¿De dónde viene y hacia dónde va Colombia?

El pueblo colombiano no sólo lucha contra los estragos del neoliberalismo, sino contra el ejemplo más exitoso de su aplicación política, dando así una lección que cruzará los océanos.

Una violencia insoportable sumerge a Colombia. El ejército, la policía y los grupos paramilitares asesinan impunemente al pueblo colombiano. Los colombianos gritan su desesperación y su rabia, esperando que su realidad trascienda las fronteras. Esto ha estado sucediendo durante mucho, mucho tiempo, demasiado tiempo. Desde la traición a Simón Bolívar por Francisco de Paula Santander en el siglo XIX, la oligarquía colombiana ha sofocado con celo todas las veleidades de revuelta popular. Una situación que dio un giro aún más trágico con el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán en 1948, hecho fundacional de una guerra incesante contra el pueblo. ¿Cómo es posible que durante al menos 60 años un manto de silencio mediático y político haya cubierto los gritos de sufrimiento de este pueblo oprimido?

Lo que ahora se desarrolla ante nuestros ojos no es más que el último episodio de una guerra de clases (y habría que añadir también de la guerra de independencia iniciada hace 200 años), cuyo recrudecimiento corresponde a la llegada de un sector mafioso a los arcanos del poder.

¿Qué es el uribismo?

El uribismo es el sistema implantado por el ex presidente Álvaro Uribe Vélez y una parte de la oligarquía terrateniente incluso antes de acceso al poder en 2002. Este sistema es una consecuencia narcomafiosa de la guerra civil que devora el país desde hace varias décadas. Procedente de un sector de terratenientes rurales que se desarrolló junto a los narcotraficantes, el uribismo forma una comunidad de intereses con la oligarquía tradicional y la burguesía industrial, preservando al mismo tiempo un desarrollo autónomo.

Elegido en 2002 en el contexto de la guerra civil que desgarra el país entre el Estado colombiano, apoyado por las milicias paramilitares, y las guerrillas de las FARC-EP y del ELN, Álvaro Uribe es la figura tutelar de este neoliberalismo autoritario.

Durante 20 años, Colombia vivirá al ritmo de asesinatos selectivos y masacres, al tiempo que el exiguo Estado colombiano está siendo despojado de la mayoría de sus prerrogativas por sucesivas terapias de choque .

Este sistema reposa en varios pilares:
1) Tiene vínculos orgánicos con el narcotráfico .
2) Desarrolla el paramilitarismo y las milicias privadas para mantenerse en el poder.
3) Consolida su dominación económica mediante el acaparamiento salvaje de tierras y el desarrollo de una potencia económica adyacente a la de la oligarquía tradicional.
4) Depende en gran medida de la economía de guerra.
5) Es el mejor promotor del neoliberalismo en el país.

El sistema uribista se basa en el desarrollo de la economía de guerra contra enemigos internos (guerrillas o líderes sociales) o incluso externos (tensión militar recurrente con Venezuela, bombardeo de Ecuador en 2008). Una gran parte del presupuesto del Estado se destina a gastos militares, dando prioridad a las compras a USA, que disponen además de siete bases militares en el país. Este cheque en blanco dejado a las industrias militares y a sus intermediarios locales se realiza en detrimento de las inversiones en los servicios sociales básicos.

Otro pilar es la implicación del narcotráfico en la economía real del país. Las pruebas que vinculan al ex presidente Álvaro Uribe con los productores de cocaína (Colombia produce el 72% de la cocaína a nivel mundial), pero también con sus traficantes mexicanos del cartel de Sinaloa, son un secreto a voces. El ex presidente sólo debe su salvación a un sistema judicial bajo orden y altamente corrupto.

