Corrupción y anticorrupción, flagelos de Latinoamérica

La corrupción que más parece preocupar a los ciudadanos latinoamericanos en estos años de disputa entre modelos, que es la corrupción vinculada al funcionario público, al soborno grande o el pequeño, es el tipo de corrupción que resulta más útil para denostar la existencia del Estado y la historia reciente de una década ganada.

Guillermo OgliettiLa corrupción es el segundo oficio más antiguo del mundo y, al igual que el primero, es una quimera esperar que desaparezca. Genera ineficiencia, gasto público, desigualdad, es difícil de definir, difícil de medir y más difícil aún de combatir. La vara con la que juzgamos la corrupción no mide igual a la que proviene del sector público de la que involucra al sector privado. La mejor categorización de la corrupción la dio el economista argentino Aldo Ferrer[1]: existen dos grandes cepas de corrupción, la circunstancial, que adopta la forma de sobornos recibidos por funcionarios públicos que utilizan en su propio provecho las potestades que les conceden sus cargos, y la corrupción sistémica, que tiene lugar cuando el aparato del Estado se pone al servicio de intereses contrarios a los del desarrollo y bienestar nacional. Por sistémica entiende la acción de “adoptar decisiones y políticas que generan rentas privadas espurias, no necesariamente ilegales ni directamente redituables para quien las adopta, que perjudican el interés público”.

Corrupción y anticorrupción, flagelos de Latinoamérica

Todas las fuerzas políticas, sin excepción, utilizan la corrupción como bandera política. Los liberales denuncian la corrupción circunstancial como ariete para combatir la propia existencia del Estado y ningún argumento es mejor que la evidencia palpable del funcionario corrupto en flagrancia para denostar al Estado. Para los progresistas, la bandera política es la corrupción sistémica, esa que desde la legalidad aparente permite a los gobiernos hacer enormes transferencias que siempre pagan los más desfavorecidos y disfruta el sector beneficiario de turno, a veces de origen nacional, muchas veces no.

Los proyectos económicos desarrollistas, están afectados de la cepa circunstancial de la corrupción, porque todo proyecto desarrollista implica la participación activa del Estado, lo que brinda oportunidades de corrupción a los funcionarios pillos. Los proyectos económicos liberales pueden reducir la corrupción circunstancial a medida que reducen el tamaño del Estado pero, en cambio, magnifican la corrupción sistémica. La crisis de Enron, la crisis financiera global de 2008, la crisis de la convertibilidad argentina, la de la deuda latinoamericana en los ’80, la crisis de fuga de capitales, la crisis de las termitas fiscales latinoamericanas que permiten la evasión tributaria hacia guaridas fiscales, son ejemplos de casos de corrupción sistémica, casos en los que cambios en la regulación financiera o en las políticas generaron grandes costos, como los rescates bancarios -que luego son distribuidos entre toda la ciudadanía-. Las pocas mediciones que existen de corrupción, casi exclusivamente realizadas por la ONG Transparenecia Internacional y el Banco Mundial tienen este marcado sesgo liberal y, como es de esperar, miden exclusivamente la corrupción circunstancial. La corrupción sistémica, que según Aldo Ferrer es “mucho más depredatoria que la segunda”, la miden los ciudadanos en sus ingresos reducidos y los países en sus potencialidades desaprovechadas.

¿Puede eliminarse la corrupción?

La corrupción es un delito penal, un delito que tiene como víctima a la sociedad. Teóricamente es posible eliminar la corrupción pero, en la práctica, como el costo para lograrlo es exorbitantemente alto, resulta un objetivo insensato. Lograr el ‘delito cero’, requiere de inversión en fuerzas de seguridad, en el sistema judicial, en instituciones de control de las fuerzas de seguridad, en tecnología, en prisiones, etc. y eso hace que el crimen cero sea impracticable para una sociedad democrática. Para una sociedad no democrática los costos económicos serían menores pero, sin duda, a costa de un gran sacrificio en términos de bienestar humano y libertad.

Las sociedades, entonces, deben tolerar cierto grado de delito y cada sociedad es responsable de definir cuál es el nivel de crimen que desea tolerar, a sabiendas de que mientras más seguridad pretenda, más costos económicos y de bienestar tendrá que asumir. Con la corrupción sucede lo mismo: en el imaginario aspiramos a la corrupción cero y en la práctica sabemos que no es posible ni deseable porque los costos para lograrla serían exorbitantes.

