Colombia, tierra de leones y otros rugidos

Al final de cuentas, ¿Qué es ser colombiano? El interrogante sigue abierto.

Rubén Darío, el gran poeta nicaragüense, dijo una vez, como elogio de diplomacia, que Colombia era “una tierra de leones”. Un cumplido en versos (“el esplendor del cielo es su oriflama”) que se aproximó a los sobrenombres de otros felinos fascistas criollos (como los del grupo Los Leopardos, con Alzate Avendaño y otros) y que nos dio a entender que tendríamos momentos de una bárbara carnicería, en la que, con los disfraces de banderas rojas y azules (poco que ver con las de los hinchas de fútbol), se arrasaría el campo en los tenebrosos tiempos de la Violencia.

Caricatura de los “Leopardos” (1931), por Ricardo Rendon

¿Qué es ser colombiano?, se pregunta el narrador de Ulrica, cuento de Jorge Luis Borges, en el que se responde que “ser colombiano es un acto de fe”. Y más bien es un “auto de fe”, en el que se han quemado desde herejes de santa irreverencia hasta defensores de derechos humanos y promotores de utopías que pueden desquiciar a los vasallos del régimen, algunos de los cuales han tenido como símbolo siniestro la “moto-sierra” y otras herramientas del descuartizamiento.

Podría aducirse que ser colombiano es pertenecer a una tierra de poetas (o de promisión, como la cantó José Eustasio Rivera), que se caían de los árboles como frutos maduros en tiempos de presidentes gramáticos y subastadores de soberanías. O es haber sido parte, sin querer, más por imposiciones, de aquellos que veían en los Estados Unidos, en el ascendente imperio de fines del siglo XIX y albores del XX, la estrella polar que había que seguir y a cuyos destellos había que postrarse, como lo proclamó otro gramático, don Marco Fidel Suárez y su lacaya doctrina del “Respice Polum”.

Ser colombiano en todo caso es haber recibido varios “bautismos de sangre”. Es haber convivido con la barbarie y las aperturas económicas neoliberales (otra barbarie), con las inequidades y los despojos, los desplazamientos forzosos y el atraso de grandes terratenientes. Y, a la vez, es congraciarse con lo real maravilloso, con los macondos y los balandúes, con literaturas urbanas y rurales, con la expresión corporal de fantasía en los bailes tropicales y en las fiestas populares. 

Es un país que, tras el excluyente Frente Nacional (un acuerdo oligárquico entre miembros de los dos partidos tradicionales: liberal y conservador), eligió (¡ojo!, mediante fraudes electorales, un lugar común en la historia de Colombia) a mafiosos y corruptos, a “vendepatrias” y monigotes de Washington. Y en esas estamos, copados por intermediarios del capital financiero internacional, “carne de cañón” de transnacionales y grupos económicos, llenos de politiqueros, esos mismos que se prosternan ante el oro yanqui (como lo dijo Jorge Eliécer Gaitán, tras la masacre de las bananeras) y tienen la metralla homicida lista para fumigar al pueblo.

A propósito. Parece gustar mucho a los que están en el poder utilizar el plomo para disolver manifestaciones populares y borrar a quienes intenten soliviantarse contra tantas injusticias, tantas-tantas que ser colombiano podría asimilarse con el pertenecer a un sartal infinito de infortunios y penalidades. Ser colombiano, ¡qué emocionante! (por favor, no reírse), es caminar en la cuerda floja mientras soplan vientos de tormenta, y el artista se tambalea ante el abismo.

Todo este preludio, con desafines dolorosos y alguna seductora melodía, para decir que en 2021, todavía en tiempos de pandemia, Colombia asistió a la más deplorable actuación de un mequetrefe que funge como presidente de la republiqueta. Uno que ha desprestigiado el arte de los títeres y los titiriteros, desahuciado a los payasos, maltratado el género del guiñol, un farsante del peor vaudeville: el desprestigiado Iván Duque, impopular y contra quien los sojuzgados han realizado las más contundentes movilizaciones de la historia contemporánea del país.

El paro nacional, cuyas primeras expresiones masivas comenzaron en 2019, continuó pese a la pandemia en 2020, con las consabidas respuestas represivas del Estado y el gobierno, logró tumbar la antipopular reforma tributaria y hacer renunciar al odioso ministro de Hacienda Alberto Carrasquilla. El 2021 ha sido un año de luchas populares, de gritos de “¡asesino, asesino!” para el gobierno Duque, de demostraciones callejeras, sobre todo de la juventud, contra las inequidades, las iniquidades y el mal gobierno.

Ha sido un tiempo de marchas y protestas masivas contra un régimen cada vez más deteriorado y que sigue mostrando su catadura antidemocrática. Se puede presumir que ha sido un año de cualificaciones en la conciencia popular, que ha dilucidado que solo a través de las movilizaciones y el ejercicio de los derechos a la protesta y la libre expresión es posible caminar hacia transformaciones de más hondo calado social y político.

Hay que memorar que la reforma tributaria, derrumbada por las poderosas demostraciones del paro, tenía su esencia en la deuda externa y su pago a las corporaciones financieras internacionales. No era, como la demagogia oficial lo pregonaba, para inversión en planes de tratamiento de la pandemia y otros requerimientos internos. Así que la derrota no solo fue para Duque y su alfil neoliberal Carrasquilla, sino para los banqueros transnacionales.

El 2021, un año funesto en el país, sobre todo por los muertos y heridos de parte de la represión oficial a las protestas, ha dejado empelota a un gobierno despótico, al que solo le interesa expandir la miseria entre los olvidados y promover las ganancias de la banca, los potentados y las transnacionales.

 

Y de pronto, hasta Rubén Darío tendría razón con aquello de “Colombia es una tierra de leones”, porque, en este caso reciente, el pueblo demostró en 2021 que no está dispuesto a tolerar tantas opresiones y miserias. Y, como en una canción de Violeta Parra, no lo asustan las balas, ni animal ni policía. Al final de cuentas, ¿Qué es ser colombiano? El interrogante sigue abierto.

(Escrito en Medellín el 26 de diciembre de 2021)

Reinaldo Spitaletta especial para La Pluma, 31 de diciembre de 2021

Editado por María Piedad Ossaba