Sin salida: Mientras los talibanes se apoderan de las ciudades, los desesperados afganos se ven atrapados en otro fiasco made in USA

El cambio en la dinámica de la guerra en los últimos meses -la salida de las tropas  usamericanas, el avance de los talibanes hacia la capital mientras el gobierno se  esfuerza por contenerlos- ha alterado la proximidad de muchos afganos a la guerra.

1.

Amigos y colegas afganos comenzaron a pedir ayuda para salir del país en junio. Las peticiones no eran nada nuevo, pero en el pasado lo habían hecho casi siempre en broma. Ahora eran serias y urgentes. Las personas que las hacían no solo buscaban una vida mejor, sino un refugio.

Tjeerd Royaards

El hombre que administra la casa donde vivo en Kabul fue uno de los primeros en pedirlo. Había trabajado en tres ocasiones en la casa durante más de una década, haciendo el mantenimiento y cuidando de la propiedad y de los huéspedes cuando mi compañero de casa y yo estábamos de viaje. Había empezado a trabajar mucho antes de que yo llegara y se había convertido en un elemento familiar en una de las pocas casas de Kabul donde los periodistas, cineastas e investigadores visitantes podían alquilar una habitación. Nos habíamos visto obligados a mudarnos dos veces: cuando nuestra primera casa fue destruida por un incendio en 2018, y un año después, cuando se descubrió que ocupaba el segundo lugar en una supuesta lista de objetivos del Estado Islámico. En ambas ocasiones, el administrador de la casa, al que llamaré Wali para proteger su identidad, se mudó con nosotros, junto con una limpiadora, un jardinero ocasional, media docena de patos y los dos perros que Wali había recogido de la calle cuando eran cachorros.

Cientos de personas esperan en el interior de la única oficina de pasaportes de
Afganistán, en Kabul, el 17 de julio de 2021, con la esperanza de conseguir documentos
que puedan ayudarles a salir del país
(Foto: Andrew Quilty)

Pagar las facturas de la electricidad, reparar las goteras de los tejados y comprar leña para un grupo de periodistas independientes difícilmente podría considerarse el trabajo de un “títere estadounidense”, pero los combatientes talibanes de la aldea natal de Wali, en una zona rural al norte de la ciudad, estaban enfadados porque trabajaba con extranjeros. “Mi hermano me dijo que no debía volver más a la aldea”, me confió Wali en junio. Si los talibanes tomaran el control de Kabul, dijo, él tampoco estaría seguro allí.

Nuestra proximidad a la guerra determina lo profundamente que nos afecta. He vivido y trabajado como fotógrafo y escritor en Kabul durante casi una década, pero mis conexiones con la ciudad son a través de amigos y recuerdos más que de la familia o el patrimonio. Mientras haya compañías aéreas, puedo subirme a un avión en cualquier momento y marcharme. Como todos los visitantes, he tenido el privilegio de vivir con un sentido de distanciamiento que siempre me ha permitido ver los acontecimientos de Afganistán como historias, no como vida.

El cambio en la dinámica de la guerra en los últimos meses -la salida de las tropas  usamericanas, el avance de los talibanes hacia la capital mientras el gobierno se  esfuerza por contenerlos- ha alterado la proximidad de muchos afganos a la guerra.  También ha alterado la mía. Alrededor de 230 de los aproximadamente 400 distritos  del país están ahora en manos de los talibanes. La mayoría de las capitales de  provincia, incluidas Kandahar en el sur y Mazar-i Sharif en el norte, están rodeadas.  La primera en caer, el 6 de agosto, fue Zaranj, la capital de la provincia de Nimroz, en  el remoto suroeste. El jueves, al menos 11 estaban bajo control de los talibanes,  incluida Herat, una importante ciudad del oeste, cerca de la frontera de Afganistán  con Irán. El Acuerdo de Doha, que estableció los términos de la retirada de USA, me  pareció un regalo de despedida de los usamericanos a los talibanes, que daba a los  insurgentes pocos incentivos para detener su avance militar. Como me dijo un alto  mando militar talibán el año pasado, el fin de la violencia talibán solo llegaría a  cambio de una rendición total del gobierno. 

