¿Qué recordaremos de 2022?
La (des)construcción de la nación y la (des)construcción del planeta (al estilo USA)

Con el 2022 en sus inicios, solo puedo esperar que así sea, lo cual, en sí mismo, no podría ser un resumen más triste de nuestros tiempos.

Permítanme que comience el año 2022 retrocediendo -muy, muy atrás- por un momento.

Es fácil olvidar desde cuándo este mundo ha sido un lugar peligroso para los seres humanos. Pensé en ello hace poco, cuando me topé con un pequeño diario que mi tía Hilda garabateó, hace décadas, en un pequeño cuaderno. En él comentaba, como de pasada: “Me gradué durante aquella horrible epidemia de gripe de 1919, y me contagié”. Y fue lo suficientemente grave como para malograr su entrada en el instituto. No dice mucho más al respecto.

Aun así, me sorprendió. En todos los años en que mi padre y su hermana vivieron y, de vez en cuando, hablaban del pasado, nunca habían mencionado (ni mi madre, por cierto) la desastrosa pandemia de “gripe española” de 1918-1920. No tenía la menor idea de que alguien de mi familia se hubiera visto afectado por ella. De hecho, hasta que leí el libro de John Barry de 2005, The Great Influenza (La Gran Gripe), ni siquiera sabía que una pandemia había devastado América (y el resto del mundo) a principios del siglo pasado, de una manera notablemente similar, pero incluso peor, que la de covid-19 (al menos hasta ahora), antes de ser esencialmente desechada de la historia y de los libros de recuerdos de la mayoría de las familias.

Un hospital en Kansas durante la epidemia de gripe española en 1918. Otis Historical Archives National Museum of Health & Medicine

Esto debería sorprender a cualquiera. Al fin y al cabo, en aquella época, se calcula que una quinta parte de la población mundial, posiblemente 50 millones de personas, murieron a causa de las oleadas de esa temida enfermedad, a menudo de forma espantosa, e incluso en este país fueron enterradas a veces en fosas comunes. Mientras tanto, algunas de las controversias que hemos vivido recientemente sobre, por ejemplo, las mascarillas, se desarrollaron de forma igualmente amarga entonces, antes de que aquel desastre global fuera superado y olvidado. Casi nadie que conozca cuyos padres vivieran aquella pesadilla había oído hablar de ella mientras crecía.

Agacharse y cubrirse

Sin embargo, el breve comentario de mi tía me recordó que desde hace mucho tiempo habitamos un mundo peligroso y que, en ciertos aspectos, el peligro no ha hecho sino aumentar con el paso de las décadas. También me hizo pensar en cómo, al igual que con aquella gripe mortal de la época de la Primera Guerra Mundial, olvidamos a menudo (o al menos dejamos convenientemente de lado) tales horrores.

Después de todo, en mi infancia y juventud, tras la destrucción nuclear de Hiroshima y Nagasaki, este país comenzó a construir un asombroso arsenal nuclear y pronto sería seguido, en ese camino, por la Unión Soviética. Estamos hablando de un armamento que podría haber destruido este planeta muchas veces y, en aquellos tensos años de la Guerra Fría, a veces daba la sensación de que ese destino podría ser el nuestro. Todavía recuerdo haber escuchado al presidente John F. Kennedy en la radio cuando comenzó la crisis de los misiles cubanos de 1962 -yo era un estudiante de primer año en la universidad-, y pensar que todos los que conocía en la Costa Este, incluido yo mismo, pronto estaríamos bien fritos (¡y casi lo estuvimos!).

La sala de guerra en la película de Stanley Kubrick Dr. Strangelove (1964)

Por poner ese destino potencial en perspectiva, hay que tener en cuenta que, solo dos años antes, el ejército estadounidense había desarrollado un Plan Operativo Integrado Único para una guerra nuclear contra la Unión Soviética y China. En función de ese plan, un primer ataque de 3.200 armas nucleares se “repartiría” sobre 1.060 objetivos situados en el mundo comunista, incluyendo al menos 130 ciudades. Si todo salía “bien”, dichas ciudades habrían dejado de existir. Las estimaciones oficiales de víctimas ascendían a 285 millones de muertos y 40 millones de heridos; y, teniendo en cuenta todo lo que no se sabía entonces sobre los efectos de la radiación, por no hablar del “invierno nuclear” que tal ataque habría creado en este planeta, tales cifras eran sin duda una subestimación grotesca.

Cuando se piensa en ello ahora (si es que se hace), ese plan -para robar la famosa frase de Jonathan Schell– y el destino de la tierra que lo acompañaba deberían seguir aturdiéndonos. Después de todo, hasta el 6 de agosto de 1945, el Armagedón se había dejado en manos de los dioses. Sin embargo, en mi juventud, la posibilidad de una calamidad causada por el ser humano que acabara con el mundo era difícil de olvidar, y no solo por la crisis de los misiles de Cuba. En la escuela participábamos en simulacros nucleares (“agacharse y cubrirse” bajo nuestros pupitres) y de incendios, del mismo modo en que hoy en día la mayoría de las escuelas realizan simulacros ante un tirador activo, temiendo la posibilidad de una matanza masiva en las instalaciones. Del mismo modo, cuando paseabas, de vez en cuando te cruzabas con el símbolo de un refugio nuclear, mientras los medios de comunicación informaban regularmente sobre gente que discutía de si, en caso de alerta nuclear, debían dejar entrar a sus vecinos en sus refugios privados del patio trasero o armarse para mantenerlos fuera.

