Cuándo comienza un pueblo. Crónica de un retorno

A esa cita vamos, la estábamos esperando; imagino que echaremos mano a los repasadores y pañuelos, para que nos protejan de la intemperie.

I.

El 10 de diciembre fiesta popular. ¿Cuándo comenzó el 10 de diciembre? ¿Deberíamos, quizás, preguntar(nos) cuándo comienza un pueblo?

Podría pensar que mi diez comenzó el domingo 8 de diciembre en la Iglesia de la Santa Cruz, del barrio porteño San Cristóbal. Una iglesia gótica, imponente, con encadenados y rosetas y torres altísimas.

Hacía mucho calor, en la calle un escenario terminaba de acomodarse. Había llegado temprano. De a poco se va juntando gente. Por una puerta lateral de la iglesia pido permiso para ir al baño. Mientras voy caminando hacia el sanitario paso por la Sala Angelelli. Otra Sala Mujica. Cuartos muy pequeños, apenas una mesa rectangular vestida de aguayo, unas sillas y una luz que entra por las ventanas delgadas y altas. La cartelería parroquial reza “ni un pibe menos”, “llamá al 101 por violencia de género”, “asistencia a migrantes,” “acompañamiento de viudos y solteros”, “feria de emprendedores para regalos de navidad”, “apoyo escolar” y “merendero”.

Salgo del baño y veo una puerta que da a la nave principal de la iglesia. Las luces están apagadas. Entro sigilosamente; sólo entra luz a través de los vitrales. Veo que en el altar hay un pesebre grande y muy colorido. Me acercó más: son banderas de Uruguay, Argentina, Bolivia, Paraguay, Brasil. Un pesebre de la patria grande. Camino hacia la nave y me siento en un banco. La madera vieja rechina. Respiro profundo y cierro los ojos un instante.

Alguien entra y prende las luces. Quedo sola en una iglesia ahora iluminada. Las fotos (inmensas) de los curas, monjas, Madres desaparecidas, rodean el altar y las esculturas de José, de María y de Jesús. En la roseta enfrentada al altar, en la entrada oficial de la iglesia, bajo el órgano de madera oscura y puntuda, un trapo blanco dice pintado a mano “Nuestros mártires nos inspiran hoy a seguir luchando por una vida digna para tod@s”.

Hay cartulinas de colores en cada columna, con letras manuscritas de fibrón “vida”, “esperanza”, “felicidad”, “gratitud”. Deambulo un rato. Ya hay más visitantes en la iglesia recorriendo el lugar.

Salgo. Hay una wiphala colgada en la reja de la entrada lateral, por donde entré a los baños.

En ese jardín, sobre una de las medianeras de la iglesia cuelga un cartel que dice “Son 30000”. Debajo, entre lavandas, están enterradas las Madres de Plaza de Mayo, María Ponce de Bianco y Esther Ballestrino de Careaga, la activista de derechos humanos Angela Auad y una de las monjas francesas, Léonie Duquet. Cuatro mujeres cuyos cuerpos fueron recuperados de las doce personas desaparecidas de la Iglesia.

El 8 de diciembre de 1977 fueron secuestradas. Este 8 la conmemoración tenía un lema “Los derechos humanos vuelven a la Casa Rosada”. No conocía la iglesia ni había participado antes de un acto allí. Puedo decir que una emotividad profunda enlazaba los sentires de quienes estábamos bajo ese sol de domingo de diciembre. Se homenajeó a abogades, jueces y fiscales que hicieron posible llevar adelante la causa por delitos de lesa humanidad por “Los 12 de la Iglesia de la Santa Cruz”. Se habló de la importancia simbólica y política, más allá del impacto jurídico, de decir “genocidio” en la Sentencia. Simplemente porque acá lo que pasó fue un genocidio, dijo el Juez Rafecas con la voz quebrada, frente al aplauso conmovido y persistente, frente a las Madres sentadas en primera fila. Estaban el Chino Zanini y Esteche, ex presos políticos del macrismo, que fueron nombrados y aplaudidos. Escuchamos un mensaje de Milagro Sala. Estaban presentes de las embajadas de Francia y Paraguay. Habló Horacio Pietragalla sobre el negacionismo como algo intolerable en la esfera del Estado. Aún no sabíamos que sería el flamante Secretario de DDHH de la Nación.

Y Liliana Herrero comenzó cantando “soy de la orilla brava del agua turbia y la correntada que baja hermosa por su barrosa profundidad”. El agua, el río, los pescadores, el Jesús de los pobres. Nuestra historia popular puede ser contada, cantada, desde esas hidrografías.

