¡Maradona sí, Maradona no!
Endiosamiento, pasión y muerte de un demonio fuera de serie

El astro de la camisa 10 reunió en su genio y figura el cielo y el infierno. No era apto para moralistas. Y no era un paradigma de ser ejemplar.

La muerte de Diego Armando Maradona, un portentoso jugador de fútbol, un iluminado, una especie de daimon misterioso, indescifrable, una divinidad procaz y vulgar, causó, aparte de una conmoción de medios de comunicación, aficionados y hasta en indiferentes a ese deporte, una emoción categórica. Radical. El odiado y amado. El oprobiado y ensalzado. El prodigioso y el lumpesco. El futbolista carismático y el patán deplorable. El que nadie ignora y el que millones admiran. Y el que no sé cuántos desprecian (puede que ni sean tantos) y lo condenan a la común condición de un simple mortal: ese plebeyo carismático se ha ido para quedarse.

Mito de la modernidad, de un deporte de masas, del fútbol

Ya en vida era una leyenda. Y puede ser —es lo más probable— que la leyenda crezca tras su deceso. Tras su velatorio de demostraciones extremas. Después de su entierro. De su putrefacción. Suele pasar con dioses y héroes. El denostado e idolatrado futbolista que nació en una villa, un ser de las márgenes, uno que pudiera haber quedado en el olvido si no hubiera estado signado por la gracia divina, o la inteligencia diabólica de procrear con un balón faenas que alcanzaron la categoría de arte, sí, de esa condición que Dante Panzeri denominó la dinámica de lo impensado, si no hubiera sido la demostración de lo que el escritor francés André Maurois dijo en un discurso académico, que el fútbol es la inteligencia en movimiento, Maradona sería otro muerto más que va al cementerio.

El cebollita que desde muy infante deslumbró a los otros por la magia incorporada a su zurda, porque la derecha ni para subirse al colectivo le servía, estaba destinado a la celebridad, en presunción de que el sino, el hado, aquella categoría tan amada y transitada por trágicos griegos sea una condición real de la existencia, que a Maradona lo marcó para siempre. Un ser de la fatalidad. El “cabecita negra”, esa mezcla entre inmigrantes y nativos aindiados, que cuando fue bautizado el 5 de enero de 1961, doña Tota, su mamá, pronunció un deseo propio de cualquier madre: “que sea buena persona y que crezca sanito”, se inició en el profesionalismo, a los dieciséis años, en el Argentino Juniors. Cuando debutó, pocos minutos de un segundo tiempo, lo primero que ejecutó a un defensor de Talleres de Córdoba fue un “caño”, una “ordeñada”, como decimos los de estas geografías montañeras, que más le hubiera valido al vencido, al humillado, haber jugado de sotana. Diego perdió su primer partido como profesional. Los triunfos y la gloria —también el fango—  vendrían después.

Ese muchachito, de baja estatura, apenas alcanzó 1.62 m, creció en demostraciones de talento, se especializó en maravillar a los espectadores y deslumbrar a sus compañeros y aun a los contrarios con su arte pedestre. De pibe, como bien se ha dicho, no le contaron cuentos de hadas, sino que recibía ovaciones, primero en los potreros, luego en los estadios. Desde el barrio se tragó el mundo. Y en especial cuando en 1986 se coronó en México campeón mundial, el mundo se postró a sus pies, o, para ser exactos, ante su prodigiosa pierna izquierda (ah, y por qué no, ante su siniestra mano). 

El precoz genio de la pelota, que pudiera ser parte de algún cuento de Las mil noches y una noche, supo de los llantos dolorosos cuando el entrenador César Luis Menotti lo excluyó de la selección que disputaría el campeonato mundial de 1978, con sede en la Argentina, que fue utilizado por la dictadura militar encabezada por Videla para camuflar los infinitos atropellos y violaciones a los derechos humanos.