No obstante, incluso antes de que terminara la Guerra Fría, la idea de que todos pudiéramos ser expulsados de este planeta se desvaneció en un fondo lejano, a la vez que el armamento mismo se extendía por todo el mundo. Solo pregúntense: En estos días de pandemia, ¿con qué frecuencia piensan en el hecho de que siempre estamos a uno o dos dedos de distancia de la aniquilación nuclear? Y esto es especialmente cierto ahora que sabemos que incluso una guerra nuclear regional entre, por ejemplo, la India y Pakistán, podría abocar a un escenario de invierno nuclear en el que miles de millones de nosotros podríamos acabar muriendo de hambre.

Sin embargo, incluso cuando este país planea invertir casi 2 billones de dólares en lo que algunos llaman la “modernización” de su arsenal nuclear, excepto las noticias sobre una posible futura bomba iraní (pero nunca sobre las armas nucleares reales de Israel), tales armas rara vez ocupan la mente de alguien. Al menos por ahora, el fin del mundo, al estilo nuclear, es esencialmente historia olvidada.

El viejo impulso de construir una nación

Ahora mismo, por supuesto, el terror extenuante presente en todas nuestras mentes es la versión actualizada de aquella pandemia de 1918. Y con ella ha llegado otro terror: la pesadilla de la versión actual del Partido Republicano que se opone a la vacunación, a las mascarillas, al distanciamiento social y a lo que se le cruce por la cabeza, tan extrema que sus seguidores sin mascarilla abuchean incluso al expresidente Donald Trump por sugerir que se vacunen.

La pregunta es: ¿Qué representan realmente la mayoría de los líderes del Partido Republicano? ¿Qué terror encarnan? En cierto sentido, la respuesta es cualquier cosa menos complicada. De forma demasiado literal, son unos asesinos. La urgencia de los gobernadores republicanos y otros legisladores, nacionales y locales, por cancelar los mandatos de vacunación, menospreciar la mascarilla en las escuelas y cosas similares, los ha convertido funcionalmente en asesinos en serie, los equivalentes de la enfermedad de nuestras interminables rondas de tiradores en masa. Pero dejando todo eso de lado por un momento, ¿qué más representan?

Permítanme intentar responder a esa pregunta de forma indirecta, y no empezaré por el terror que ahora representan, sino por la “Guerra Global contra el Terror” de Estados Unidos. Fue, por supuesto, lanzada por el presidente George W. Bush y sus altos cargos tras los atentados del 11-S. Al igual que sus partidarios neoconservadores, estaban convencidos de que, con la Unión Soviética relegada a los libros de historia, el mundo era legítimamente suyo para moldearlo como quisieran. A menudo se hacía referencia a Estados Unidos como la “única superpotencia” del planeta Tierra y pensaban que ya era hora de que actuara en consecuencia. Como sugirió el secretario de Defensa, Donald Rumsfeld, a sus ayudantes ante las ruinas del Pentágono el 11-S: “Atacad de forma masiva: barredlo todo, tanto si está relacionado como si no”.

Se refería, por supuesto, no solo a Al Qaida, cuyos secuestradores acababan de derribar el World Trade Center y parte del Pentágono, sino al gobernante autocrático de Iraq, Saddam Hussein, que no tenía nada que ver con ese grupo terrorista. En otras palabras, para los que entonces estaban en el poder en Washington, aquel ataque asesino ofrecía la oportunidad perfecta para demostrar cómo, en un mundo de enanos, debía actuar el gigante militar y económico del planeta.

Construcción de nación, por Clay Bennett, The Christian Science Monitor

Era un momento, como se decía entonces, para la “construcción de nación” a punta de espada (o de dron) y el presidente Bush (que en su día se había opuesto a tales intentos) y sus altos cargos se mostraron a favor de ellos taxativamente. Como dijo más tarde, la invasión de Afganistán fue “la misión definitiva de construcción nacional”, como lo sería la invasión de Iraq año y medio después.

Por supuesto, ahora sabemos muy bien que el país más poderoso del planeta, a través de su poderío armamentístico y su ejército excepcionalmente bien financiado, se mostraría incapaz de construir nada, y menos aún un conjunto nuevo de instituciones nacionales en tierras lejanas que estuvieran supeditadas a este país. En términos de gran potencia, si se le dejara solo en el planeta Tierra, Estados Unidos demostraría ser el último (de)constructor de naciones, un destructor de primer orden a nivel mundial. Comparado con el Iraq de Saddam, ese país es hoy un caos; mientras que Afganistán, un lugar pobre pero razonablemente estable y decente (incluso sede de la “ruta hippy”) antes de que los soviéticos y los estadounidenses se enfrentaran allí en los años 80 y de que Estados Unidos lo invadiera en 2001, es ahora una zona catastrófica casi inimaginable.