Había algo de reparación en ese acto bajo un sol tremendo del 8 de diciembre. Algo de intimidad en los corazones apretados y en las gargantas anudadas, en el canto suave y casi tímido, coreando Palabras para Julia. Algo de la conversación con los muertos, siempre necesaria en la construcción de una memoria que nos empuje hacia adelante. Algo de los legados con los que andamos para pensar en el horizonte con el que soñamos. “Un día nos encontraremos/En otro carnaval/Tendremos suerte si aprendemos/Que no hay ningún rincón/Que no hay ningún atracadero/Que pueda disolver/En su escondite lo que fuimos/El tiempo está después”, terminamos cantando al final.

Y luego caminar como flotando, sintiendo que la ciudad de la furia era la ciudad del amor y la justicia, que algo bueno se avecinaba.

II.

El lunes 9 llegaron Laura y Hernán en tren desde Córdoba; 22 horas, algunos tramos a 23 km por hora. Me acordé de un sueco con el cual conversé apenas unos minutos en Palenque, México. Estábamos sentados en unas escaleras desde la cual se divisaba casi toda la ciudad maya. Corría una brisa extraña -la selva tropical con mil por ciento de humedad no suele tener brisas- y danzaban unas hojas, casi una (absurda) imagen de otoño. Y me dijo que se volvía a Europa en barco, no en avión. Cuando le pregunté porqué me dijo que era para tener un tiempo para que le pasara por el cuerpo y la cabeza todo lo vivido en Chiapas.

Quizás el viaje en tren Córdoba Buenos Aires era un poco eso, conjurar de algún modo, o darle tiempo al cuerpo, para tomar dimensión de que el oprobio de cuatro años terminaba. Quizás las 22 horas ayudaban a sacudir las penas y llegar con más liviandad a la víspera del 10.

Salimos a pasear por San Telmo. Visitamos el solar donde nació French. Nos sentamos un rato al lado de la placa de la Comisión Vecinal del barrio que recuerda a Evita y donde dice que cada 26 de julio, a las 20:25, suenan las campanas. En el solar de French nos encontramos con una compañera del trabajo de la Facultad. Nos invitó a su brindis, íntimo, a las 00 en la Plaza de Mayo. Visitamos el monolito que recuerda la defensa de la ciudad de Buenos Aires frente a las invasiones inglesas.

Llegamos a la plaza, luego de una tarde de caminata bajo un sol que rajaba la tierra, los cuerpos y los pies cansados. Y vimos la fuente.

De las sensaciones que atesoro como felicidad, una es sin dudas, sacarnos las chatitas y mojar -primero- las patas en el agua. Y -luego- chapotear. Y bailar y salpicarnos. Otra vez el agua y el peronismo y la felicidad. Imagino lo que habrá sido, meter esos pies obreros, caminando desde Berisso, en esa fuente, vedada a la multitud sudorosa.

Al lado nuestro un joven padre con su hijita, mojando las patas también. Venían de Barracas. “no sé que hubiera pasado con nosotros si no ganaba Alberto, creo que vamos a estar bien”, nos dijo.

Y atrás suenan los bombos, guitarras, guajiras, anécdotas vitoreadas, una cumbia. Mateadas, cerveza helada, remeras y pines. Y mucha mucha gente, que se sonríe entre sí, sin conocerse, que se mira y sonríe y que está todo bien, como decía el compañero de Barracas.

Cuando nos reconocemos como pueblo? Cuando hay una fiesta popular?

La Avenida de mayo esa noche era un desfile de trabajadores poniendo vallas y torres de sonido, que se hacían selfies con los dedos en V. Eran bares de gente en la vereda, que cada tanto, ante la arenga de grupitos que pasaban caminando, entonaban la marcha peronista.

Era la ciudad de la furia, sí, pero la furia, en la víspera, devenía en una afectividad política que pocas veces he sentido.

A las 00 fue un año nuevo. El 10 de diciembre. Abrazos, saltos, gritos, cantos y fotos. En el camino a nuestra casa (nuestra porque allí vivimos cuando estamos en CABA) pasamos por el Congreso.

Una pequeño escenario con una banda de son cubano en un extremo de la plaza. Parejas bailando en la calle, mientras se iban poniendo pasacalles de gremios, de agrupaciones partidarias, de comisiones vecinales. Más abrazos y más encuentros.

III.

El martes 10 llegó. Queríamos estar en el Congreso en el momento de la jura. Esa mañana debe haber sido de los días más calurosos de la década. Fuimos saltando de sombra en sombra, hasta que nos ubicamos bajo un gomero mirando hacia una pantalla invisible. La plaza toda quedó en silencio cuando juró Cristina. Su voz grave y quebrada ya nos emocionó. Empezó a hablar Alberto. Sus palabras fueron seguidas con una atención suprema. Una tensión emotiva atravesaba el aire húmedo de esa mañana.  Nunca más es nunca más. Me doy vuelta y veo una señora de unos 60 o 70 años, de la mano con sus dos hijos, de mi edad, y un nietito. Todos llorando.

Secarse las lágrimas y llorar con personas desconocidas engrandece. Salimos de la plaza del congreso con la frente en alto, a comernos la ciudad.

