Las pestes, que en otros días igualaban a los hombres —como la ficción de la fiesta—, se convirtieron en asunto de geopolítica. Los apestados, en ciertos momentos, han sido los pobres, los vagabundos, los sin tierra, los que han sido despojados del alma (como sucedió con negros e indios). Si el leproso medieval llegó a ser un excluido, alguien al que había que separar de los otros (los sanos y aliviados), después fue, en la metáfora de la discriminación, otro apestado.
Las pestes, que en tiempos de Boccaccio contribuyeron a perfeccionar el oficio del enterrador, después de aquellos azotes sobre la “egregia ciudad de Florencia”, por allá en el año de gracia de 1348, se erigieron como una posibilidad especial para difundir el miedo, para crear pánico, para saquear. Si de un lado agregaron, en la búsqueda de remedios y paliativos, conocimientos médicos, científicos, del otro sirvieron para el control y la vigilancia de ciertos comportamientos. La peste como mecanismo para el ejercicio del poder.
La literatura, me parece, ha sido la disciplina que, con más propiedad, ha dado fe de la peste y los apestados, y relatado con creces las maneras del miedo que tales azotes (en otros tiempos atribuidos a las divinidades) esparcen por mar, aire y tierra. Las pestes medievales caminaron (o se montaron por ejemplo en los barcos con ratas viajeras) desde el oriente de las especias y los misterios hasta la Europa de las catedrales góticas, las cruzadas y otras peregrinaciones.
Y es en esas calendas cuando el miedo al otro, al que ya contrajo la peste negra, al que está infectado, se torna en proceso de discriminación, de alejamiento, de destierros y otros espantos. Nada puede contra la peste, excepto, quizá, ponerse a narrar historias, muchas de ellas picarescas y de ardiente concupiscencia, como se trata en las clásicas jornadas de El Decamerón. La palabra que salva (como bien lo supo Scheerezada). Aquella peste, contra la que no valía “ni consejo médico ni virtud de medicina”, como lo dice Boccaccio en la introducción de su obra, también les dio patente a las desigualdades sociales.
Decía que la enfermedad, y en particular las pestes, han dado pábulo literario a poetas y novelistas. Y antes de la excepcional obra de Albert Camus, en la que se llega a una conclusión terrorífica: el bacilo de la peste no muere ni desaparece jamás, hay un caudal de obras que, por estos días en que se esparce por el mundo el coronavirus, nos vendría muy bien leer o releer. Quizá la lectura como una terapia, como un anticuerpo, como una opción (la misma que vieron tres hombres y siete mujeres que se dedicaron a exorcizar la peste negra con historias), para domesticar los miedos.
Y están el Diario del año de la peste, de Daniel Defoe; Muerte en Venecia, de Thomas Mann; La máscara de la muerte roja, un cuento de Poe; Ensayo sobre la ceguera, de Saramago; y otras sobre la enfermedad, como por ejemplo la tuberculosis, que se aprecian en La montaña mágica, de Thomas Mann y Perorata del apestado, de Gesualdo Bufalino.
Cuando se declara la peste en una ciudad, como lo estudiará Michel Foucault en su libro Vigilar y castigar, entran en acción otros dispositivos (aparte de las medidas higiénicas) de control disciplinar. Y vuelven a evidenciarse exclusiones, divisiones, aislamientos y otras “cuarentenas” que, en muchas ocasiones, van más allá de los tópicos de salud pública. Y se vuelven policivos, coercitivos. Las medidas sobre la peste pueden terminar (como sucede en la novela de Camus) en estado de sitio.
El suplicio de Damiens : La ejecución de Robert François Damiens en la Place de Grève de París –el 28 de marzo de 1757
“Los apestados están prendidos en un reticulado táctico meticuloso en el que las diferenciaciones individuales son los efectos coactivos de un poder que se multiplica, se articula y se subdivide. El gran encierro, de una parte; el buen encauzamiento de la conducta, de otra”, señala el filósofo francés.
Las pestes afectan los mercados y las bolsas; los comportamientos colectivos e individuales; las estrategias y tácticas de las corporaciones de la química farmacéutica; las formas de la exclusión, que a veces son soterradas y a veces muy abiertas. Si las pestes son en países pobres, tendrán una mirada y una forma específica para el aprovechamiento de mercadear nuevos medicamentos, como ha pasado con el ébola en África, la gripa porcina y otras más.
Las apariciones de enfermedades y pandemias, ocasionan síndromes de terror, desinformación, cierta esquizofrenia noticiosa y epidemias de miedo y segregación. Y, según las ganas de plusvalía y otros enriquecimientos, pueden abrir las puertas a nuevos negocios. También, por qué no, pueden las pestes de ayer y de hoy cultivar la imaginación y darles alimento a las historias, algunas muy picantes, como acaeció en la egregia Florencia de 1348, según nos lo sigue contando don Giovanni Boccaccio.
Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 10 de marzo de 2020
Editado por María Piedad Ossaba