribe Uribe, que, tras la guerra de espanto de los Mil Días, arrió las banderas del liberalismo. Esta doctrina se conservatizó desde hace años y ha sido parte esencial del dominio de una minoría sobre los hombros de los desterrados y olvidados de la fortuna.

¿Qué es Colombia? Un país de exclusiones. Y de una prolongada violencia. En los mediados del siglo XX, la barbarie liberal-conservadora asoló los campos y convirtió a las nacientes ciudades en un hacinamiento de los sobrevivientes. Y el Frente Nacional, una alianza de las élites en el poder, se cuidó de tener en cuenta a otras expresiones políticas. Nada de terceros partidos, de oposiciones de verdad, de disensos. Nada. Y la violencia continuó. Los sesentas, con el surgimiento de guerrillas, con bombardeos a las autodefensas campesinas, apoyado el fuego celestial por los Estados Unidos, siguió sembrando de llamas, una extensión del infierno, los campos en el cual, pese al poeta, ya el verde no era de todos los colores.

Los trescientos mil muertos de la denominada Violencia (cuyo número fue de horror entre 1950 y 1953), se prolongaron con nuevas etapas de masacres, de terror en montes y urbes. Y a todo aquel desangre hubo que sumarle el ocasionado por las mafias del narcotráfico que, a partir de los setentas, se establecieron con todo su tropel de sicarios, de narcoterrorismo, de poder al que, como se sabe, también cedieron los banqueros, los potentados, porque, ante todo, las ganancias eran pingües para unos y otros.

¿Qué es Colombia? No es, como lo dijera, con algo de demagogia, o quizá a modo de cumplido, el gran poeta Rubén Darío, una “tierra de leones”. Más bien ha sido, al tiempo que a las mayorías se les mantiene en la ignorancia y se les domestica, una tierra de desalmados. No solo de bandoleros, de aquellos que ante tantas miserias y degradaciones, tuvieron que erigirse como vengadores, sino de unos pocos privilegiados que han mantenido bajo su férula, y en la oscuridad, a trabajadores, desempleados, jornaleros…

El bandidaje mayor ha sido el de los oligarcas y sus representantes políticos. Una especie de ley, medio estrambótica si se quiere, ha sido que cada presidente que se elige es peor que el anterior. La historia da fe, con creces, del aserto. El de ahora, un mamarracho, un pelele, una sirviente del imperialismo estadounidense, una ficha deplorable del uribismo (y, en general, de la élite corrupta que domina a placer la nación), ha tenido en su contra la resistencia civil de trabajadores, estudiantes, clases medias, artistas, en un paro nacional que estalló el 21 de noviembre último y que continúa con marchas y cánticos.

La represión, además de la aprobación de reformas antipopulares, ha sido el expediente principal de Iván Duque contra la gente, contra los explotados y oprimidos. Estos, aunque aún falta mucho para ejercer una oposición masiva, han ido construyendo unos modos de desobediencia. El gobierno, sin embargo, hace el sordo y responde con el Esmad (que asesinó al estudiante Dilan Cruz) y mantiene una actitud indiferente ante la oleada de asesinatos de líderes sociales.

¿Qué es Colombia? Es una distopía, una aberración, un solar de señores feudales y de los intereses de organismos como el FMI, el Banco Mundial, la Ocde… Una heredad de sátrapas y criminales, de desvergonzados hampones empotrados en el Estado y el gobierno. No somos ningún acto de fe los colombianos. Un país trágico, ¡ah!, y si no fuera por tantas miserias y atentados contra la dignidad humana, seríamos también una comedia lamentable.

Reinaldo Spitaletta especial para La Pluma, 25 de diciembre de 2019

Editado por María Piedad Ossaba

Publicado por La Pluma y Tlaxcala