Disuadir el delito (no pasional) requiere combinar dos elementos, la probabilidad de condenar a los delincuentes -que depende del gasto en el aparato represivo- y la severidad de la sanción. Quienes apoyan la estrategia de aumentar las penas, lo que persiguen, en realidad, es conseguir el mismo nivel de disuasión ahorrándose los costos de aumentar la probabilidad de condena.

Cuando se trata de un crimen como la corrupción, el asunto no es tan sencillo, porque la corrupción es un delito vinculado a la acción del Estado y, al aumentar indiscriminadamente las penas se logrará menos corrupción, pero también una paralización del funcionamiento del Estado. La mayor penalidad no sólo disuadirá la corrupción sino también la actividad de los funcionarios honestos preocupados por los riesgos de ser condenados injustamente. Para ser claros: si la penalidad por hacer un acto de corrupción fuese la pena de muerte, pues no será fácil encontrar servidores públicos que firmen un contrato, con lo que los niveles de ejecución del presupuesto público serán muy bajos, al igual que el desempeño del Estado y el de la economía. Esto explica que la retórica contra la corrupción habitualmente sea la bandera de los partidos de oposición, y no del oficialismo, cuyo desempeño depende precisamente de que no les tiemble demasiado el pulso a los funcionarios públicos. Funcionarios demasiado preocupados por demostrar su inocencia a cada paso, no serían los más eficaces.

Uno de los mecanismos más eficaces para luchar contra el delito (y también la corrupción) es, sin duda, invertir en moral. Inculcar valores morales a la sociedad a través de la educación, es un sistema más barato y de larga duración, no tanto por su efectividad convirtiendo pillos -porque siempre habrá personas egoístas sin escrúpulos- sino porque el rechazo social les haría difícil disfrutar de sus lucros. De todos modos, es difícil esperar que esta inversión educativa tenga un impacto positivo en el corto plazo y, además, en un sistema económico desigual donde el principal factor de reconocimiento social es la riqueza, la ética resultará subvertida por la codicia. No sólo se requiere educación, sino un sistema más igualitario.

El control realizado por las instituciones democráticas es relevante para minimizar el delito de la corrupción, en particular, gracias a la justicia y el periodismo. “El hombre es bueno, pero si se lo vigila es mejor” decía el general Perón, con razón. La independencia del poder judicial, de las instituciones constitucionales de contralor y de los medios de comunicación es muy relevante por estos motivos; porque son instituciones de control y, si cualquiera de ellas es cooptada por algún interés en particular, ya sea el poder ejecutivo o algún poder económico, engendrará más corrupción. La razón que explica el interés de los grandes poderes para cooptar la justicia y los medios de comunicación es, precisamente, porque son las llaves para corromper fácilmente al Estado.

Eficiencia y corrupción 

¿Es ineficiente la corrupción? En la década del ’90 una abultada literatura rescataba el papel ‘eficiente’ de la corrupción afirmando que era un mecanismo para ‘lubricar’ los rígidos engranajes del Estado. Es decir, se argumentaba que, como en los ’70 las regulaciones eran muchas y el Estado grande, el soborno permitía agilizar los procesos y la ‘tramitología’, favoreciendo así la eficiencia y el crecimiento económico. El principal exponente de esta corriente decía “Mientras que la corrupción habitualmente es desaprobada, podría dar lugar a menores pagos salariales a los funcionarios públicos que, si son bien supervisados, aún cumplirán sus funciones sobre una base de tarifa por servicio. La compra de cargos públicos, que usualmente es percibida como corrupción, en algunos casos ha funcionado muy bien” (Tullock, 1996).[2]

Sin embargo, Tullock no estaba en lo cierto. Al margen de esta moda académica, canallescamente útil para justificar la corrupción extendida durante los masivos procesos de privatizaciones que tuvieron lugar desde los ’80, el buen sentido común sobrevive y existe un consenso generalizado de que la corrupción es una importante fuente de ineficiencia de la sociedad.

La corrupción es ineficiente porque provoca una asignación ineficiente de recursos. Estudios empíricos y teóricos muestran que el soborno no ayuda a acelerar los trámites burocráticos y que la corrupción empeora la cantidad y calidad de servicios públicos, como la educación y la salud. Suele observarse que los funcionarios corruptos crean nuevas regulaciones para conseguir más sobornos, contribuyendo a ralentizar la burocracia y el crecimiento. Es decir, aún si el soborno agilizase trámites, el efecto positivo sería neutralizado por el aumento de las regulaciones (Jain, 2001)[3].

