“Mi querido Paco:
Me han pedido que escriba una semblanza tuya. Es lo último que yo hubiera querido escribir, pero me doy cuenta que es necesario que alguien empiece a decir algo de tu hermosa vida, antes que otros, con más capacidad, puedan estudiarla junto a tu obra. Lo primero que me acude a la memoria es la frase de un poeta guerrillero checo, al que mataron los nazis, que dejó escrito: “Recuérdenme siempre en nombre de la alegría”.
Para nosotros, Paco, la alegría era muchas cosas de cada día: la compañera, la hija, el hijo y los nietos, un truco, un verso, una ginebra. Pero más que nada era una certidumbre permanente, como una fiebre del día y de la noche que nos hace creer que vamos a ganar, que el Pueblo va a ganar.
Es en nombre de esa última alegría, la que vos no viste y yo no sé si voy a poder ver, que te escribo. Tal vez por ahí me salga la semblanza. Te lloramos, hombres y mujeres, quién podría no llorarte. Llegaste a los cuarenta años con la pasta de los grandes escritores, que no es más que una forma de mirar y una forma de escuchar, antes de escribir. El problema para un tipo como vos y un tiempo como éste, es que cuando más hondo se mira y más callado se escucha, más se empieza a percibir el sufrimiento de la gente, la miseria, la injusticia, la crueldad de los verdugos. Entonces ya no basta con mirar, ya no basta con escuchar, ya no alcanza con escribir.
Pudiste irte. En París, en Madrid, en Roma, en Praga, en la Habana, tenías amigos, lectores, traductores. Podías sentarte a ver desfilar en tu memoria el ancho río de tu vida, la vida de los tuyos, volcarlos en páginas cada vez más justas, cada vez más sabias.
Preferiste quedarte, despojarte, igualarte a los que tenían menos, a los que no tenían nada. Lo que era tuyo era fruto de tu esfuerzo, pero igual lo consideraste un privilegio y lo fuiste regalando con una sonrisa.
No te hacías ilusiones sobre la supervivencia personal. En todo caso, estabas preparado para la muerte, como las decenas de muchachos y muchachas que se juegan diariamente en una pinza, en una operación.
Era el fin de una parábola. Son los pobres de la tierra, los trabajadores secuestrados, los torturados, los presos que fusilan simulando combates. Son las masas las que van a sepultar a tus verdugos en el tacho de basura de la Historia. No soy quién para decir cuál fue tu mejor libro, tu mejor cuento, la mejor línea de tus poemas. Pero pienso que tu obra literaria, tan inseparable de tu vida, nos va a ayudar a resolver esa pregunta tan trillada sobre lo que puede hacer un intelectual revolucionario.
Puede hablar con su pueblo y de su pueblo poniendo en ese diálogo lo mejor de su inteligencia y de su arte; puede narrar sus luchas, cantar sus penas, predecir sus victorias. Ya eso es suficiente, ya eso justifica. Pero vos nos enseñaste que no le está prohibido dar un paso más, convertirse él mismo en un hombre del pueblo, compartir su destino, compartir el arma de la crítica con la crítica de las armas. Gracias por esa lección.
Rodolfo Walsh, julio de 1976.
NDLR La Pluma
Francisco «Paco» Urondo (Santa Fe, 10 de enero de 1930-Guaymallén, 17 de junio de 1976) fue un escritor, poeta, guionista, periodista, militante y guerrillero argentino, asesinado por la policia en Mendoza con su pareja Alicia Raboy. Su hija Ángela fue secuestrada por los represores y luego llevada a la Casa Cuna donde la familia de su mamá la encontró un mes después. Fue dada en adopción a unos primos, quienes le negaron la identidad de su familia hasta los 20 años, cuando se reencontró con su hermano Javier. La compañera de militancia de la pareja Urondo, Renée “la Turca” Ahualli, alcanzó a huir y fue quien testificó en los juicios de lesa humanidad en 2011 para que se conociera esta historia. El excomisario inspector Juan Agustín Oyarzábal, el ex oficial inspector Eduardo Smahá Borzuk, el exsubcomisario Alberto Rodríguez Vázquez, el exsargento Celustiano Lucero y el exteniente Dardo Migno fueron condenados por delitos de lesa humanidad contra 24 personas en Mendoza, entre ellas, Francisco Urondo y Alicia Raboy. Léase el texto de Ángela , “No me considero una víctima, soy una sobreviviente orgullosa”. En diciembre de 1976, la dictadura secuestró y asesinó a la hija mayor de Paco, Claudia Urondo, y a su esposo, Mario Koncurat.