Cometas de los días felices
Un vuelo con barriletes, pandorgas y papagayos en los cielos de la infancia

Elevar una cometa era mantener un diálogo con los vientos, con las nubes, con los pájaros y, claro, hasta con los gallinazos, las aves que más bello planean.

La cometa es una de las más excitantes maneras de comunicarse con el cielo. El viento es un cómplice sine qua non, con el que hay que tener buenas relaciones. Y debe haber, como sé que existen, formas para convocarlo en momentos críticos en que ni siquiera se mueve una brizna. Es, además, una extensión de la infancia. O, dicho diferente, no hay infancia sin cometa. Y aquí empieza la historia.

No recuerdo con precisión (aunque un hecho como este debía de ser imborrable) el día en que elevé por primera vez una cometa. De lo que sí estoy seguro es que estaba hecha de hoja de cuaderno, con hilo que le sustrajimos al costurero de mamá y una cola leve de retazos. Le decíamos la pandorga. Y el ritual iniciático fue en una manga cercana a la casa, en la que, muy cerca, había barrancas de tierra amarilla y olía a boñiga. Después de unos cuantos intentos, el artefacto fabuloso, al que uno miraba como una especie de nave espacial, contoneándose y haciendo cabriolas, logró estabilizarse en el vuelo y nos puso a desvariar.

Y aunque solo era una altura mínima la alcanzada, apenas sobre los techos de las casas, uno se sentía en una faena de conquista del sol y las estrellas (que estaban invisibles, en la luz atardecida de quién sabe qué día y qué año). El mes sí puede conjeturarse, aunque no hay precisión: o enero o agosto, cuando los cielos eran muy azules y los vientos generosos.

Pudiera, con las coordenadas de la memoria, establecer que esa pandorga, cuya hoja pudo ser de renglones rectilíneos y no cuadriculados, estaba dirigida hacia el occidente, porque a uno le daba el poniente sobre la cara y la descuadernada hoja volante apenas se notaba en un contraluz precioso. Flameaba la cola y el hilo se curvaba. Sentía uno el viento en la cara y respiraba con ansiedad, como si acabáramos de despegar hacia algún astro en una nave de fantasía.

Sueño de barrilete, la infancia recuperada. Foto Carlos Spitaletta

Aquel vuelo inaugural de la infancia feliz, cuando todavía transitábamos los caminos de algún curso de primaria, nos legó un testamento consistente en ser partícipes de una emoción sin límites y de unas sensaciones irremplazables, que ni siquiera podían compararse con las que producían los aparatos voladores de la ciudad de hierro. La cometa fundadora de una cauda pasional que estaba por arribar, terminó exhausta tras un vuelo sostenido y con final contento y satisfactorio.

Después hubo otras cometas, las que hacíamos con almidón, varillas de caña, papel de China o de seda, con unos armazones atados con hilos, en rituales que eran un cultivo de la imaginación y las creatividades. Había unos preliminares de ilusión, como era ir hasta orillas del río Medellín, cerca de la estación del ferrocarril en Bello, atravesar puentes metálicos del tren, con sus durmientes cuyas distancias entre uno y otro dejaban ver la corriente aún limpia de quebradas como la García y el Hato, y, tras estar dentro de los cañaverales, cortando las varillas, volvíamos con las ansiedades vivas a seguir la confección de la cometa.

Para elevarlas nos íbamos en patota a los llanos de Niquía, o cerca de la finca La Selva, al pie del cerro Quitasol, o a buscar los vientos de Playa Rica o los de Potrerito. Una vez que me fui solo, a una manga entre Pacelli (o Pacheli) y unos baldíos que estaban próximos a El Congolo, y cuando mi nave hermosa sobrevolaba por encima de tunales, adormideras, chagualos y subía en busca de las nubes bellanitas, aparecieron dos o tres trúhanes, con capadores en sus manos (eran tiras con piedras atadas en sus extremos) y las arrojaron sobre el cordel de mi nave, que se fue desmayando hasta cuando, con el peso insoportable del capador, se vino a pique. Reventé el hilo y me quedé con un resto del rollo, que se envolvía en un palo. Luego me enfrenté a los asaltantes, en una desigual puja, que hizo que, ante el desequilibrio, tuviera que correr por potreros hasta llegar a la calle, con la impotencia y la desazón en todo el cuerpo.

Union de generaciones a través de la cometa. Foto Carlos Spitaletta

Después, arribaron las cometas de tela (alguna vez hicimos una gigantesca con hojas de periódico, que fue difícil que volara, pero al fin lo hizo), las chinas y era una mezcla de las de papel con las otras, y entonces los cielos de agosto, también los de enero, se poblaban de papagayos, barriletes, estrellas, triángulos, de otras formas preciosistas que imitaban siluetas de animales salvajes o de alguna nave interestelar.

Elevar una cometa era mantener un diálogo con los vientos, con las nubes, con los pájaros y, claro, hasta con los gallinazos, las aves que más bello planean. Nos avivaba las ensoñaciones y nos conducía a otros ámbitos, que seguro ya habíamos intuido, o presentido en libros y revistas de aventuras. Era un ejercicio de infancia y adolescencia, que, además, nos socializaba. Cuando había muchas de ellas en el cielo, el colorido era una atracción pintoresca. Un cielo de cometas es un paisaje inigualable.

Pero todo no era paradisíaco. Los malos momentos, los malos vientos, también se interponían en aquella práctica de maravillas. Y no solo era el que aparecieran de súbito los “capadores”, los ladrones de cometas, que más que robarlas gozaban con dañarlas, con darlas de baja, sino los accidentes inesperados. Era de una enorme tristeza ver cuando la cometa estaba en sus máximas alturas y de pronto la pita o el piolín se reventaban y entonces se veía la precipitación desesperada de la “aeronave” que iba en picada hacia la tierra.

O también era una herida abierta el hecho de que se enredara en las frondas de altos árboles. O en las cuerdas de energía. Estas eran el cementerio de las cometas urbanas: ceibas, piñones, pinos, y los cables eléctricos eran enemigos del vuelo y la autonomía de los pájaros de papel.

Después de pasadas la infancia y la adolescencia, volver a elevar cometas es una especie de resurrección de emociones perdidas. Tornan como recuerdos indóciles los momentos de alegría sin igual que era, tras varios intentos, ver elevarse la cometa. Sin embargo, es, en esencia, irrecuperable la emoción primigenia, los pálpitos del corazón, acelerados, cuando iba tomando vuelo nuestro barrilete que tenía como meta elevarse hasta el infinito; son incomparables aquellos instantes idos. Pero, igual, hay una aproximación a lo que era la aventura sin igual de entender los vientos y conversar con el cielo.

El tiempo de cometas, el personal, ya pasó, pero continúa en la memoria con sus vientos y soles. Y a veces aparece en sueños.

 La Fantasía y la imaginación en una cometa. Foto Carlos Spitaletta

Escrito en Medellín el 29 de agosto de 2021, en un día nublado y sin vientos propicios.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 30 de agosto de 2021

Editado por María Piedad Ossaba