Colombia : De la poesía como delito

No basta que les retiren la multa. El Estado debe disculparse con ellos. El alcalde debería ir a donde están, pedirles perdón y rogarles que salgan a las calles sin permiso, porque la poesía no tiene que pedir permiso; que salgan a darle su lenguaje, su creatividad, su rebeldía si se quiere, a la sociedad.

Ocurrió en la alcaldía de Usaquén, pero sería bueno que se enteraran hasta en el otro confín del planeta.

Un joven poeta, Jesús Espicasa, que sale a las calles con una vieja máquina de escribir, para ofrecer sus poemas a los viandantes, había instalado su máquina en una de las calles de la localidad, cuando llegó un agente de la policía a exigirle que recogiera sus cosas.

¿Qué cosas? Lo único que tiene Jesús es una máquina portátil del siglo pasado, y con ella se gana la vida, alegrando a las personas, y dando testimonio de que, aunque los jóvenes de Colombia parecen condenados a la violencia y al microtráfico, están desempleados y excluidos del orden de las oportunidades, hay muchos que quieren dedicarse al arte, a la cultura, a la creación, a dar ejemplo de paz y de civilización en un país donde en cambio los políticos y las autoridades se abandonan a la corrupción y a la arbitrariedad.

Pero eso no bastaba. El agente le pidió al poeta que lo acompañara hasta el CAI vecino. (Para los habitantes de otros países, el CAI es un puesto público de la policía que se encarga, o debería encargarse, de la seguridad ciudadana). A pesar de los CAI, Colombia es uno de los países más inseguros del mundo. En un sondeo que hizo uno de los diarios nacionales, el 60 por ciento de la gente tiene miedo de andar por las calles.

Una vez en el CAI, el agente procedió a imponer al poeta una multa por estar invadiendo el espacio público. Escribir poemas en una máquina de escribir antigua, de esas que ni contaminan ni consumen energía eléctrica, y ofrecérselos a los ciudadanos a cambio de algunas monedas, en otros países puede ser un alto ejemplo de paz y de civilización, pero en Bogotá, en Colombia, es invadir el espacio público, y hace que las autoridades no sólo desplacen al poeta de su lugar sino que le impongan una multa.

Cuando Jesús Espicasa recibió el comparendo descubrió que era además una multa de Tipo 4, la más alta en el Código de Policía que nos han legado los últimos gobiernos, que equivale a 833.000 pesos, casi 300 dólares. Y cuando alguien le preguntó al agente cuál era el delito cometido, el uniformado se permitió decir burlonamente que el muchacho era “traficante de poemas”.

¿No hunden estas cosas a la justicia en la insignificancia? ¿No son un atentado contra la ciudadanía, un pecado contra la cultura, y una carga ofensiva contra la legitimidad del Estado?

Conozco a Jesús Espicasa desde hace tiempos. Él y su amigo el poeta Santiago Vargas me contaron hace mucho que estaban saliendo a las calles a escribir poemas para los paseantes. No sólo lo celebré. Pensaba escribir una columna en este mismo diario invitando a la gente a conocerlos y a conocer sus poemas, invitando a los poetas a imitarlos y a salir a ofrecer sus obras a la comunidad.

Me pareció una idea fabulosa de estos jóvenes poetas reciclar esas viejas máquinas de escribir que ya forman parte del pasado romántico de la humanidad. No sólo merecen un espacio en la ciudad, merecen un homenaje de la ciudadanía y de las autoridades. Nuestra clamorosa estupidez, nuestra barbarie autoritaria les pone multas y los declara criminales. ¡En un país lleno de criminalidad verdadera y devorado por la corrupción!

Hace poco leí en la prensa internacional que en los Estados Unidos los escritores están empezando a salir a las calles con viejas máquinas de escribir, para rendir homenaje a esos hermosos objetos de una técnica más simple y menos contaminante y depredadora que la tecnología actual. Objetos más sencillos, más ingenuos y más libres, como es la propia poesía. Eso mereció admiración y grandes titulares en el mundo.

Pues la verdad es que estos muchachos colombianos lo hicieron primero. Han inventado una manera de hacer visible, pintoresca y pública la labor poética en estos tiempos sórdidos. Y esa es la respuesta que nuestro ridículo Estado les ofrece.

En la antigua Grecia los rapsodas estaban en las calles. La poesía sólo se hacía para compartirla con la gente, en espacios abiertos. En la Edad Media europea los juglares iban de aldea en aldea cantando sus poemas. Los palabreros de las comunidades indígenas repiten sus mitos ante toda la comunidad. A esa labor de los poetas la llamó Mallarmé: “Dar un sentido más puro a las palabras de la tribu”. La invención de la imprenta produjo la ilusión de que la poesía es un ejercicio solitario de escritura y de lectura, pero desde las fiestas alrededor del fuego en los primeros tiempos de la cultura, intentar crear sentidos y músicas con el lenguaje fue el comienzo mismo de la civilización.

¿Por qué aquí les ha dado por llamar espacio público a un espacio del que cada vez más quieren expulsar a los ciudadanos, un espacio que privatizan cuando quieren de mil maneras distintas, donde la libertad está cada vez más restringida y donde expresiones como la música y la poesía terminan siendo tratados como delitos?

No basta que les retiren la multa. El Estado debe disculparse con ellos. El alcalde debería ir a donde están, pedirles perdón y rogarles que salgan a las calles sin permiso, porque la poesía no tiene que pedir permiso; que salgan a darle su lenguaje, su creatividad, su rebeldía si se quiere, a la sociedad. A lo mejor ellos en cambio no sólo les regalan un poema, sino que los perdonan: en nombre de Barba Jacob, de Whitman, de Emily Dickinson, de Rimbaud, de Verlaine y de Homero.

William Ospina

Editado por María Piedad Ossaba

Fuente: El Espectador, 17 de marzo de 2019