Para ese Mundial, en el que Maradona tenía 18 años, el jugador estaba “afilado”. Diría que estaba mejor que nunca. Y cuando supo la noticia de que lo excluían de la nómina de la selección, lloró y lloró. Más que lo que berrearía con el doping del 94. “Yo a Menotti no le perdoné ni le voy a perdonar nunca por aquello, pero nunca lo odié. Odiar es distinto a no perdonar. Eso creo yo, por lo menos. Por eso digo que, a pesar de todo, a mí no se me borra la imagen que yo tengo del Flaco, de su sabiduría para saberme llevar”, dijo Maradona en su libro Yo soy el Diego.

Maradona, que en sus inicios fulguró en el equipo del barrio de La Paternal, el Argentino Juniors, estaba llamado a hacer grandes cosas y otras no tan gratas ni que correspondieran a la consecuente actitud de disciplina de un deportista. Se fue convirtiendo en una estrella (¿estrella fugaz? ¿en una supernova?) con la que iluminó el camino del mito, el sendero para instalarse no solo en la historia como uno de los mejores futbolistas de todos los tiempos, sino en la parte oscura del ídolo que puede tener, aun siendo Maradona, los pies de barro.

Maradona en su trayectoria profesional marcó goles increíbles. Incluso, imposibles, como el que anotó, de tiro libre, jugando en el Napoli contra la Juventus, el 3 de noviembre de 1985. Sin embargo, hubo dos goles fuera de serie y que catapultarían al entonces ya celebérrimo jugador argentino a las alturas celestiales: los marcó en México, en el Mundial de 1986, en el cotejo de alta tensión contra Inglaterra. A los preliminares del encuentro los rodeó el recuerdo tensionante de la paliza de las tropas inglesas a los argentinos por el archipiélago de Las Malvinas o las Falkland, cuatro años antes.

El primer gol, de los dos que convirtió Maradona aquel 22 de junio de 1986, fue una jugada polémica, pero que, a su vez, puede revelar no solo la malicia, la astucia, la trampa, sino la rapidez mental de un jugador que en el potrero había adquirido su bautismo de habilidades y de recursos, algunos ilícitos. La bola, por la izquierda la tomó Valdano, hizo un pase que rechazó hacia atrás un defensor inglés. El 10 argentino se coló entre los rivales y al tiempo que Peter Shilton, el arquero de Inglaterra, veinte centímetros más alto que Maradona, saltaba por la esférica, el Pelusa se elevó y con la mano izquierda metió el balón al arco. Observó de reojo al juez de línea y luego al árbitro que validaron el gol de la Mano de Dios. Celebración planetaria.

Ese gol, según Maradona, tenía un antecedente de los tiempos de los cebollitas. Así lo relató el Pelusa en su libro Yo soy el Diego: “En el parque Saavedra hice un gol con la mano, los contrarios me vieron, y se fueron encima del referí. Al final dio el gol y se armó un lío bárbaro… Yo sé que no está bien, pero una cosa es decirlo en frío y otra muy distinta tomar la decisión en la calentura del partido: vos querés llegar a la pelota y la mano se te va sola”. Sí, así es. Quienes han jugado fútbol lo saben. Es un deporte que tiene una buena colección de trampas y engaños, amén de improvisaciones y recursividades sobre la marcha.

Después de ese gol discutido, llegó el gol más estético y atlético de cualquier Mundial de Fútbol. Cinco minutos luego del divino manotazo, advino la creación más inspirada del fútbol moderno. El 10 comenzó su hazaña desde su campo y en 10 segundos y un poquitito más dejó un reguero de ingleses estupefactos ante la deidad que manejaba el balón con una exquisitez, un dribbling endemoniado, la recursividad de un genio. Y, en el fondo, esa ejecución maestra fue como una especie de vindicta geopolítica. 

La Mano de Dios

Maradona, erigido como el dios del fútbol, más que todo por sus compatriotas, pero también por la hinchada del Napoli, un equipo sin historia al que el 10 lo transportó a las dichas futboleras jamás vividas por los paisanos de Enrico Caruso, alcanzó en vida el paraíso. Era, en el gramado, un iluminado, un tocado por la energía sutil de las musas y otras divinidades. El infierno vendría después, aunque ya estaba dibujado en sus adicciones, en sus comportamientos extradeportivos, en sus conexiones de baja estofa con los miembros de La Camorra, la mafia napolitana.