En su empeño por destruir los escasos restos de un Estado colombiano ya afectado por las sucesivas reformas neoliberales, a la oligarquía le conviene muy bien la incapacidad de los gobiernos colombianos para controlar el territorio nacional. Este último queda bajo el control de grupos económicos y/o grupos armados irregulares. Paramilitares, narcos, guerrillas, bandas criminales se reparten amplios bloques) de soberanía que escapan al control del Estado, e imponen su ley y el terror en los territorios controlados. Cualquier resistencia a los proyectos de las fuerzas dominantes se traduce en un baño de sangre.

Desde hace varios años, el horror y la barbarie se abaten principalmente sobre las zonas rurales de Colombia. Descubrimientos recurrentes de fosas comunes como la de La Macarena, hornos crematorios en Villa del Rosario (donde los paramilitares y la policía quemaban y desaparecían a sus víctimas), casas de pique donde se descuartizaba a la gente viva con machetes, el escándalo de los “falsos positivos” (donde 6.402 personas inocentes fueron tomadas al azar, asesinadas y disfrazadas de guerrilleros para inflar las estadísticas del ejército): El terror está a la orden del día para todos aquellos que parecen oponerse al avance de los intereses de la oligarquía o de la narcoeconomía.

Imagen de una Casa de Pique dans le secteur de La Playita, Buenaventura.

También podrían mencionarse las incursiones de los paramilitares para acaparar tierras, decapitando a un líder campesino para jugar fútbol con su cabeza delante del pueblo aterrorizado, o descuartizando a los opositores con machetes o motosierras, las formas de tortura más bárbaras, o las violaciones de menores enseñadas por mercenarios extranjeros, especialmente israelíes. Resultado: desde hace años, Colombia vive al ritmo de un éxodo rural continuo y los campesinos abandonan sus tierras a los grupos narcoparamilitares o a una burguesía rural sin escrúpulos. 3,5 millones de colombianos han tenido que huir de sus hogares en busca de mejor suerte en otras zonas del país.

El sistema parapolítico instaurado por Álvaro Uribe tiene un enorme coste humano. No pasa un día en Colombia sin que se asesine a un líder social, sindical, campesino o indígena, o a un activista de los derechos humanos o del medio ambiente. Este es el sistema que ahora se utiliza en las ciudades colombianas en rebelión contra el uribismo.

El hartazgo de los ciudadanos colombianos ya se había expresado en 2019, cuando el país ya había conocido grandes movilizaciones sociales. Si la pandemia hubiera detenido temporalmente este impulso de reivindicación, la catastrófica gestión de la misma por el gobierno de Ivan Duque acabó por poner de manifiesto la injusticia flagrante de la gestión uribista. Los reiterados casos de corrupción, los probados vínculos con las bandas narcoparamilitares, los asombrosos gastos militares en un país exangüe, la financiación de la campaña de Iván Duque por el narcotraficante Ñeñe Hernández, las revelaciones de Aida Merlano sobre el sistema de compra de votos para el clan uribista por las grandes familias de la costa atlántica -una “ costumbre tradicional en Colombia” según el ex senador de derecha Roberto Gerlein- y sobre todo la total impunidad de la que goza el régimen uribista en el poder, han terminado por exasperar a una población que, al mismo tiempo, ha sido abandonada a la suerte y a las injusticias de las leyes del mercado. Sólo hacía falta un detonador para encender el polvorín social.

La explosión

Por una parte, el sistema público de salud ha demostrado ser incapaz de contener la propagación de la pandemia. Por otra parte, el confinamiento ha sumido en la pobreza a millones de colombianos que subsistían en la economía informal. 11 millones de colombianos se encuentran ahora por debajo del umbral de pobreza, es decir, el 42,5% de la población. El abismo entre la élite mafiosa en el poder y las preocupaciones populares se ha vuelto demasiado grande.

La reforma tributaria puesta en marcha por Iván Duque es una verdadera afrenta al pueblo colombiano. Se prevé un aumento del 5 al 19% del IVA en la canasta familiar y en servicios como el gas, la electricidad o la recogida de basura. Pero también incluir en el impuesto sobre la renta los pequeños salarios de las clases populares superiores (los que subsisten con más del doble del ridículo salario mínimo). Es un verdadero sentimiento de injusticia que se apodera de los colombianos. Sienten que se les exprime mientras que los más ricos practican la evasión fiscal y el comercio de la droga escapa obviamente a los impuestos.