 

El Partido Republicano deconstruye Estados Unidos

Sin embargo, lo más extraño de todo fue lo siguiente: de alguna manera, ese poderoso impulso totalmente estadounidense del siglo XXI de no construir, sino de deshacer naciones, parece haber emigrado a casa desde nuestra guerra global contra (o, si lo prefieren, a favor de) el terror. Como resultado, aunque no se trata de un Iraq o un Afganistán, Estados Unidos ha empezado a parecerse a una nación en proceso de deconstrucción.

No tengo la menor duda de que ustedes saben a qué me refiero. Piénsenlo así: gracias a Dios el partido de Donald Trump nunca se llamó Partido Demócrata, ya que ahora está inmerso en un proceso de hacer “legalmente” (ley por ley) todo lo posible para desmantelar el sistema democrático estadounidense tal y como lo hemos conocido y, en lo que respecta a ese partido, el proceso evidentemente no ha hecho más que empezar.

Téngase en cuenta que Donald Trump nunca habría llegado a la Casa Blanca, ni ese proceso estaría tan avanzado si, bajo los presidentes anteriores, este país no hubiera puesto el dinero de sus contribuyentes a trabajar en el desmantelamiento de los sistemas políticos y sociales de tierras lejanas de forma tan llamativa. Sin la invasión de Afganistán e Iraq, por no hablar de la guerra en curso contra el ISIS, al-Shabaab y otros grupos terroristas que proliferan, sin el desvío de nuestro dinero hacia un complejo militar-industrial y el crecimiento radical de la desigualdad en este país, un tipo estafador y en bancarrota nunca habría pisado el Despacho Oval. Habría sido igualmente inconcebible que, más de cinco años después, “hasta el 60% de los votantes republicanos [siguieran] creyendo sus mentiras” de forma esencialmente religiosa.

En cierto sentido, en noviembre de 2016, Donald Trump fue elegido para deshacer un país que ya empezaba a desmoronarse. En otras palabras, no debería haber sido la sorpresa que fue. Una versión presidencial de la autocracia había estado creciendo aquí antes de que él se acercara a la Casa Blanca, o ¿cómo habrían podido sus predecesores librar esas guerras en el extranjero sin alguna aportación del Congreso?

Y ahora, naturalmente, los republicanos, con la ayuda de ese expresidente y golpista fracasado, están deshaciendo esta nación a lo grande con eficacia total. Tienen ya un dominio absoluto en demasiados estados, con la posibilidad de recuperar el Congreso en 2022 y la presidencia en 2024.

Y no olvidemos lo evidente. En medio de una pandemia devastadora y de una deconstrucción de la nación a una escala desconcertante aquí en casa, hay otro tipo de deconstrucción que no podría ser más peligrosa. Al fin y al cabo, vivimos en un planeta que está desmoronándose de forma sorprendente. En la temporada navideña que acaba de pasar, por ejemplo, las noticias sobre las condiciones meteorológicas extremas en todo el mundo -desde un tifón devastador en Filipinas hasta las impactantes inundaciones en algunas zonas de Brasil y el posible derretimiento del glaciar Thwaites en la Antártida- han sido, como mínimo, dramáticas.

Del mismo modo, en este país, en las últimas semanas de 2021, la palabra “récord” se asoció a fenómenos meteorológicos que iban desde tornados de un tipo sin precedentes hasta olas de calor invernal, pasando por ventiscas y lluvias torrenciales y, precisamente en Alaska, temperaturas altísimas. Y así vamos, teniendo que enfrentarnos a una emergencia climática sin precedentes, con esos republicanos y ese demócrata “moderado” Joe Manchin demasiado dispuestos no solo a deshacer una nación, sino un mundo, con la ayuda y la complicidad de los peores criminales de la historia. Y no, en este caso, no estoy pensando en Donald Trump y su equipo, por muy malos que sean, sino en los directores ejecutivos de las empresas de combustibles fósiles.

Entonces, esto es lo que me pregunto: Suponiendo que el Armagedón no llegue realmente, dejándonos a todos en el polvo (o en el agua o en el fuego), si algún día les cuentan a sus nietos sobre este mundo nuestro y lo que hemos vivido, ¿se olvidarán de la Pandemia de 2020-? Y ¿de la crisis climática de 1900-2021? Dentro de muchas décadas, ¿podrían esas pesadillas quedar relegadas a las notas garabateadas que se encuentran en el relato de la vida de algún antiguo pariente?

Con el 2022 en sus inicios, solo puedo esperar que así sea, lo cual, en sí mismo, no podría ser un resumen más triste de nuestros tiempos.

Tom Engelhardt

Original: What Will We Remember of 2022? Nation (Un)Building and Planet (Un)Building, American-Style

Traducido por Sinfo Fernández

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Tlaxcala, 7 de enero de 2022