El exilio de los silbidos

El alma nocturna del barrio iba cantando su emoción… sin faroles, entre luces mortecinas que eran las que entonces emitían las lámparas urbanas en las imprescindibles “calles del ayer”.

Sobre los días en que silbar hacía parte de la vida de calles y barriadas

Las esquinas silbaban. Era un concierto, reunión de melodías, imitación de pájaros urbanos. Ahí, en la acera musical, en la que calentábamos nalga y palabras, comenzaba el recital de barrio. Había quienes eran más duchos y más voluminosos, más sensuales en su silbo, convencían por su manera particular de interpretar, y había otros a los que no les alcanzaba el aire, o se tupian, mejor dicho, les faltaba ángel.

El silbido de John Lennon

Silbar era un verbo que se conjugaba a todas horas, en la madrugada mientras se caminaba a la escuela, que era como una forma ya de graduación en esa práctica. Aprender a soltar el aire con gracia, con música, no era tan simple, y a veces, en los principios, se soltaba la risa porque se soplaba y no había ninguna emisión bonita, hasta cuando, después de no se sabe cuántos intentos, se daba el milagro: “aprendí a silbar”, era el grito, como una continuación del ¡eureka! del matemático de Siracusa, otra versión de un logro que te iba a acompañar siempre.

Es un decir, porque, para no ir muy allá, mis silbos iniciales, muy afinados, melodiosos, que me acompañaron en la infancia y adolescencia, con melopeas, mezclas de tonadas escolares, himnos patrios, algún villancico, y, claro, las baladas juveniles que, más que cantarlas, silbábamos, nos fueron dando una versatilidad de concertistas. Era posible, por ejemplo, dar una serenata a punta de silbidos. Años después, no sé por qué disposición orgánica, igual la edad y el matrimonio deforman, pudo haber sido tras un proceso de ortodoncia, mi silbido instrumental, flautístico, fino, el de los días primeros, perdió sonoridades y gracia.

Silbar en la esquina era una manera de comunicación con el ladrillo, la acera, los viandantes, las muchachas que pasaban con sus uniformes de colegio, con uno mismo. Era una forma de ser. Claro, y de manifestar sentimentalidades, como estados anímicos, desengaños, alegrías. Silbos tristes, silbos bailables, silbos enamoradizos. Silbar daba cierta alcurnia, y, no sé por qué, era en exclusiva un ejercicio masculino. O me parece que jamás escuché a ninguna muchacha del barrio haciéndolo. Tal vez, no estoy seguro, había ciertos convencionalismos, que silbar no era para niñas, que eso era una expresión particular de hombres.

Frank Duveneck, ” Un muchacho que silva”, óleo sobre lienzo / papel, 54 x 71 cm, 1872

Se escuchaban, en los amaneceres de turnos obreros, los silbidos de los que iban a la fábrica, y a veces, cuando el sereno no usaba su pito, caminaba en la noche de vigilia silbando. Una versión de la espera, de alguien parado en un atrio, o debajo de una marquesina de negocio, era silbar. Así, el tiempo no daba lugar a desesperos ni desenfrenos, pasaba sin angustias. Tal vez, silbar era una suerte de vacuna contra la impaciencia.

La esquina silbaba, el café también. Y los balcones. El silbido iba sobre el asfalto, en el bus, aunque a menos volumen, suave, íntimo (entonces no ponían en ese transporte de pasajeros emisoras a todo taco), en la salita de espera del dentista o del médico. Silbar era bueno para los nervios y relajaba. Tengo la imagen serena de un hombre que, acababa de ser herido de una puñalada, y mientras le prestaban ayuda, silbaba. Y a otro que, detenido por la policía, lo llevaban esposado por media calle. Y silbaba.

Silbar era un placer

En algunos partidos de potrero, que eran sin duda los mejores, los más emotivos e intensos, un muchacho, al cobrar un penalti, antes de hacerlo, emitía un silbido y quizá aquella actitud distraía al arquero, o lo ponía en alerta intranquilizante, porque cómo era posible que alguien fuera tan sobrador, o tan displicente. En todo caso, silbar era una acción placentera, de uso popular, que no se sabe por qué se fue extinguiendo. Poco se escucha ahora la calle o la acera que silba.

Hay ciudades que silban (o silbaban) más que otras. Aquel Bello, de barrios obreros y chimeneas fabriles que me tocó en la adolescencia, era un pueblo de gente que silbaba. Los que salían de la fábrica, los que iban al colegio, los que montaban en bicicleta, los que marchaban en tropilla a jugar un partido en las mangas suburbanas. Todos silbaban (ahora, cualquier socarrón podría decir que en ese pueblo que creció tanto las que más silban son las balas).

Y una de las ciudades más silbantes del mundo, creo, fue Buenos Aires. Había coros de silbidos (“un coro de silbidos allá en la esquina”). Y algunos que, en los días de la dictadura militar, tuvieron que exiliarse, lo que más recordaban de la Reina del Plata era su abundancia de silbos callejeros y barriales. Un viejo tango, de 1925, interpretado por Gardel, con letra de José González Castillo y música de Cátulo Castillo y Sebastián Piana, es uno de los más bellos homenajes al silbido.


y cruza el cielo el aullido
de algún perro vagabundo
y un reo meditabundo
va silbando una canción…

Y cuando la voz del Zorzal brotaba de alguna pianola de bar esquinero de Bello, de aquel Bello de los años memoriosos y sin afanes, uno se estremecía. Y lo silbaba. O hacía dúo al unísono con el silbo del cantor. Qué lindo era aquello, por simple, por su hondura sentimental que después nos dimos cuenta de ella, en una conciencia de adultez sin paisajes luminosos. El alma nocturna del barrio iba cantando su emoción… sin faroles, entre luces mortecinas que eran las que entonces emitían las lámparas urbanas en las imprescindibles “calles del ayer”.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 15 de agosto de 2020

Editado por María Piedad Ossaba