Pero ni siquiera yo había previsto que iban a avanzar tan rápidamente. Los riesgos asociados a una toma del poder por parte de los talibanes para gente como  Wali son reales, se materialice o no. Describí sus circunstancias a una fuente talibán  con la que charlo regularmente sobre temas que van desde contactos hasta crímenes  de guerra. “Es una situación muy triste”, me dijo el miembro talibán, y añadió que  Wali tenía razón en estar preocupado. Pero, dijo, “depende de la comisión local de  inteligencia talibán. Si no tienen ningún problema con él, nadie le dirá nada. Los  talibanes no van a matar a todo el mundo”.

Los afganos hacen cola desde el amanecer para entrar en la única oficina de pasaportes
en Kabul, 12 de julio de 2021.
(Foto: Andrew Quilty)

Antes del amanecer de un día de julio, Wali, su esposa y sus tres hijos se unieron a  las colas que serpentean por las callejuelas hasta la única oficina de pasaportes de  Afganistán. Tras el medio día que tardaron en presentar su solicitud, volvieron al  amanecer una semana más tarde, hicieron cola en el exterior en medio de una  tormenta de verano y se sometieron a la toma de huellas dactilares y al escáner de  retina. 

La obtención de un pasaporte afgano está casi garantizada para quienes lo solicitan.  Pero un pasaporte solo sirve según los visados que contenga, y las puertas de los  países más deseados están ahora más vigiladas que nunca, con varios países europeos  advirtiendo a los ejecutivos de la UE que no detengan la deportación de afganos en  medio de la crisis actual. Incluso un pasaporte sin visado, me dijeron varios  solicitantes, proporciona una sensación de progreso hacia la salida por los canales  oficiales, independientemente de que sea o no una sensación realista. Es probable  que la mayoría acabe intentando tomar rutas traicioneras hacia el oeste, apilándose  en camionetas abarrotadas para un largo viaje a través de tierras fronterizas  desérticas, sobre puertos de montaña, hacia Irán y hacia Turquía y, si es posible, más  allá. Muchos se arriesgarán en última instancia a emprender un peligroso viaje en  barco hacia Europa. En julio, al menos 30.000 afganos salían ya cada semana. Margo  Baars, directora adjunta de la Organización Internacional para las Migraciones en  Afganistán, me dijo que esa cifra “está presumiblemente aumentando”, al igual que  el desplazamiento interno. “Antes, eran sobre todo hombres jóvenes”, dijo Baars.  “Ahora son familias. Eso se debe a la desesperación”. 

Con la ayuda de antiguos compañeros de casa, había empezado ya a recopilar una  pequeña pila de documentos que atestiguan el trabajo de Wali a lo largo de los años. Consulté con dos amigos que fueron jueces en un tribunal europeo que resuelve las  solicitudes de asilo. Coincidieron en que esas pruebas podrían ayudarle a conseguir  el estatus de refugiado. Sin embargo, era poco probable que esas afiliaciones informales con extranjeros convencieran a la embajada de un país occidental para  que le concediera un visado. 

Supervivientes y personal de seguridad tras la explosión de una bomba en el centro de
Kabul, 27 de enero de 2018
(Foto: Andrew Quilty)

2.

Hace tiempo que perdí la cuenta del número de atentados que he cubierto en Kabul.  En esas espeluznantes escenas, encontré a fotógrafos y periodistas afganos que  trabajaban para agencias de noticias internacionales y medios locales, algunos de los  cuales se convirtieron en amigos y otros murieron o resultaron heridos más de una vez  mientras cubrían esos atentados. Normalmente me enteraba al desplazarme por un  grupo de wasap y encontrarme con una foto de sus rostros, que sobresalían de los  cuellos de los chalecos antibalas azules, cubiertos de polvo gris, o mediante una  llamada telefónica asustada. Me relacionaba con ellos en su faceta profesional, igual  que lo hacía con los fotógrafos que cubrían aburridas conferencias de prensa y eventos  deportivos en mi casa de Sidney. Sin embargo, para los periodistas afganos, los  bombardeos no eran solo historias, sino también la muerte de sus compatriotas, y a  menudo de sus familiares y amigos. Yo estaba cerca cuando una bomba mató a más de  100 personas en un fresco día de invierno de 2018. Había atado torniquetes  improvisados alrededor de las piernas destrozadas y sentí el cerebro expuesto de un  hombre en mi palma mientras ayudaba a llevarlo a un hospital cercano. Después, un  vendedor ambulante me echó agua sobre las manos y vi cómo la sangre acuosa se  escurría por el pavimento. 

