“La Cordillera de los Sueños”, película de Patricio Guzmán
Salir del laberinto neoliberal para encontrar las “grandes alamedas” del pueblo

La Cordillera de los Sueños es también el Sueño de la Cordillera: el prólogo cósmico de la película la convierte en testigo de la historia de los hombres, de sus horrores, pero también en garante de su aspiración a la Justicia y a la felicidad del pueblo.

Rosa Llorens

Después de décadas de silencio mediático (el orden ha sido restablecido, circulad, no hay nada que ver), Chile es de nuevo noticia: 17 años de dictadura y 30 años de neoliberalismo no han destruido la capacidad de lucha del pueblo chileno, que está de nuevo en las calles. Así, la película de Patricio Guzmán llega en el momento oportuno, no sólo para sumar su voz a las de l@srevuelt@s, sino también para mostrar cómo la generación actual ha podido recoger el testigo de la generación sacrificada de 1970.

La Cordillera de los Sueños es la tercera parte de una trilogía iniciada por la Nostalgia de la Luz, centrada en el Desierto de Atacama al Norte, y continuada con El botón de nácar, centrada en el Océano y los glaciares de la Patagonia en el Sur; Guzmán completa su recorrido en Chile con una especie de puente entre ambos, la omnipresente Cordillera de los Andes. En efecto, esta trilogía no es sólo una obra comprometida, sino también una obra poética: Guzmán desarrolla un cine alejado del “ruido y la furia”, y de la ingenuidad de un Yo acuso: cada película se abre con imágenes de una naturaleza grandiosa, antes de “acercarse” al territorio de los hombres. Así la Historia de los hombres está integrada en una historia cósmica, y mantiene con ella un diálogo constante: las ranuras y fisuras de las rocas en primer plano se convierten en un mapa de las calles de Santiago expropiada por la dictadura y convertida, por el cineasta, y toda la población, en un laberinto angustioso.

Sólo después de habernos impregnado de la majestuosa e inmemorial presencia de los Andes, que Guzmán pasa a la historia de la dictadura, dejando la palabra a varios artistas (pintor, escultores, novelista, cineasta) que también nos permiten tener una visión distanciada de los acontecimientos. Los más jóvenes recuerdan principalmente el miedo: miedo del estruendo de los aviones de guerra volando a baja altitud, o de los tanques en el pavimento de Santiago, o durante los despertares nocturnos, cuando los soldados irrumpían en las casas y las saqueaban con el pretexto de búsqueda; el miedo aún ante la desorientación de los adultos, incapaces de dar cuenta de una violencia equiparable a una catástrofe telúrica.

Pero luego viene la reflexión: esta violencia, lejos de ser irracional, formaba parte de un plan, ella era necesaria, con sus campos de concentración (ver La Nostalgia de la luz), sus 20.000 muertos, sus cientos de miles de torturados y sus “desaparecidos” (ver El botón de nácar), y el establecimiento de un régimen policial fascista, para imponer al pueblo chileno y a sus tradiciones de organización política y social las leyes “naturales” del “libre” mercado, tal como fueron teorizadas por Milton Friedman y sus Chicago Boys. Era necesaria para entregar en beneficio de los intereses extranjeros los recursos naturales del país (el cobre, que los “trenes espectrales” transportaban a los puertos), que Allende había nacionalizado, y para que  una gran burguesía privatizara el país y sus más bellos parajes naturales, playas, montañas y lagos, para construir sus mansiones.

Y este sistema económico de concentración de riqueza y extorsión de los pobres (el aumento de las tarifas de los servicios públicos es uno de los indicios  más claros de dicho sistema) no ha cambiado desde el referéndum de 1988 y lo que se puede llamar la “transición democrática”, por referencia a España, donde ha sido tan respetuosa del poder y los intereses fascistas como en Chile. Las manifestaciones filmadas en los años 1990 y siguientes por Pablo Salas, un cineasta que permaneció en Chile, dan testimonio de la violencia de la policía “democrática”. Éste señala con amargura que  hoy los derechos humanos tienen menos ingresos y que las protestas se refieren a problemas concretos, como las pensiones: desde el rodaje de la película, los acontecimientos han demostrado que esta evolución puede ser positiva, puesto que es el precio del tiquete de metro que reactivó la movilización.

Pero, más allá del aspecto económico, esta movilización se basa en un verdadero malestar existencial: lo que el neoliberalismo ha robado no son sólo los recursos naturales del país, son el modo de vida comunitaria de los chilenos, su identidad, su alegría: para lograr que se acepte las monstruosas desigualdades que construye, el neoliberalismo debe transformar a cada pueblo en una nebulosa de individuos aislados, que se codean sin tejer relaciones sociales. Y esta desnaturalización de toda una cultura conlleva, incluso de forma inconsciente, una tristeza profunda, que sirve de base para las protestas actuales: los chilenos no quieren sólo recuperar la propiedad de sus minas de cobre (hoy mayoritariamente en manos de extranjeros),  quieren recuperar la alegría, la de un pueblo que camina junto en el mismo camino (las grandes alamedas del último discurso de Allende) hacia un objetivo común libremente escogido, que puede llamarse la Hermandad.

La Cordillera de los Sueños es también el Sueño de la Cordillera: el prólogo cósmico de la película la convierte en testigo de la historia de los hombres, de sus horrores, pero también en garante de su aspiración a la Justicia (castigo de los torturadores) y a la felicidad del pueblo. Aporta así la catarsis a la que se refería  la tragedia griega: permite al espectador salir de la sala lleno de piedad y de horror, pero también reconfortado y lleno de esperanza. “Los artistas son los guardianes de la belleza de su país”, dice un escultor entrevistado por Guzmán, no sólo de su belleza física (los Andes), sino también de su belleza moral (la hermandad): en este sentido, Patricio Guzmán es uno de los más grandes artistas vivos.


Traducido por María Piedad Ossaba para La Pluma y Tlaxcala, 6 de noviembre de 2019
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