El predilecto de las deidades transitaba por la cuerda floja de la cocaína, los comportamientos lumpescos, los escándalos. Y todo junto, sus condiciones de extraordinario futbolista y sus desviaciones, cocinaron el sancocho de su gloria y de su caída, de su taumaturgia con la pelota y sus desenfrenos fuera de los estadios. Maradona reunió la condición extraña de “santo”, como lo pudieron ser, en otros ámbitos, talentosos como François Villon y Jean Genet, este último canonizado por Jean Paul Sartre, y a su vez se puso el marbete vergonzoso de un atarván, un desubicado, de alguien que se embriagó con su inteligencia para jugar fútbol; su ascenso desde una villa de carenciados y olvidados de la fortuna, a las luces de los reflectores, los enloquecidos coros de las turbas en los estadios, el éxtasis del éxito, así como lo dispararon cual cohete a la luna, fueron su sísmica perdición.

Maradona, utilizado por políticos de derecha y de izquierda, estaba condenado a ser un dios-demonio, un ángel caído, un sacerdote blasfemo. Era (y es) un ser perfecto para literaturizarlo, para hacer con sus performance y embriagueces un motivo novelesco. Lo rodeó la exageración. La hipérbole. No era buena gente. O sí, según quien se valiera de sus resonancias universales para usarlo, de sus ayudas y favores. Era aprovechable su origen tugurial, su hechura en la barriada, su descomunal facilidad para pegarse la pelota a la zurda, su grandiosidad como futbolista. En el lenguaje del circo, era el gran trapecista, el que se la jugaba toda en las alturas, sin red protectora. La sensación de los espectadores. A veces, era el payaso. Otras, el malabarista.

Messi y Maradona

En cualquier caso, transitó sin honduras por los terrenos de la irreverencia y catapultó sus denuestos y escupitajos contra el poder de la Fifa y otros poderes. Maradona no solo tenía y tiene fans, sino devotos. No solo enloquecía hinchas, sino que creó feligresía. Algunos lo vieron como un crucificado por la sociedad, el resultado del cálculo de financistas y estrategas de marca. Una especie de víctima del éxito, del irrumpir en mundos en los que solo pueden estar ya no tanto los elegidos por su talento, sino por los que manipulan, dominan, engañan y moldean el mundo, lo dividen entre explotadores y explotados, entre opresores y oprimidos.

 “Maradona fue condenado a creerse Maradona y obligado a ser la estrella de cada fiesta, el bebé de cada bautismo, el muerto de cada velorio. Más devastadora que la cocaína es la exitoína. Los análisis, de orina o de sangre, no delatan esta droga”, dijo Eduardo Galeano. El astro de la camisa 10 reunió en su genio y figura el cielo y el infierno. No era apto para moralistas. Y no era un paradigma de ser ejemplar. Sí, humano, demasiado humano cuando la droga y otros desafueros lo desnudaron. Dios, demasiado dios, cuando hacía que un balón conducido por su zurda de oro pareciera la sinfonía coral de Beethoven.

Cómo se puede explicar que un futbolista, claro, incluso uno excepcional como él, alcanzara las inverosímiles comparaciones con personajes tan contrapuestos y distintos como el Cristo, Ulises, san Genaro, la virgen María, Napoleón, Mick Jagger y el Caballero de la Triste Figura; qué mecanismos inconscientes, qué conjunto de frustraciones colectivas, de desproporciones analíticas, condujeron a esas analogías de un estupendo jugador con poetas como Baudelaire, por ejemplo.

Qué señales apocalípticas verían los fundadores de una iglesia dedicada a la veneración de Maradona, del mismo que, en Nápoles, lo trasvistieron sacrosantamente como Santa Maradona, en un juego de palabras que unía el apellido de la deidad futbolera con la donna, la virgen, esas mismas imágenes tan pintadas en el Renacimiento.  

