Los santos inocentes y “¡fuera yanqui!”

Por estos días en que se alborotaron las subordinaciones serviles en varios niveles: local, nacional, internacional; cuando, más que reflexiones y debates, se abrieron las compuertas del insulto, de la vulgaridad contra quienes insisten en cuestionar a los piratas como Trump y a sus pajes, se evidenciaron las carencias de una cultura del “disentimiento civilizado” y de los vacíos de la llamada “cultura política”. Un presunto santo inocente despertó aberrantes sectarismos y agresiones —por ahora, verbales—, cuando no amenazas y otras ofensas contra quienes llaman a combatir las injusticias y aún cantan “¡Fuera yanquis!”.

El señorito ha resultado inocente, y no hay Aro ni otra masacre cercana o lejana que lo señale en culpabilidades, y todos sus cómplices, colaboradores, asistentes, su séquito, sus exministros, sus calanchines, sus agentes del extinto DAS, incluidos algunos guardaespaldas están presos y, cómo les parece, hasta uno de sus abogados defensores está encartado y a punto de irse a “carceliar” a Modelos o Picotas, quién sabe. En todo caso, a Gorgonas ya no, porque hace años es parque nacional con ganas de ser, ante todo, base militar gringa.

Por estos días de cuantiosa gente que se agacha a lamer suelas, a batir incensarios al pelianaranjado Trump y a un tal Rubio, a hincarse, agacharse, postrarse —actitud que ha sido común por estas tierras de “diosecitos” e ídolos de barro (¿o será de tigres de papel?)—, por estas calendas, digo, está de perlas volver a leer, por ejemplo, Los santos inocentes, de Miguel Delibes, antes de que se nos venga encima el 28 de diciembre.

Tenemos santos a montones, y otros por canonizar, materia que, por lo demás, es pingüe negocio. Ahora, en este mundo patas arriba, los inocentes son culpables y los culpables, inocentes: el cosmos al revés. Algo que yacía en la sombra, que estaba ahí, como una peste a punta de despertar, como una epidemia de servilismos, se levantó con inusitada expresividad, con inundaciones de zalemas en redes sociales, con agravios y miles de insultos para quienes disentían de fallos y sentencias y llamaban a cerrar filas, por ejemplo, contra las amenazas de Trump y del imperialismo yanqui.

Cómo sería la indignación —tal vez de minorías— ante tan abundantes y masivas manifestaciones de arrodillamientos, que hubo que desempolvar, a modo de resistencia, canciones del Inquieto Anacobero Daniel Santos, como Yankee, Go Home! y otra, que ya estaba casi adormecida por los olvidos, de don Carlos Puebla: “Yo del inglés conozco poca cosa, / pues solamente hablo en español, / pero entiendo a los pueblos cuando dicen: / Yankee Go Home!”.

El señorito ha sido declarado inocente y no hay “falso positivo” ni escombreras, ni cuchas ni madres de Soacha, que por el momento lo puedan zarandear en su conciencia. Es alguien que, como todo parece indicarlo, va rumbo a los “altares”. Entre tanto, por un marcador estrecho de 2-1, se definió la presunta inocencia (que no inocentada, ¿o será que sí?), que suscitó un “estallido” social (o antisocial) de vómitos con aleluyas y llamados a respaldar al reyecito de la gringada, la reencarnación aumentada y sin correcciones del decimonónico filibustero William Walker.

Llama la atención en cómo una declaratoria de inocencia (siguen presunciones de culpabilidad) de un “santo varón”, expelió en montonera, como una indigestión pantagruélica, reacciones que se convirtieron en una muestra de lo que un discípulo de Montaigne denominó la “servidumbre voluntaria”. Y hubo, sin prólogos, afirmaciones de apoyar al reyezuelo de la Casa Blanca en su aventura imperialista contra Venezuela (cuando, como se ha dicho, es al pueblo venezolano al que corresponde desalojar del poder a su “hijueputa”, sin intromisiones extranjeras). Hacía rato no se veía tanto “chupamedia” arrejuntado, con babosidades y desbarrando.

Árbol viejo fotografiado a través de una bola de cristal, con fondo monocromo

El lacayismo se ha acentuado como síntoma de alienación masiva en un país que, como es conocido, tiene una santa, y otros no tan santos pero que van camino de beatificaciones y canonizaciones. Decía al principio que es esta coyuntura una ocasión para volver a la lectura de Los santos inocentes, que también tiene una magnífica versión cinematográfica de Mario Camus. Es una novela en la que de modo magistral se muestran los sometimientos a un amo, las humillaciones de este a sus peones, y un desenlace extraordinario en el que están involucrados el señorito Iván y el retrasado mental Azarías, que se meaba en las manos.

Es una obra literaria contra el sometimiento, que denuncia las humillaciones del poder (en este caso, en tiempos de la dictadura franquista en España) contra los desprotegidos. Y contra esa enajenación a la cual el establecimiento somete a los descalabrados por la injusticia. Tanto, que se crea una mentalidad de sumisión eterna: “El que más y el que menos todos tenemos que acatar una jerarquía, unos debajo y otros arriba, es la ley de la vida, ¿no?”, dice un personaje.

Por estos días en que se alborotaron las subordinaciones serviles en varios niveles: local, nacional, internacional; cuando, más que reflexiones y debates, se abrieron las compuertas del insulto, de la vulgaridad contra quienes insisten en cuestionar a los piratas como Trump y a sus pajes, se evidenciaron las carencias de una cultura del “disentimiento civilizado” y de los vacíos de la llamada “cultura política”.

Un presunto santo inocente despertó aberrantes sectarismos y agresiones —por ahora, verbales—, cuando no amenazas y otras ofensas contra quienes llaman a combatir las injusticias y aún cantan “¡Fuera yanquis!”.

Reinaldo Spitaletta, Sombrero de Mago, El Espectador, 28 de octubre de202

Editado por María Piedad Ossaba