Durante 20 años la guerra ha afectado de forma desproporcionada a los afganos de las  zonas rurales, que tienen menos probabilidades de tener conexiones formales con el  gobierno y están, por lo general, menos educados y son más conservadores. Los civiles  de estas zonas se han acostumbrado a navegar por las cambiantes líneas del frente y la  compleja dinámica del campo de batalla, junto con los temores más existenciales de  muerte y desplazamiento debido a las ofensivas terrestres, las campañas de  bombardeos aéreos y las incursiones nocturnas. En muchos casos, aparte de la violencia inicial necesaria para que los talibanes tomaran el control e implementaran  su dura interpretación de la Sharia, o ley islámica, su llegada fue una mera formalidad.  Los afganos de las zonas rurales también han sido los que menos beneficios han  obtenido de la intervención liderada por USA.

Lo que ha cambiado con la precipitada salida de las fuerzas y el poder aéreo  usamericanos es el tipo de afganos que se enfrentan a la violencia de los talibanes y del  gobierno y las cuestiones existenciales que plantea la ausencia de protección  internacional. A medida que las líneas del frente convergen en torno a las capitales de  provincia, aquellos que vivían bajo el control de los talibanes o cerca de las líneas del  frente antes de que comenzara la ofensiva en todo el país en mayo, es casi seguro que  viven más tranquilos que en cualquier otro momento desde 2001, porque sus pueblos  ya no son campos de batalla. Para los afganos en las ciudades, y especialmente en  Kabul, la guerra se ha sentido solo a través de ataques aislados, aunque han sido  grandes y sangrientos. En parte debido a la concentración de los medios de  comunicación en la capital, la cobertura de las noticias puede hacer que Kabul parezca  eternamente en llamas. En realidad, rara vez ha parecido una zona de guerra durante  más de un par de horas seguidas. (La población hazara de la ciudad es una excepción;  esta minoría étnica ha sido atacada sin piedad, aparentemente por el Estado Islámico,  desde 2015). 

Desde 2001, los afganos de las zonas urbanas han disfrutado de una recuperación de  las libertades ordinarias, de oportunidades para prosperar y, con la guerra a una  distancia en gran medida manejable, de una apariencia de paz. Apoyaron el orden  posterior a 2001 en gran medida por razones pragmáticas: Les proporcionaba un  salario fiable del gobierno, la policía o el ejército con el que construir un hogar o formar  una familia. Los más cínicos utilizaron los fondos internacionales, blanqueados a  través de diversas entidades públicas, no gubernamentales y empresariales, para crear  fortunas y poder. También hubo idealistas que vieron potencial y esperanza en un  nuevo comienzo, y refugiados y exiliados que volvieron a casa, rechazando el fanatismo  religioso, desafiando las normas culturales conservadoras y abrazando el progreso. Son  ahora los que más tienen que perder. 

Una parte de este grupo constituye también un bando en un choque de resentimiento  recíproco con la clase trabajadora rural sin formación, a la que los urbanitas tienden a  considerar cómplice en líneas generales de los combatientes talibanes que controlan  sus zonas. A la inversa, muchos afganos de las zonas rurales están resentidos con los  habitantes de las ciudades y los funcionarios del gobierno, a quienes perciben  (correctamente) como beneficiarios desproporcionados del orden posterior a 2001.

