La calle como estadio
Un recuerdo de amor por la pelota y aquellos partidos callejeros

En rigor, nos tomamos la calle y la convertimos en estadio. Eran los días felices, en los que, tal vez, la única preocupación era cuando perdíamos una pelota y había que hacer recolecta para ir al bazar a comprar otra.

Nos dieron la calle por cancha, aunque entonces había baldíos a granel que nos recibían en patota para la celebración máxima de un picado de fútbol. La calle, sin embargo, era nuestro estadio, el de los iniciáticos rituales de gambetear (“perrear” era el sonoro término que usábamos para ese efecto grandioso de dejar rivales regados a nuestro paso de vencedores), llevando pegado al pie el balón de carey, o a veces uno de tripa que se pelaba de tanta fricción contra la brea asfáltica o casi siempre de la calle desnuda, pedregosa, sin pavimento. O también, por qué no, una pelota de trapo, rellena de papel periódico.

Y el fútbol obró milagros en la calle…

Lo dijo un poeta argentino: “La calle por cancha. / Se erige la valla / con la primera yunta / de objetos que se halla”. Más que poeta, era un ser sensible que sabía de las emociones, los recursos, la imaginación que se extiende en una calleja en la que se ponen dos piedras como límite del mundo, o las camisas de dos jugadores, o quizá, como era común también, dos tarros de galletas de ocasión.

Piedras, troncos, túmulos de arena, palitos conseguidos al azar y parados con obstinación, cualquier objeto era posible para delimitar una portería, y se sabía que goles por alto no valían, todos tenían que entrar bajo los cánones establecidos, a ras de piso. Nada de la media altura. Igual, cada anotación era un ejercicio de discusiones, la dialéctica del barrio, “eso no entró”, “no fue gol” y así hasta volver a tomar aire para seguir en ese paisaje en que las tribunas estaban en las aceras, en las ventanas, en los balcones, en las caras de señoras adustas, en los que pasaban y se detenían a observar el colosal encuentro de muchachos sin camisa, con camisa, desgualetados, con tenis rotos, algunos descalzos, todos parte de un carnaval infinito de danza y gritería.

Nos dieron la calle por cancha. Y el mundo se detenía. No existía día ni noche. Los relojes estaban paralizados. Se inauguraba una especie de estadio universal, en el que solo era posible aquello de “la toco y me voy”, o aquello de “tuya y mía”, una construcción inefable de paredes, esa belleza que se intuye, que se mentaliza y vaticina antes de su materialización. Albañiles del fútbol. Edificadores de obras maestras que solo quedaron en una memoria añeja, visual, pasajera. Ida.

La calle por cancha. Y no había tiempo. El concepto de infinito se pudo recrear en un cotejo en el que la vida se prolongaba en un tejido de jugadas, de toques, de regates, de picardías. La noche era día y el día noche. Del sol a las lámparas halógenas. Sin límite. Que se acaba a los doce goles. No, que a los dieciocho. Y así, el que haga el último gol gana. Y tardaba en llegar porque lo que interesaba era jugar en aquel estadio de imaginarios espectadores y alegría sin cuartel.

La vida fluía. Sin límites. Ni siquiera los de ciertas mamás que a veces aparecían con su cara de regaño a solicitar que, ¡por Dios!, todo el día jugando, qué es eso. “Pa’la casa”. Pelotazos contra ventanales y puertas. Y el terror en la cara de todos cuando la pelota (de carey, de caucho, el baloncito de cascos descosidos y vejiga apretada con una “ruana” o parche de refuerzo), sí, cuando la esférica de los ensueños se colaba en la casa de doña Lola, la de las hijas bonitas y el carácter desastroso. No había ruegos que valieran. Ni embajadas especiales que conmovieran a la indiferente señora. No había devolución de aquel artefacto maravilloso y la calle se volvía un infierno (lo mismo que las ventanas de doña Lola, con nuestras pedradas).

Nos dieron la calle como estadio. Y obramos en consecuencia. La convertimos en una sucursal del paraíso, en una arcadia, en una sede de la felicidad. El mundo no era ancho ni ajeno. Era nuestro. Lo habíamos inventado. Lo consentíamos con imaginación. Una calle a modo de estadio. Un estadio a manera de la contentura colectiva, de los abrazos, los hijueputazos, los desalientos por un gol en contra y las ganas de ganar.

En 1971 (año en que seguíamos pateando pelotas en la calle-estadio) el poeta argentino Roberto Jorge Santoro realizó una hermosa antología de textos de fútbol: Literatura de la pelota. Una de sus selecciones, de Cándido Paz Noya, dice: “Para los muchachos, / pelota de fútbol es cualquier cosa. / Basta que, empujada, se mueva, / para que detrás, / encima y alrededor / promueva refriega furiosa… / las caras chorreantes / de sudor y gestos”. Ah, en 1977, el primero de junio, lo secuestraron los de la dictadura militar. Y Santoro desapareció para siempre.

En rigor, nos tomamos la calle y la convertimos en estadio. Eran los días felices, en los que, tal vez, la única preocupación era cuando perdíamos una pelota y había que hacer recolecta para ir al bazar a comprar otra. Entre tanto, aparecían las fabricadas con medias veladas de mujer, rellenas de periódico y de retazos. Cuando volvíamos del almacén con una pelota dura, de pasta, llamadas de “carey”, el mundo era otra vez nuestro.

Nos dieron la calle como estadio. O, de otra manera, la conquistamos. Era nuestro escenario infinito para el ejercicio prodigioso de la imaginación desbordada al servicio de un juego colectivo que nos fue enseñando sobre los afectos y las solidaridades y nos dio lecciones de cómo amar una entidad sentimental, imprescindible: el barrio.

La calle como estadio. Nos dieron las posibilidades de crear el cielo en la tierra. Y lo hicimos. Como en un viejo tango, aquello era “como un golazo del corazón”. Ah, y con el tiempo cumplido en esas coordenadas, vuelven los recuerdos, porque, como lo escribió Homero Manzi, “no ves que está de olvido el corazón”. Y el alma está en ‘orsai’, che bandoneón.

Reinaldo Spitaletta para la Pluma

Editado por María Piedad Ossaba