Primero la mataron a ella…

Lo que parece flotar en el mefítico ambiente de terror, como si fuese una conspiración, una premeditada barbarie, es hacer creer que las víctimas se lo buscaron. Que los mataron porque no estaban, propiamente, “cogiendo café”. Así vamos

Por mucho tiempo, el poema, que circulaba de boca en boca y de mano en mano, se le atribuyó a Bertolt Brecht. Es, como se supo después, de un pastor luterano alemán, Martin Niemöller (1892-1984), que, ante la pasividad y cobardía de algunos intelectuales frente al ascenso de despotismo nazi, lo escribió para sacudir conciencias. Tuvo varias versiones. Su título es Primero vinieron… Y su vigencia continúa, más que todo en circunstancias, como la de Colombia, donde cada día asesinan a líderes sociales y, como se ha visto en los últimos años, a quienes intentan recuperar las tierras que les fueron esquilmadas por el terror paramilitar.

“Primero vinieron por los comunistas y yo no dije nada porque yo no era comunista…”. Una de las tácticas de espanto que emplean ciertos sistemas, como ha ocurrido en Colombia, es sembrar la indiferencia. Que no haya conmociones ni dolores por las muertes ajenas. Que se torne natural, como si fuera parte de la normalidad que haya asesinatos de dirigentes populares, de gente que lucha por las reivindicaciones sociales, por la justicia y el progreso para todos. Qué va. Lo mataron porque algo debía. Lo sacaron de circulación por un “lío de faldas”, como lo dijo un exministro de Defensa.

“Luego vinieron por los sindicalistas, y yo no dije nada, porque yo no era sindicalista…”. Hubo un tiempo en este país de desamparos en los que ser sindicalista era todo un desafío al régimen de explotación y de miserias repartidas entre los trabajadores. Era una confrontación a modelos patronales que querían mantener bajo vigilancia y control a los obreros. Y así, en medio de la impunidad, asesinaron decenas de líderes. Se implantó una manera tenebrosa de imponer el miedo y de desestimular las gestas por mejoras salariales y prestacionales, entre otras aspiraciones.

Y en aquellas témporas era común que se dijera que el sindicalista era un izquierdista, que era una suerte de “desagradecido” con el que le daba el sustento y así afloraron modos de desprestigiar las lides de los trabajadores. Se naturalizó el crimen de baluartes obreros. Y todo fue pasando. Hasta que, hoy, por factores diversos, entre ellos la desindustrialización del país, ya quedan muy pocos sindicatos y cada vez son menos los obreros.

“Luego vinieron por los judíos, y yo no dije nada porque yo no era judío…”, sigue el poema del pastor germano, que llamaba a controvertir la indiferencia, que era un canto para no caer en la parsimonia y la indolencia frente al alza en los atropellos. Son distintos los mecanismos para aislar a los que se han cansado de las tropelías: una, la de instaurar un régimen de persecuciones y terror. Otra, quizá más sutil, la de ir minando con tergiversaciones y macartismo las posiciones contestatarias, los movimientos que impulsan la dignidad y el ejercicio de las libertades públicas.

Cada vez con mayor impunidad y como una sistemática acción, que parece corresponder a trazados del paramilitarismo, se dispara contra líderes y lideresas sociales, contra ambientalistas, contra los que se oponen al fracking y a la explotación de las riquezas naturales del país de manos de trasnacionales. Se paramilitarizan pueblos, como acaeció en la martirizada población de Bojayá, donde tropas de delincuentes (¿el Clan del golfo? ¿Autodefensas gaitanistas?) la ocuparon. Se advirtió que hubo beneplácito estatal frente a la agresión y las amenazas. Una característica del actual gobierno es hacerse el de la “vista gorda” frente a situaciones como las de Bojayá y frente al creciente crimen de los que abanderan repulsas contra la injusticia.

“Luego vinieron por los católicos y yo no dije nada porque yo era protestante…”. Reducir a cero la solidaridad, aíslar a las víctimas, hacer creer que las luchas son inútiles, dar la impresión de que los victimarios tienen la razón, y así, con complicidad de medios de comunicación y la utilización de la propaganda, se empodera el reinado del terror y del despotismo. Pasa en Colombia. Sucedió en la Alemania nazi.

Hay una especie de remontada paramilitar ante la complacencia oficial. Asesinan en el Putumayo y la Sierra Nevada de Santa Marta, en la Guajira y el Huila, en el Cauca y Nariño, en toda la geografía colombiana suenan los disparos contra quienes se atreven a agitar las enseñas de la justicia social, de las transformaciones en pro del bienestar de las mayorías. Y no pasa nada. El gobierno se lava las manos. Sin novedad en el frente, dice.

“Luego vinieron por mí, pero, para entonces, ya no quedaba nadie que dijera nada”. Lo que parece flotar en el mefítico ambiente de terror, como si fuese una conspiración, una premeditada barbarie, es hacer creer que las víctimas se lo buscaron. Que los mataron porque no estaban, propiamente, “cogiendo café”. Así vamos.

Reinaldo Spitaletta para La Pluma, 14 de enero de 2020

Editado por Fausto Giudice Фаусто Джудиче فاوستو جيوديشي