Las empresas orientan sus inversiones hacia actividades que son rentables gracias a la corrupción distrayendo las inversiones de actividades que generarían mejores oportunidades de crecimiento. También disminuye los niveles de inversión porque los emprendedores perciben que tendrán que compartir con los corruptos un parte de su ingreso. Significa un desperdicio de talento humano, ya que tanto corruptos como corruptores tienen que dedicar esfuerzo a las actividades ‘buscadoras de rentas’ (rent-seekers) en lugar de orientarlas hacia actividades productivas. La corrupción representa un costo adicional para las empresas que disminuyen la competitividad y el crecimiento. Otro elemento de ineficiencia se da porque el gasto y la inversión públicas, en presencia de corrupción, habitualmente se destina a las actividades en las que es más fácil conseguir sobornos y no a las que resultan más convenientes para el país. La corrupción, asimismo, empeora la calidad y disminuye la cantidad de servicios públicos brindados y de inversiones en infraestructura.

La corrupción no sólo genera ineficiencia, también genera desigualdad. Estudios empíricos hallan una relación positiva entre la corrupción, la pobreza y la desigualdad. Tiene una relación directa con la desigualdad similar a la de un impuesto regresivo. En el estudio de Transparencia Mexicana se concluye que los hogares mexicanos destinan el 6,9% de su ingreso al pago de sobornos, pero “Para los hogares con ingresos de hasta 1 salario mínimo, la práctica de la ‘mordida’ (soborno) en realidad representa un impuesto regresivo del 13.9% de su ingreso.” Sin embargo, posiblemente los efectos más nocivos sobre la desigualdad sean derivados de impactos indirectos: la corrupción se traduce en un gasto social más ineficaz, menos crecimiento, peor educación y servicios de salud etc., lo que repercute indirectamente en menores posibilidades para los más desfavorecidos.

Corrupción, fuga de capitales y globalización

Los países en desarrollo también deben agregar el costo que representa que una parte significativa del dinero birlado se traduzca en fuga de capitales, un fenómeno que es más intenso aun cuando se trata de corrupción sistémica. Si el grueso del dinero obtenido con la corrupción fuese al mercado interno, el impacto macroeconómico sería menor. Los buenos indicadores macroeconómicos de guaridas fiscales, como Panamá, son el resultado de inversiones realizadas con fondos obtenidos como contrapartida del fenómeno de la corrupción, porque la huida del dinero corrupto se destina a inversiones reales o financieras en estos destinos opacos.

La presencia de latinoamericanos en los Panamá y Paradise Papers es llamativa: Mauricio Macri (presidente de Argentina), Joaquim Barbosa[4] (exjuez del Tribunal Supremo de Brasil que tuvo a su cargo la causa del ‘mensalao’ contra el PT), Hernán Büchi (exministro de Hacienda de Pinochet), Agustin Edwards (dueño del periódico el Mercurio de Chile), Héctor Magnetto (dueño del diario Clarín de Argentina), Tomás y Jerónimo Uribe (hijos del expresidente colombiano) y su exministro de justicia Roberto Hinestrosa Rey, Emilio Loyoza (exdirector de PEMEX), Keiko Fujimori y el exministro de su padre, Vladimiro Montesinos, junto a Pedro Kuczynski, Alan García y Vargas Llosa. Las guaridas fiscales han florecido con la globalización, es decir, con la corrupción sistémica y la corrupción circunstancial, vinculadas a los nuevos negocios internacionales.

¿Es Latinoamérica corrupta?

Responder esta pregunta requiere definir la corrupción antes de medirla. La definición de Transparencia Internacional (TI), que es “el mal uso de un poder otorgado para obtener beneficios privados”, apunta al sector público y la corrupción circunstancial, aunque incluye la corrupción del sector privado.[5] Para el Banco Mundial (BM) corrupción es “abusar de poderes públicos para obtener beneficios privados” e incluye “pequeñas y grandes formas de corrupción, tanto como la ‘captura’ del Estado por parte de una élite o interés privado” (World Governance Indicators 2013). Sólo la definición del BM incluye el problema del corruptor privado y cierta dosis de corrupción sistémica. Por ejemplo, no incluiría el caso de débitos bancarios indebidos (por cifras superiores a 500 millones de dólares) realizada por una empresa propiedad de Eduardo Jurado, consejero del presidente Lenín Moreno. Tampoco se incluirían las estafas financieras, como la que hizo Bernie Madoff por 64.800 millones de dólares, ni la estafa de consecuencias globales vinculada a las hipotecas basura organizada por el sector financiero de EE. UU. que generó la crisis de 2008 y el rescate multimillonario de la banca global (unos 800 billones de dólares en EE. UU. y 40 billones de euros en España) que terminarán pagando todos los ciudadanos. La definición tampoco incluye como corrupción a decisiones de política económica que generan grandes transferencias de ingresos entre grupos sociales, como la reducción o exenciones de impuestos a sectores o grupos favorecidos como la que hizo recientemente Ecuador,[6] ni la amnistía tributaria de 2016 en Argentina.[7] Ninguna definición incluiría los procesos de estatización de la deuda privada externa que sufrieron, por ejemplo, Argentina y Ecuador en los ’80[8] que trasladó los costos del riesgo cambiario asumido por empresas privadas al resto de la ciudadanía.