Amigos y familiares en el entierro de Shah Marai Faizi, fotógrafo-jefe en Kabul de la
agencia France-Press, en un distrito de la ciudad de Gul Dara, 30 de abril de 2018
(Foto: Andrew Quilty)

Aunque la mayoría de mis amigos y colegas proceden de ciudades de Afganistán,  siempre he empatizado con las comunidades rurales, que en general desprecian a  ambos bandos de la guerra. Sin embargo, a principios de este verano, empecé a sentir  que mis simpatías se desplazaban hacia los afganos urbanos a medida que la guerra  se acercaba inexorablemente. “Esta es ahora un tipo de guerra diferente, que recuerda  a la de Siria recientemente o a la de Sarajevo en un pasado no tan lejano”, declaró recientemente Deborah Lyons, la máxima representante de las Naciones Unidas en  Afganistán, ante el Consejo de Seguridad de la ONU. 

El ambiente ha cambiado rápidamente en Kabul. Cuando el 1 de mayo, fecha en la  que las fuerzas internacionales debían haberse retirado en virtud del Acuerdo de  Doha, llegó y pasó sin la violencia prometida por los talibanes, sentí una extraña  sensación de alivio. Pero sabíamos que no podía durar. Una broma con un amigo que  no se había afeitado en unos días porque estaba preparándose para la inminente  llegada de los talibanes, que a menudo exigen que los hombres lleven barba, ya no  parece apropiada. Empecé a sentirme más culpable de lo habitual al pedir a los  amigos afganos en eventos sociales que hablaran en inglés. Felicité a un amigo  después de oír que se había enamorado, sabiendo que su pareja había decidido que  se iría del país, aunque él no lo haría sin sus hermanos. Parpadeo para evitar las  lágrimas al hablar con amigos locales en las veladas veraniegas, que solían ser  ocasiones despreocupadas, pero que han empezado a parecer más bien velorios  perentorios para el país tal y como lo conocíamos. En una de las reuniones, me senté  con las piernas cruzadas sobre la hierba con dos mujeres, una que trabajaba en el  campo de la educación y la otra en la ONU, mientras describían el conflicto entre su  deseo de quedarse y seguir trabajando y el de sus padres, que habían visto cómo los  talibanes se deshacían de las mujeres jóvenes y con visión de futuro en las  intersecciones de conflictos anteriores.

Los colegas periodistas extranjeros que viven en Kabul y yo nos encogemos cuando  los periodistas que han volado específicamente para cubrir la salida de USA y la  OTAN dicen que se sienten “excitados” de estar aquí. Miro a mi alrededor para  asegurarme de que no hay amigos afganos al alcance de la mano. 

Diariamente se producen conversaciones discretas sobre el éxito o el fracaso de las  solicitudes de visado de los amigos afganos. Los gobiernos de USA y el Reino Unido  anunciaron recientemente la ampliación de los criterios de entrada para los afganos  que trabajan junto a sus ciudadanos. La embajada francesa también ha facilitado  visados a varios cientos de personas que han trabajado con organizaciones francesas,  lo que ha desencadenado una carrera para solicitarlos. Para aquellos que no reúnen  los requisitos para estos programas, pero tienen decenas de miles de dólares de sobra,  hay permisos de residencia turcos turcos  disponibles para quien esté dispuesto a comprar  una propiedad. Otros, cuyas costosas solicitudes de visado para el mismo país han  sido rechazadas, están pagando a intermediarios especuladores varios miles de  dólares cada uno para conseguir un visado o recurriendo a amigos extranjeros para  que hagan peticiones a las embajadas en su nombre. 

Estas súplicas rara vez tienen éxito. Un representante de un país europeo en Kabul  me dijo que estaban siendo “extremadamente restrictivos”. Incluso “el personal y  [sus] familiares” de su delegación en Kabul no estaban consiguiendo visados. 

Con el telón de fondo de un mural con un texto que ruega a los afganos que no se
arriesguen a emigrar con sus familias, una fila de hombres espera frente a la oficina de
pasaportes de Afganistán en Kabul el 19 de febrero de 2018
(Foto: Andrew Quilty)

3.