Con la muerte de Maradona también murió el fútbol. Una hipérbole bonita.

En su libro Comediantes y mártires, Ensayo contra los mitos, Juan José Sebreli, sociólogo argentino, dice que “entremezclados” existen diversos mitos que le dan forma al mito único de Diego Armando Maradona. “Para el nacionalismo populista, encarna el mito de la identidad nacional; para las clases bajas sin conciencia política, el mito del mendigo que se transforma en príncipe; para los intelectuales de izquierda, el mito del rebelde social; para la juventud contracultural, el mito del transgresor”.

Maradona, al que también se le escucharon cuestionamientos a la Iglesia, al papa (no al actual, su compatriota, sino a Juan Pablo II, un pontífice altamente reaccionario), a los curas y, en especial, al poder que ordena y manda en el fútbol, la transnacional llamada Fifa, el fabuloso diez del fútbol alcanzó a colgarse escapularios de izquierdista, más bien una especie de izquierdismo infantil, al que auparon en distintos momentos Fidel Castro, Hugo Chávez, aunque, más atrás, también fue usado por sujetos tan derechistas y criminales como Jorge Rafael Videla, cuando Argentina, con el joven Maradona en su alineación, ganó en 1979 el Mundial Juvenil de Fútbol realizado en Japón, y después por el neoliberal, populista y saqueador del Estado argentino Carlos Menem.

El futbolista, que de cualquier modo era más importante en Argentina que cualquier jefe de Estado, en lo que tenían razón los que así lo veían, que eran muchos, se asimiló a un chico malo, un bad boy, rebelde sin causa, que era capaz de realizar, además de jugadas brillantes, pataletas estruendosas. Y para aquellos más enfilados por la filosofía, representaba lo dionisíaco, lo carnavalesco, lo que por los lados del trópico se etiquetaba como la “socialbacanería”.

Relata Sebreli que cuando Maradona “llegaba procesado a los tribunales, los funcionarios y los policías lo aplaudían, le pedían autógrafos y se sacaban fotos juntos. Sus adoradores entre la juventud underground y contracultural no percibían o bien disimulaban esas contradicciones. Los marginales que se identificaban con él recibían un trato muy distinto cuando caían presos”. El mito del rebelde social y del transgresor se prestó, de otro lado, para que el Diego entrara en las páginas de la literatura de escritores argentinos y de otras nacionalidades.

Para Mario Benedetti, por ejemplo, “aquel gol que hizo Maradona a los ingleses con la ayuda de la mano divina, es por ahora la única prueba fiable de la existencia de Dios”. Y le compuso un poema, Hoy tu tiempo es real. Maradona, transmutado en ícono de la cultura pop, inspiró decenas de canciones, se metió en las páginas literarias de Juan Villoro, Osvaldo Soriano, Roberto Fontanarrosa (el mismo que dijo: “Qué me importa lo que Diego hizo con su vida, me importa lo que hizo con la mía”), Eduardo Galeano, Hernán Casciari, Martín Caparrós, entre tantos.

La leyenda Maradona alcanzó en vida del futbolista y controvertido ciudadano del mundo auras y luminosidades, así como claroscuros y zonas grises. Ya muerto el también llamado Barrilete cósmico, la leyenda parece engordar, se abastece incluso del odio de sus detractores y se instala en los vaivenes de un planeta pandémico, en el que hay hambrunas y vastas zonas sin agua potable, en medio de las agresiones permanentes de las transnacionales a la tierra y a millones de habitantes desprotegidos, muchos de los cuales están bajo el influjo adormecedor de los medios de comunicación, las redes sociales, las noticias falsas, y la figura adorada y vilipendiada de un futbolista al que, cuando lo bautizaron, su madre deseó que fuera buena persona y creciera sanito.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, (Escrito en Medellín, el 29 de noviembre de 2020)

Editado por Fausto Giudice Фаусто Джудиче فاوستو جيوديشي

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