¿Cómo son los índices existentes?

La corrupción es difícil de medir porque es un delito sin víctimas que lo denuncien, ya que las dos partes involucradas saldrían perjudicadas divulgando la información. La víctima es la sociedad. Casi una treintena de índices miden la corrupción desde los ’90, cuando la globalización y las privatizaciones hicieron surgir la necesidad de controlar el problema.

La mayoría de los indicadores, como BM y TI, utilizan encuestas de opinión o de percepción realizadas entre segmentos específicos de la población, especialmente expertos o integrantes extranjeros de la élite de los negocios. En este sentido, los indicadores son metodológicamente débiles porque el universo de la muestra está compuesto por individuos que pueden ser parte del problema, y es de esperar que no se obtengan respuestas honestas. Aun salvando este sesgo del respondente, los indicadores hacen una medición subjetiva de la corrupción: miden la percepción y no la corrupción real, lo que implica que no es posible obtener una medición en dólares de la magnitud de la corrupción.[9] Los indicadores son muy cuestionados debido, entre otros problemas, a la dificultad de transformar los juicios personales en medidas cuantitativas, a que la ‘percepción’ subjetiva de los respondentes no se basa en la experiencia personal ni es independiente de los medios formadores de opinión y a la falta de información relativa a la ‘oscura metodología’ sobre cómo se agregan las diferentes encuestas en los índices compuestos (Malito, 2014). El colmo de un indicador de corrupción es que también lo sea.

Distancia entre apariencia y realidad de la corrupción en la región 

De acuerdo al Indicador de corrupción del BM, Latinoamérica es la segunda región más corrupta del mundo, tras África del norte y el Medio Oriente. Un 44% de las empresas encuestadas afirma que la corrupción es una restricción mayúscula, frente al 55% de África del norte y Medio Oriente y un 40% de Asia del Sur (ver gráfico) y 38% el África subsahariana. Las regiones desarrolladas se ubican con respuestas en torno a 23% y 11%.

Sin embargo, la segunda columna, que muestra los resultados ante la pregunta de si los empresarios esperan entregar ‘regalos’ para conseguir contratos -una pregunta que nos acerca a la gran corrupción o corrupción centralizada- muestra que, de acuerdo a las respuestas obtenidas, con 20% declarando afirmativamente, Latinoamérica es una de las más bajas del planeta, sólo superada por los países de altos ingresos de la OCDE y países de altos ingresos No-OCDE.

La tercera columna muestra la respuesta de los empresarios ante la pregunta de si esperan pagar ‘regalos’ para conseguir que se hagan las cosas, una pregunta que nos aproxima a la corrupción pequeña del funcionario público intermedio o a la corrupción descentralizada. Curiosamente, con un 11%, Latinoamérica pasa a ser la segunda región menos corrupta del planeta, apenas superada por los países de alto ingreso de la OCDE.

El abrupto cambio de posiciones de Latinoamérica en el ranking de acuerdo a cuál sea el cuestionario presentado a las empresas, demuestra la poca fiabilidad que hemos de depositar en los indicadores de percepción de corrupción.

Un breve análisis nos permite entender que las respuestas que mejor reflejan la realidad latinoamericana son las que resultan en las dos últimas columnas. En efecto, las preguntas le obligan al respondente a especular sobre cuál será el costo que la corrupción le generará a su bolsillo, una pregunta mucho más precisa que la correspondiente a la primer columna, en la que sólo se le pregunta si la corrupción le parece una gran restricción. Con la excepción del Sudeste asiático, que empeora en las dos últimas preguntas respecto a la primera, el resto de regiones mantiene, sin grandes variaciones, las posiciones en los rankings que surgen de las tres preguntas.

El resultado puede deberse a diversas causas, entre ellas, el hecho de que la ‘sensación’ de corrupción es mucho mayor a la real. De ser este el caso, esto podría deberse al éxito de los medios de comunicación conservadores para imponer en la agenda pública un tema, la corrupción, que impacta más en el imaginario que en los bolsillos.