Un mural en la pared de la oficina de pasaportes afgana muestra una fila de figuras  encorvadas, cuya silueta se dibuja contra un cielo crepuscular, que camina hacia el  borde de un acantilado. Junto a ellas, un mensaje en dari dice: “No arriesgues tu vida  ni la de tu familia. La migración no es la respuesta”. 

Cuando visité la oficina una mañana del mes pasado, un hombre llamado Habibullah  me dijo que llevaba esperando en la cola con sus tres hijos pequeños desde las cinco de la mañana. No tenía ningún motivo concreto para temer por su seguridad o la de su  familia, pero quería estar preparado por si tenían que marcharse. “La situación está  empeorando”, dijo. “No hay esperanza para el futuro. Si los talibanes toman el control,  no sabemos qué tipo de sistema educativo permitirán”. Muchos funcionarios del  gobierno tienen doble nacionalidad, dijo, y por ello no tienen ningún incentivo para  arreglar los problemas del país. “No creemos en ellos”, dijo. “Por eso la gente de Kabul  se está preparando para irse de alguna manera”. 

Otro hombre, Abdul Jamil, hizo un aparte conmigo. Me dijo que tenía cuatro hijos y  presentó un documento que indicaba su “confirmación de servicio” como conductor de  una empresa de logística dentro del aeródromo de Bagram, la mayor base militar de  USA en Afganistán, de la que las últimas tropas estadounidenses se retiraron al amparo  de la oscuridad, sin avisar a sus compañeros afganos, a principios de julio. “He estado  recibiendo llamadas telefónicas y mensajes de texto. No sé quién está detrás, pero me  siguen enviando mensajes: ‘Has trabajado con los usamericanos, voy a matarte’”. 

La policía me había advertido que no tomara fotografías. Pedí que me dejaran entrar  en la oficina de pasaportes para pedir permiso al director con una carta que había  obtenido del Ministerio del Interior, pero la policía no me dejó pasar. Al cabo de dos  horas, cuando los agentes que habían impedido mi entrada me dieron la espalda, un  par de hombres y yo nos apresuramos a pasar por debajo de la barrera y desaparecimos  entre la multitud. 

Las colas del exterior habían sido pacientes y ordenadas, pero dentro era un caos.  Encontré a la directora, Muslima Amini, flanqueada por algunos policías, intentando  en vano mantener a raya a los solicitantes de pasaportes. En el interior había lo que  parecían miles de personas: esperando en una cola que atravesaba un cuadrilátero,  sentadas con desánimo bajo el calor sofocante, o esquivando las culatas de los rifles de  los abrumados policías con la esperanza de completar otro paso en el proceso. 

Más adentro, a las diez de la mañana, un joven me habló en inglés. “Llegué sobre las  3:30 de la madrugada, pero todavía estamos esperando”, dijo por encima del clamor  de voces que resonaba en el techo de acero. “Los que tienen contactos entrarán, dejarán  sus datos biométricos y obtendrán sus pasaportes. Los que no los tienen esperarán en  la cola durante mucho tiempo. Ahora están diciendo ya que algunos deben irse a casa  y volver después del Eid”. 

Me encontré con un funcionario de pasaportes que me había ayudado durante años  con mis propias solicitudes de visado. Me dijo que más de 5.000 personas estaban  solicitando pasaportes cada día. “La situación está fuera de control”, añadió por encima  de las voces que reclamaban su atención.

La pista de aterrizaje del aeropuerto de Qala-i-Naw, que ahora solo utilizan los militares y
los transportistas humanitarios, el 20 de junio de 2021. La pista se ha convertido en un
lugar de reunión popular para hombres y niños a medida que la seguridad empeora en
las zonas cercanas (Foto: Andrew Quilty)

4.

Pasé el mes de junio volando de una provincia a otra para trabajar en tareas  fotográficas convenidas con semanas de antelación y que poco tenían que ver con los  rápidos avances de los talibanes. 

