Nadaístas

Los nadaístas parecieran no haber comprendido el Primer Manifiesto que escribió Gonzalo Arango. Allí se dice: ‘No dejaremos una fe intacta, ni un ídolo en su sitio’.

 

Darío Lemos, Eduardo Zalamea, Eduardo Escobar, Juan Manuel Roca y Jotamario Arbeláez, frente al Planetario en Bogotá, 1972. Foto © Rogelio Daraviña.

En 2010 publiqué Adiós a los próceres, un libro de relatos donde arremeto, desde la ironía y el escepticismo, contra los héroes de la independencia colombiana. Sospeché que me iban a destrozar –los bolivarianos, los santanderinos, los nariñólogos que siguen siendo legión en la Colombia patriótica de todos los días– por haberme atrevido a escribir semejante blasfemia. Para mi sorpresa, no pasó nada. A principios de 2021, publiqué La sombra de Orión, una novela sobre la desaparición forzada y el modelo narcoparamilitar que se ha instalado en Medellín, y en la que cuestiono a la sociedad de esta ciudad por su indolencia cómplice frente a estos flagelos que la roen desde hace años.

Temí que me amenazarían o, al menos, me insultarían. Pero tampoco pasó nada. Hace unas semanas, en cambio, publiqué una breve columna sobre el poeta Jaime Jaramillo Escobar, donde hice una valoración personal no muy laudatoria de lo suyo, y se levantó la polvareda. Me llegaron agravios, comentarios virulentos, ataques de una intensidad inesperada. ¿Qué había sucedido?, me pregunté. Deduje, por un lado, que en este país se leen más columnas de periódico que libros. Y, por el otro, que se trataba de la reacción del clan nadaísta por haber tocado a uno de sus ídolos. 

Paradójico comportamiento el suyo. Parecieran no haber comprendido el Primer Manifiesto que escribió Gonzalo Arango. Allí se dice: “No dejaremos una fe intacta, ni un ídolo en su sitio”. Estimulados por aquel profeta, recordémoslo, los nadaístas irrumpieron en la parroquial y militarista Colombia de los años cincuenta con gran escándalo. Un escándalo basado en la poesía y también en una serie de ideas que muchos tomaron como anarquistas.

Luis Antonio Restrepo, en su crítica del movimiento, las considera como una “mezcla de anarquismo y un existencialismo de cliché”. Fueron revolucionarios y rebeldes, o al menos así se autoproclamaron, y enfrentaron al establecimiento de aquellos años que olía a gorras de soldadesca, a rosarios de sacristía y a burocracia plomiza. Desde un principio, se dieron a tirar pedos químicos para aterrorizar a escribas católicos. Eran igualmente incendiarios, y fue muy sonada la quema de libros que hicieron en Cali en que María, de Jorge Isaacs, fue uno de los libros repudiados. 

Dijeron, así mismo, que sus maestros eran Sartre y Camus. Pero no creo que estos, al leer María, la hubieran arrojado a las llamas. Los nadaístas estaban tan obnubilados con sus peroratas que no entendieron la maravillosa lección de estilo, la obra maestra del romanticismo de Hispanoamérica, la única gran novela del siglo XIX colombiano. Por tal motivo, entre otros, Rafael Gutiérrez Girardot los llamó analfabetas. Con estas hogueras públicas, empero, supieron enlazarse, quién lo iba a esperar, con un procurador y embajador de la extrema derecha colombiana que también quemó opúsculos literarios contrarios a sus criterios de caverna. Y acaso sea necesario señalar que eso de definirse como revolucionarios y rebeldes a la vez es indicio de no haber entendido del todo el pensamiento de Camus.

Como el movimiento nació en Medellín y los nadaístas estaban en contra, según Juan Manuel Roca, “de la literatura de fonda antioqueña que vivía en el rezago costumbrista”, se creería que leyeron a Tomás Carrasquilla para desmontarlo, pues era uno de los exponentes más visibles de esa literatura. Eduardo Escobar confesó alguna vez, con arrepentimiento tardío, no haberlo leído en esos años en que ellos se la pasaron diciendo que eran similares a la generación Beat.

En realidad, entre unos y otros hay la misma distancia, en calidad literaria y altura musical, que entre Ancón y Woodstok. De todas formas, los nadaístas pensaban que el escritor de Santo Domingo era un viejo rezandero. Por supuesto que lo era, y fue un reaccionario lamentable en sus últimos años, y es hasta cierto punto comprensible que tales jóvenes revoltosos hayan desairado a Carrasquilla. Pero eso no significa que su obra no sea una de las mejores logradas del panorama narrativo colombiano del siglo XX. Para ellos, este autor, como Isaacs, tampoco merecía su acatamiento y lo arrojaron al cuarto de rebrujo de sus anatemas. 