Llegamos a la 9 de julio. Frente al edificio del Ministerio de Desarrollo Social una columna con la barredora “Argentina plurinacional” se preparaba para marchar. Una bandera wiphala gigante intentaba izarse. Me pareció sentir el aroma a los anticuchos, ahí debajo de la Evita (que seguramente se iluminaría a la noche).

Pasamos por Caburé a respirar un poco, comer algo, tomar una cerveza helada. Fueron llegando muches. Entró Russo con un repasador en el cuello, cual Gatica el Mono luego de salir del ring. Mi vieja siempre fue un tanto indiferente, le gustaba Alfonsín. Hasta que se murió Néstor en el 2010. Le pegó fuerte, comenzó a revisar su historia personal y su historia con el peronismo. En ese momento pintamos este repasador, nos cuenta. Se lo saca del cuello y muestra, pintado con fibrón, “Fuerza Cristina”. Desde allí, Russo lleva ese repasador como un talismán.

Pasamos por el chino a comprar banas y latitas de cerveza. Y entramos a la Plaza por Bolívar. Estuvimos casi todo el rato entre el Cabildo y la Catedral. Qué decir de eso.

Quizás sólo que éramos muchos cuerpos sudorosos, muertos de calor, felices, que nos cuidamos, nos dimos agua, nos compartíamos cerveza y gaseosa, nos salpicamos el agua de los hielos de los vendedores, hacíamos corralito para cuando había niñes, que bailamos, que lloramos, que gritamos, que cantamos el himno y que sonó como nunca sonó, porque eran cientos de miles de gargantas que se sacaban el oxigeno de cuatro años guardado, que nos mezclamos, que salimos en Crónica (y el repasador de escenografía), que nos perdimos, que nos encontramos.

Entonces podría pensar que el 10 de diciembre empezó el 8 en la Iglesia de la Santa Cruz, el 9 de diciembre de 2015 cuando se despidió Cristina en ese mismo lugar; el 17 de octubre del 45; el 17 de octubre del 2017, cuando apareció el cuerpo de Santiago Maldonado en el río helado; en el pañuelazo blanco contra el 2×1; en el pañuelazo verde por el Aborto legal, seguro y gratuito; el 27 de octubre (o las PASO, o el 18 de mayo del anuncio).

También pensar que hay mucho de 1983, no puedo dejar de ligarlo con el 10 de diciembre del 83; con la urgencia y necesidad de emitir el voto; la sensación de dar vuelta una página infame de la historia argentina.

No sé con certeza cuándo empezó el 10 de diciembre de 2019. Como tampoco sé en qué momento nos coagulamos como pueblo; podría ser, entre otros momentos, en el de la fiesta.

Podría decir que los orígenes de lo que acontece se vincula, a veces arbitrariamente, con las experiencias en torno a lo común y la multitud; en torno a la conciencia de la potencia plebeya. Esa Plaza, el 10, reunía y enlazaba miles de historias personales y colectivas, con sus particulares genealogías, que encontraban allí lo común.

Pienso en el pueblo como un pliegue de temporalidades y de identidades, un pliegue de vivencias y recuerdos de ellas, que se va enrollando, como el repasador de Russo, y se van superponiendo tiempos, verdades, nombres, desgarros, poéticas, memorias, que desafían toda linealidad occidental. Hay un lugar (y un tiempo) donde todo eso se despliega, como un pañuelo o como esa wiphala de la 9 de julio; y nos da amparo. Un amparo dado por lo que aglutina, reúne, hilvana, (re)conoce.

No podría pensar la idea de pueblo por fuera de la idea de agua y de la idea de peronismo. El peronismo nunca fue una sola cosa; hoy reaparece con la centralidad (y responsabilidad) política para la reconstrucción de un país desvastado; con la épica y la mística de los grandes movimientos populares de nuestra américa, alojando las diversas tradiciones, linajes y geografías emancipatorias, igualitarias y rebeldes; convocando una cita entre generaciones. Un vórtice, como le gusta decir a Santoro, un remolino que despeina y desacomoda; que en su vendaval conjura la soledad y la injusticia. El peronismo que hace de las plazas, de las fuentes, de los sedimentos de las aguas que corren, una liturgia de los pueblos.

Este 10 de diciembre de 2019 Alberto y Cristina nos invitan a pensar(nos) nuevamente un pueblo, que (re)construir una comunidad, a refundar una patria desde una democracia sin sótanos ni Estados secretos, donde el nunca más es nunca más.

A esa cita vamos, la estábamos esperando; imagino que echaremos mano a los repasadores y pañuelos, para que nos protejan de la intemperie.

Virginia Carranza

Relámpagos. Ensayos crónicos en un instante de peligro y Negra Mala Testa, 28 de diciembre de 2019.

Editado por María Piedad Ossaba

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