En la pequeña capital de Badghis, Qala-i-Naw, donde esperaba documentar la sequía  que azotaba el noroeste del país, trabajé con un periodista de la radio local cuya esposa  y tres hijas habían venido a visitarle desde Herat, a tres horas de distancia a través del  territorio talibán hacia el sur, donde habían vivido en una especie de exilio suave desde  que la seguridad en su ciudad natal empeoró un par de años antes. Un viernes -el  primer día del fin de semana islámico-, en lugar de ir en coche a un lugar favorito de  picnic en las afueras de la ciudad que ya no era seguro, nos unimos a grupos de  hombres y niños en bicicleta en la pista de aterrizaje de la ciudad, que raramente se  utiliza. 

A poca distancia, en la emisora de radio, dos mujeres jóvenes se preparaban para una  emisión. “Tengo 1.000 dólares para mejorar el estudio”, me dijo el periodista, que pidió  mantener el anonimato porque teme que su trabajo le convierta en objetivo de los  talibanes. “Pero estoy esperando a ver qué pasa”. 

Dos semanas después, los combatientes talibanes entraron en Qala-i-Naw en  motocicletas, liberando a decenas de prisioneros de la cárcel de la ciudad e  intercambiando disparos con las fuerzas gubernamentales en las calles. El asalto se  produjo con tan poco aviso que el periodista, con el que me comunicaba por teléfono,  solo pudo refugiarse en casa de un amigo con su familia, donde no resultaría  sospechoso de esconderse si los talibanes tomaban la ciudad.

Locutoras en una emisora de radio en Qala-i-Naw, la capital de la provincia afgana de
Badghis, graban un programa el 17 de junio de 2021.
(Foto: Andrew Quilty)

A la mañana siguiente, las fuerzas gubernamentales habían expulsado a los talibanes.  No queriendo correr más riesgos, el periodista y su familia partieron por una remota  carretera bajo control talibán, con la esperanza de llegar a Herat. El estudio de Qala-i Naw estaba intacto, pero en el cercano distrito de Qadis, que los talibanes también  habían invadido, “nos habían roto la puerta y las ventanas y se llevaron algunos  bienes”, me dijo. 

El 1 de agosto me envió un mensaje de texto desde Herat diciendo que “la situación  empeora día a día. Afortunadamente, todavía estoy bien”. Después de que los talibanes  tomaran Herat el jueves, me dijo que estaba a salvo, pero que “todos los medios de  comunicación cesaban su actividad”, y que no sabía qué pasaría después. 

En Lashkar Gah, la capital de la provincia de Helmand, un amigo intentaba escapar de  la ciudad con su familia el mismo día en que un hospital privado quedó parcialmente  destruido cuando un avión de guerra afgano atacó a unos combatientes talibanes que,  según el gobierno, estaban dentro. (El personal del hospital negó que hubiera  talibanes). “Estoy bien”, me dijo por wasap, pero “la situación es crítica”. 

Mi amigo, que trabaja con una organización humanitaria internacional, confiaba en  llegar hasta Kandahar, donde podría tomar un vuelo a Kabul. Pero la pista de aterrizaje  de Kandahar había sido dañada por el fuego de los cohetes y estaba cerrada a los vuelos.  Decidió dar la vuelta y conducir hacia el oeste a través del desierto hasta la desolada  provincia de Nimroz, azotada por el viento y con un calor de 44ºC. Allí también había  un aeropuerto. Él y su familia consiguieron un vuelo el 2 de agosto, días antes de que  los talibanes entraran y tomaran el control de la capital de la provincia, prácticamente  sin oposición.

Una mujer lleva a un niño pequeño y utensilios de cocina hacia su pueblo cercano tras lavar
los platos en un manantial cerca de la ciudad de Bamiyán, la capital de la provincia
central afgana de Bamiyán, el 6 de junio de 2016.
(Foto: Andrew Quilty)

5.