Mientras se supone que esta reforma aportará 6.500 millones de dólares a las arcas del Estado, se están preparando contratos para renovar la flota aérea militar por un valor de 4.000 millones de dólares. El pueblo reclama hospitales, escuelas y trabajo y se subleva a que se le obligue a rescatar las cajas de los intermediarios en la venta de F-16 que supuestamente protegen al país de una ilusoria amenaza proveniente de Venezuela, Cuba o Nicaragua.

Desde las primeras marchas masivas, las reivindicaciones fueron mucho más allá de la reforma tributaria. Los colombianos se rebelan contra el sistema mafioso y autoritario implantado por Álvaro Uribe. El poder lo comprende rápidamente y v reacciona trasladando el estado de guerra del campo a los barrios populares de las grandes ciudades. Las zonas urbanas sufrirán una represión feroz. La policía, el ejército, las milicias paramilitares, los sectores de las clases altas, envalentonados y armados, dispararon con munición real contra los manifestantes, asesinan a inocentes y hacen “desaparecer” a otros.

Varias organizaciones de derechos humanos están confeccionando terroríficas listas de víctimas que van creciendo a medida que aumenta la intensidad del movimiento social.

Los gritos de asombro de algunos medios occidentales que descubren de repente la barbarie del sistema uribista surgen bien sea de la ignorancia, o de la hipocresía. Los comentarios sobre una “represión sin precedentes” o sobre “la estabilidad de la democracia colombiana puesta a prueba” hacen reír a cualquier observador constante de la realidad del país. Ni hablemos de los medios colombianos. Los grupos de comunicaciones se dedican a transmitir la línea de la presidencia y a crear un clima de guerra civil.

En cuanto a la falta de reacción (o la tímida reacción) de algunos países, organizaciones internacionales o supuestas multinacionales llamadas humanitarias, como Amnistía o Human Rights Watch, revela, una vez más, la instrumentalización política del tema de los derechos humanos. Mientras el poder uribista derramaba sangre por las calles de Colombia, el secretario general de la Organización de los Estados Americanos, Luis Almagro, se reunía con Juan Guaidó para hostigar a la Revolución Bolivariana y al presidente venezolano Nicolás Maduro. Al mismo tiempo, y mientras se asesina impunemente en Cali, Pereira y Bogotá, la Federación Internacional de Derechos Humanos emitía un comunicado condenando… Nicaragua. Un verdadero baile de hipócritas.

¿Cómo salir del atolladero?

Las manifestaciones actuales han logrado visibilizar la polarización latente de la sociedad entre el uribismo y el antiuribismo. Es decir, entre un sistema neoliberal de tipo autoritario y mafioso y un estado voluntarista que satisfaga las necesidades básicas de la población. Este tipo de polarización política atraviesa a la mayoría de los países latinoamericanos, hayan o no pasado por un proceso de transformación social: fujimorismo-antifujimorismo en Perú, antichavismo-chavismo en Venezuela, correísmo-anticorreísmo en Ecuador, etc.

A nivel político, la figura de Gustavo Petro, el candidato progresista que perdió contra Duque en las elecciones de 2018, parece por el momento capitalizar el descontento ciudadano. Todos los sondeos de opinión le dan la victoria para las elecciones presidenciales que se celebrarán dentro de un año, el 29 de mayo de 2022. Obviamente, no se ha jugado nada. Si la situación de estado de guerra permanente se adapta perfectamente al uribismo, podría jugar contra del campo progresista. Gustavo Petro es desafiado a politizar y organizar las reivindicaciones para no dejar que el poder gane tiempo, utilice la represión para diluir las manifestaciones, promueva el caos para así pasar dentro de unos meses por los garantes del orden. Además, en un país donde el asesinato de opositores es un deporte privilegiado de las élites, Gustavo Petro arriesga su vida a cada instante. A pesar de ello, sigue siendo por el momento la opción preferida por los colombianos para encontrar una traducción electoral a su voluntad de cambiar el sistema político.