La Corrupción según el Banco Mundial

Reflexiones finales

La corrupción que más parece preocupar a los ciudadanos latinoamericanos en estos años de disputa entre modelos, que es la corrupción vinculada al funcionario público, al soborno grande o el pequeño, es el tipo de corrupción que resulta más útil para denostar la existencia del Estado y la historia reciente de una década ganada.

No podemos distinguir si esta preferencia ciudadana es autónoma o construida por los medios de comunicación conservadores que utilizan la corrupción como arma de destrucción política. Como hemos visto, la corrupción real no puede medirse, sólo se mide la ‘percepción’ subjetiva de corrupción, un elemento mucho más manipulable que la realidad misma. Algunos autores señalan que los indicadores disponibles de la corrupción apuntan hacia los países en desarrollo: la corrupción en los países en desarrollo, en comparación con los desarrollados, en muchos casos no es tan profunda como lo muestran los índices de corrupción, que son cuestionables. Lo que sí podemos distinguir es que el ariete de la corrupción ha sido utilizado como argumento cascada en toda la región, sin excepción, para menguar las posibilidades electorales de los partidos progresistas protagonistas de la década ganada. No debe negarse la existencia de la corrupción en Latinoamérica, sino de entender que el énfasis en la corrupción puede obedecer a intereses particulares que aprovechan la dificultad de medición, la opacidad de los indicadores disponibles y el sesgo de medición contrario al papel del Estado para inocular una percepción sobre la corrupción distinta de la real.

Los latinoamericanos fuimos presa fácil para creer que somos los más corruptos y que necesitamos gobernantes puros que no necesitan robar, porque son ricos como Macri y Sebastián Piñera o militares ‘patriotas’ como Bolsonaro. Lo que necesita la región, por el contrario, es una agenda de investigación desde una perspectiva que responda al interés regional, que permita tomar conciencia sobre el problema de la corrupción, en especial la sistémica, como la cepa que, de la mano de la globalización, se ha transformado en más disfuncional para el desarrollo de América Latina. Una agenda propia es indispensable para evitar los perjuicios socioeconómicos de la corrupción y el flagelo antidemocrático de la agenda anticorrupción que nos viene dada.

Notas

[1] Aldo Ferrer. Acerca de la corrupción. http://www.iade.org.ar/noticias/acerca-de-la-corrupcion

[2] Tullock, G. (1996). Corruption theory and practice. Contemporary Economic Policy, Vol. 14, Issue 3, julio.

[3] Jain, A.K. (2001). Corruption. A review. Journal of economic surveys. Vol. 15. N°1.

[4] https://www.miamiherald.com/news/business/real-estate-news/article69248772.html

[5] Malito, D.V (2014). Measuring Corruption Indicators and Indices. EUI working paper RSCAS 2014/13

[6] La “Ley Orgánica para el Fomento Productivo, Atracción de Inversiones, Generación de Empleo, y Estabilidad y Equilibrio Fiscal” tiene un pomposo nombre que oculta una amnistía o perdón fiscal estimado en entre 1,5% y 2,5% del PIB y una reforma tributaria regresiva.

[7] Documentos filtrados sobre el ‘blanqueo’, como se denominan en Argentina las amnistías fiscales, permitieron saber que altos cargos del Gobierno y el propio hermano del presidente, Gianfranco Macri, blanquearon capitales por más de 116 mil millones de dólares.

[8] Procesos en los que el Estado alentó el endeudamiento externo del sector privado, y luego, cuando sobrevino la crisis cambiaria, el Estado asumió los perjuicios cambiarios nacionalizando toda o parte de la deuda privada. Ese proceso se produjo en Argentina con Domingo Cavallo como presidente del BCRA durante la dictadura militar en 1982 por 15.000 millones de dólares, y en el Ecuador de Febrés Cordero en 1983.

[9] Existen indicadores objetivos que miden el nivel de corrupción basándose en la recopilación de datos judiciales, de auditorías específicas o mediciones del contraste entre las infraestructuras y la inversión pública involucrada. Estos indicadores no han sido los más desarrollados porque tienen, también, serias deficiencias. Por ejemplo, la inexistencia de causas penales puede reflejar pasividad de parte del Poder Judicial o Ejecutivo, mientras que, por el contrario, la abundancia de casos puede representar una activa política de control de la corrupción. Las auditorias y mediciones son demasiado costosas y es difícil que permitan comparaciones intertemporales o interregionales.

[10] Samiul Parvez A. y G.M. Wali Ullah (2014) Global Corruption Hoax: Politicization of the Concept of Corruption and the Issues of Corruption Measurement Indices. Journal of Economics and Sustainable Development, vol. 5 n. 7.

Guillermo Oglietti

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: CELAG, 15 de noviembre de 2018