En otra misión durante el mes de junio, acompañé a una periodista francesa, Solène  Chalvon, a la provincia de Bamiyán, en las tierras altas centrales de Afganistán, para  trabajar en un reportaje sobre arqueología. Bamiyán es famosa por las imponentes  estatuas de Buda de los siglos VI y VII que fueron destruidas por los talibanes antes de  la invasión usamericana de 2001. Su población está compuesta en su mayoría por  hazaras, una minoría chií acosada desde hace mucho tiempo por los talibanes, pero en  los últimos 20 años, Bamiyán ha sido siempre uno de los lugares más pacíficos del país. Sin embargo, incluso allí, el ambiente había cambiado. Los talibanes aún no habían  invadido la provincia, pero controlaban todas las rutas de entrada y salida. Los  residentes más veteranos -que recordaban su brutal intrusión en el año 2000, las  masacres y la destrucción de los Budas- estaban sopesando si tomar las armas o, como  dicen en Afganistán, “irse a las montañas” para esconderse. 

Un guía turístico de Bamiyán que conocí en 2015, y con el que había trabajado y  trabado amistad desde entonces, desestimó nuestra sugerencia de volver a Kabul con  nosotros en avión. No podía dejar atrás a su madre, dijo. Hace 21 años, ella huyó con  otra gente hacia la montaña Baba, uno de los picos más altos visibles desde el valle  central de Bamiyán, con el entonces niño guía en brazos, cuando una bala talibán le  alcanzó la pierna. No pudo encontrar tratamiento médico durante semanas; su pierna  se gangrenó y finalmente, recuerda el guía turístico, la perdió. Ahora, viuda, depende  casi exclusivamente de su hijo para sobrevivir. 

Una semana después de que Chalvon y yo volviéramos a Kabul, los distritos limítrofes  con Bamiyán empezaron a caer en manos de los talibanes. Nuestro amigo nos dijo  que estaba empacando los enseres de la casa de la familia y planeando conducir hacia  el oeste, al valle de Yakawlang, más fácil de defender. El 10 de julio cayeron dos  distritos en el norte de Bamiyán. En mitad de la noche del 12 de julio me envió un  mensaje para decirme que no podía dormir. Un puesto de control a 50 kilómetros al norte había caído en manos de los talibanes. Un día después, las llamadas y los  mensajes de Chalvon y míos quedaron sin respuesta. Había corrido el riesgo de  conducir a través del territorio controlado por los talibanes, temiendo que, si los  combatientes le identificaban en un puesto de control, no le dejaran pasar por su  trabajo con los extranjeros. Por fin, llegó sano y salvo a Kabul con su madre, su esposa  y sus dos hijos pequeños. Al día siguiente hicieron cola en la oficina de pasaportes. 

En las semanas siguientes, cuando parte del territorio invadido por los talibanes en  Bamiyán fue retomado por las fuerzas gubernamentales, y el guía turístico y su  familia contemplaron la posibilidad de regresar a casa, su suegra y varios otros  familiares solicitaron visados iraníes. Ella le dijo a su hija -la esposa del guía turístico que sus visados habían sido expedidos; pero no fue así. El grupo viajó a Nimroz, en  la frontera con Irán, donde admitieron por teléfono que sus solicitudes habían sido  rechazadas. En su lugar, dijeron que habían encontrado un contrabandista y  planeaban cruzar a Irán sin documentos. “Me han dicho: ‘Todo está bien, aquí hay  mucha gente que va a Irán’”, dijo el guía turístico. “Pero no fue así”. 

A primera hora de la mañana, llegaron hasta un muro que divide los dos países en la  parte trasera de una camioneta atestada de otros solicitantes de asilo. El  contrabandista parecía no sentirse muy seguro, pero le dijo al grupo que subiera. Otra  persona los recogería al otro lado y los llevaría al interior de Irán. 

A pocos pasos de la frontera, las fuerzas de seguridad iraníes dispararon contra el  grupo. Muchas personas resultaron alcanzadas, incluida la suegra del guía turístico,  al igual que le había ocurrido a su propia madre 20 años antes. 

Media hora después, estaba muerta.

Adrew Quilty

Original: No exit, The Intercept, 12 de agosto de 2021

Traducido por Sinfo Fernández

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: Tlaxcala, 16 de agosto de 2021