En el otro lado del polarizado espectro político, Álvaro Uribe se agita en un papel en el que destaca. Elegido en 2002 bajo el lema del orden y la seguridad, el ex presidente empuja a los colombianos a enfrentarse sobre divisiones sociales y étnicas para aparecer como el gran salvador del país. Para ello, él y su movimiento están tratando de construirse como una fuerza de oposición al presidente Iván Duque. Un ejercicio peligroso cuando se conocen los lazos políticos que unen a los dos políticos. Peligroso, pero no imposible. En Ecuador, Guillermo Lasso ha logrado un golpe maestro similar con Lenin Moreno

Además, traumatizado por la traición de Juan Manuel Santos que llegó al poder en 2010, Uribe aprendió la lección. Es cierto que Santos le había arrebatado su partido, había permitido que Uribe estuviera a las puertas de la cárcel, y sobre todo había atacado la economía de guerra firmando acuerdos de paz con las FARC. En 2017, muchos pensaron que Álvaro Uribe estaba acabado. La historia ha demostrado lo contrario, así como la solidez de un sistema estructural que supera con creces a su creador.

Uribe se radicalizó y aprendió de sus errores. Ya no se trata de elegir a un sucesor entre la oligarquía tradicional del país (como Santos), sino de elegir a un político sin experiencia y poco hábil políticamente. Por lo tanto, ahora puede dejar que este último se consuma, aunque lo torpedee en las próximas semanas.

El desarrollo de enfrentamientos que eclipsan las reivindicaciones legítimas del pueblo colombiano constituye, obviamente, el juego del uribismo. Después de haber incitado a las fuerzas del orden a hacer uso de sus armas de fuego, Álvaro Uribe exige ahora que el gobierno de Duque que dé muestras de autoridad, preparando así las próximas elecciones, situándose ahora en la oposición y no en la continuidad del mandato del actual presidente. Como nos señaló un experimentado observador de la política colombiana desde Cali, “la salvación del uribismo es el propio uribismo”. No hay que subestimar la capacidad de este sistema de reinventarse electoralmente para perpetuarse en el poder, incluso en un momento en el que parece estar muy desacreditado.

Último factor a tener en cuenta: la posición de USA, el más fiel apoyo y promotor de la barbarie establecida desde hace muchos años. Para Washington, el estado de guerra permanente en el país favorece sus intereses y le permite beneficiarse directamente de los pedidos militares. USA tiene siete bases militares en el país, y en 2017 Colombia se convirtió en socio oficial de la OTAN. Ni la alianza imperial ni los USA tienen interés en que el pueblo colombiano cambie las reglas del juego.

Por otro lado, la atomización del territorio colombiano y la continua destrucción de las estructuras del Estado permiten descartar la posibilidad de poder realmente barajar las cartas y cambiar de sistema, independientemente de quién gane las elecciones de 2022. Cuanto más prolongue el Estado colombiano su conversión en un Estado fallido y canalla (proceso ya ampliamente iniciado), más podrá Washington mantenerse militarmente en lo que considera como su portaaviones en la región.

Además, más allá del macabro papel desempeñado por los USA, los pilares del sistema uribista (neoliberalismo, paramilitarismo y narcotráfico) siguen fuertemente arraigados y esperan seguir siéndolo.

En otras palabras, la transición a otro modelo de sociedad no es fácil de lograr. La tarea es ardua, pero la historia es tortuosa.

El pueblo colombiano no sólo lucha contra los estragos del neoliberalismo, sino contra el ejemplo más exitoso de su aplicación política, dando así una lección que cruzará los océanos.

Romain Migus

Original: D’où vient et où va la Colombie ?

Traducido por María Piedad Ossaba para La Pluma y Tlaxcala