Los nadaístas, en principio, fueron iconoclastas como pocos lo habían sido en la Colombia bobalicona, grisácea y agresiva que les correspondió. Felipe Agudelo, citado por Roca en los comentarios no muy devotos de su poesía, ha formulado una definición simpática: “El nadaísmo fue una escisión del catolicismo que más tarde regresaría a sus orígenes”. En esta perspectiva, no demoraron en tornarse idólatras. Y de esos idólatras tristes que solo adoran a las estatuas de su capilla. Prueba de ello es la manera como responden, rasgándose sus vestiduras e inflamados, cuando alguien se atreve a cuestionar a alguno de los suyos. 

Pero sí que leyeron a Fernando González. El filósofo de Envigado les enseñó a estar a la ofensiva y a la defensiva, es decir, a la enemiga. No había otro modo de sobrevivir, en tanto que literatos de los nuevos tiempos, en una ciudad tan comercialmente roma como Medellín. Y también aprendieron de él la admiración excesiva hacia al caudillo militar. Como Fernando González, que escribió una loa al dictador Juan Vicente Gómez, Gonzalo Arango le rindió pleitesía a Rojas Pinilla y más tarde a Carlos Lleras Restrepo, “el poeta de la acción”, según su definición preclara. De hecho, y eso dicen los historiadores, esta adhesión de Arango al presidente del Frente Nacional provocó el fin del movimiento. 

En los años que duraron, como nadaístas o lo parecido a eso que fueron después, escribieron algunos poemas notables. X-504 quizás sea el que escribió los más dignos de encomio. Jaime Espinel tramó unos cuentos sugestivos y atravesados de humor y juegos con el lenguaje. Arango es llamativo, desde el punto de vista de la sociología de la literatura, por el Manifiesto, y algunas de sus crónicas son plausibles. Amílcar Osorio hizo un hermoso libro de poesía sobre arte y museo. Eduardo Escobar, tan caudillesco como Arango (y ahí están verbigracia sus columnas sobre Álvaro Uribe), es el autor de algunos ensayos propios para estar en una buena antología de este género.

En todo caso, lo más importante de los nadaístas es que sacaron la poesía de los cenáculos de la aristocracia filológica y politiquera y la llevaron a las calles, a las plazas, a los parques, y la volvieron juvenilmente irreverente cuando en Colombia ella, la poesía, parecía estar condenada a la diplomacia y a los escritorios de los abogados. Aunque valga la pena precisar que, para algunos, y ahí está Juan Gustavo Cobo Borda que sabe del asunto, toda esta agitación tuvo que ver más con la farándula y las relaciones sociales que con la literatura. 

Ahora bien, en esta suerte de balance subjetivo ¿dónde queda Jotamario? Siempre he tenido la impresión de que la labor de publicista de su tribu ha sido más eficaz que su poesía. Y con esto supongo que azuzaré, hasta el delirio, su vieja condición de camorrista. Lo que sí es cierto es que Jotamario escribió que yo me había pifiado por haber escrito lo que escribí sobre Escobar. X-504, proclamó, es “enseña del movimiento nadaísta y orgullo de la poesía colombiana”. Por lo tanto, quien se meta con él correrá el riesgo de recibir improperios y condenaciones. Y, además, como si fuera el juez obsoleto de un tribunal de justicia literaria, Jotamario pide mi retractación. Retractación que, en algo, evoca a otras que ocurrieron en épocas tan oscuras como vergonzosas.

En fin, qué desengaño: tanta bataola y motín para terminar prosternados ante blasones de poesía nacional. Señores de la nada, de esa nada que agoniza desde hace años si es que ya no ha muerto, si la poesía tiene como propósito, en cualquier parte del mundo, volverse pendón y gallardete, y festejarse con himno y pandereta, entonces habrá que revisar aquella cláusula del Manifiesto de Arango. Pues nada más ajeno a la poesía, o al menos a la más genuina, que la reverencia a las estatuas de mármol, de cobre o de papel.

Pablo Montoya

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Criterio, Columna Pablo Montoya, 18 de noviembre de 2021

En contexto: Valoración de Jaime Jaramillo Escobar, por Pablo Montoya

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